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Me rompí el prepucio y es mucho más doloroso de lo que imaginas

Ella cayó sobre mí tan fuerte que cuando quise darme cuenta tenía el estomago lleno de sangre y ella seguía cabalgando como John Wayne.

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Para los que no tienen idea de qué significa, la fimosis se define como una estrechez del orificio del prepucio que impide la salida del glande; y la circuncisión es la práctica quirúrgica para corregirla.

Desde pequeño, mi médico me daba pequeños avisos de que me tenía que echar la piel para atrás o tendría fimosis más adelante. ¡Pero dolía un chingo! Y aunque mi madre me lo dijera a menudo, me parecía más difícil que lavarme los dientes antes de ir a dormir y por lo tanto no lo hacía. En el equipo de futbol había muchos compañeros que ya estaban operados y yo en el fondo los envidiaba; sentía que estaba retrasando una ejecución inminente. Iba tanto al dentista y llevé tantos tipos de ortodoncias en esa época que mi madre dejó de preocuparse por la visita anual al médico que me obligaba a tirar la piel de mi pene hacia atrás.

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Los años pasaron y cuando empecé a usarlo para algo más que darle a la zambomba por las noches, sentí que algo ahí abajo no funcionaba correctamente. Como muchas otras cosas de mi vida, decidí la opción de la patada 'palante' con el problema. Mis primeras experiencias sexuales eran tan dolorosas que se fundían con mi ansia por hacerlo como fuera y ese profundo dolor se transformaba en un placer sadomasoquista.

Fui a la universidad, donde mi actividad sexual aumentó considerablemente, al igual que mi dolor. La buena de mi madre me llamaba de vez en cuando: "Hijo, ¿lo de echarte la pielecita esa para atrás lo sigues haciendo todos los días, verdad?" Yo me enojaba: "¡Por supuesto mamá; no soy un niño!" Hasta que llegó lo inevitable.


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Conocí a una chica pelirroja de Massachusetts en un bar irlandés que me invitó a sentarme con ella. Lo siguiente que recuerdo es que estábamos en su departamento donde no se podía hacer ruido porque sus compañeras estaban durmiendo. Como su habitación estaba ocupada, lo hicimos en uno de los sofás de la sala. No me pidió que me pusiera condón y como no veía nada, me estaba costando trabajo lograrlo. Así que me empujó, se puso encima, y cayó sobre mí tan fuerte que cuando quise darme cuenta tenía el estomago lleno de sangre y ella seguía cabalgando como John Wayne mirando al techo.

O termina de cabalgar o me voy a desangrar en este sofá y no quiero morir así; ¿qué le van a decir a mi mamá?, pensé. Por fin terminó y se bajó del caballito. Por suerte se quedó dormida a los dos minutos. Salí de allí como pude. Hice bastante ruido en mi huida desesperada, pero la chica de Massachusetts hacía tanto ruido al roncar que parecía un aserradero. Miré el caos que llevaba entre los pantalones: se me había roto el prepucio y el dolor era insoportable.

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Llegué a mi cuarto y me tiré medio bote de agua oxigenada encima. A la mañana siguiente llamé a mi madre y le conté que en una de esas veces que me echaba la pielecita para atrás desafortunadamente se me había roto eso un poco y que igual iba a urgencias, por prevenir. La realidad es que llevaba una cheesecake en los calzones que me daba asco incluso a mí. En urgencias, el médico no se alteró demasiado. Me dijo: "Eso hay que operarlo y como nuevo". Lo que llevaba atrasando desde la infancia ahora era una realidad. Me dieron cita y el día llegó. Me han sacado muelas, me han operado de apendicitis y hasta me quitaron las amígdalas… pero esto era otra cosa. ¿Y si fallan? ¿Y si se les va el bisturí y degollan a mi pequeño muñeco? La anestesia es local. Te estiras en una camilla y te ponen una especie de tela en la cara para que no veas la carnicería. Aunque si miras para arriba se refleja y se ve todo: No mires, no mires, no mires, mierda… parezco la cabeza de Homero Simpson.

La tortura empezó cuando me dieron pequeños piquetes en los huevos para dormir la zona. Eran como pequeños picotazos de avispas, algo sensacional. Luego con el bisturí la cortan como si pelaras un plátano y luego te lo cosen todo: "Ya está caballero", me dijo el médico. Retiraron la tela blanca y delante de mis ojos tenía al hombre elefante mirándome. Una trompa colgante vendada totalmente que parecía un salami. Me dijo: "Tranquilo, ahora la zona esta hinchada; luego volverá a su tamaño natural".

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Me fui a casa de mis padres unas semanas para recuperarme. La primera noche es muy importante porque te tienes que curar eso bien. Mi padre me dijo que si me ayudaba; me pareció un poco grotesco y le dije que no hacía falta. Me obligó a no cerrar la puerta del baño por si acaso. Ahí me quedé yo con los botecitos de curitas y esa momia vendada entre mis piernas. Quité la gasa y me horroricé: mi hermoso pene en carne viva con puntos negros por todos lados como si fuera la cabeza de Frankenstein. Lo siguiente que recuerdo es verlo todo oscuro y a mi padre dándome cachetadas para despertarme. ¡Me había desmayado! El post operatorio fue totalmente horroroso. Dormía con el pene al aire, hacía un frío que te cagas pero cada roce de algo hacía que viera las estrellas.

Imagen vía.

Unas semanas después volví a la universidad y solo se lo conté a los más allegados. Los hijos de puta me traían todas las tardes una colección de revistas pornográficas y me las dejaban abiertas encima de la cama. Mis gritos de dolor se cruzaban con sus risas, entonces llamaban a la gente para que vinieran a ver al niño elefante berrear en la cama y me grababan con el celular como si fuera una atracción. Yo habría hecho lo mismo.

Los días pasaban y mi pene mejoraba. Evitaba hacer cualquier cosa peligrosa: estudiar, ligar, deportes, etcétera, pero llegó la navidad y tenía que ir a mi casa. Me sentía bastante mejor. Iba en un autobús con el asiento pegado a la ventana, leyendo un libro que me habían regalado de Oscar Wilde. Elegí ese para parecer más interesante. A mitad de trayecto se sentó al lado mío una mujer madura de unos 40 años con buen escote. Era rubia teñida con el pelo alisado y con pinta de haber estado bastante bien hace unos años.

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Me puse nervioso y empecé a sentir un dolor gigantesco y familiar en el pene, se me estaba parando y no podía disimular. La mujer me miró como si se acabara de percatar de todo:

"¿Qué te pasa, te duele el estomago, estás bien? ¿Aviso al conductor?"

Sus ojos miraban más abajo de mi estomago; la inflamación de mis partes era tan grande que parecía un zepelín. La señora se empezó a reír cada vez más fuerte, lo que hizo que otros pasajeros voltearan y me preguntaran si necesitaba algo. Les respondí que no, que estaba bien. La señora entendió la situación y los tranquilizó. "Es mi sobrino, no se preocupen", dijo. Me sonrió y fingió que nada había pasado. Sentí tanta vergüenza y la situación era tan absurda que quería que se estrellara el autobús y que todo terminara lo más rápido posible.

Estábamos entrando en la ciudad. Miró por la ventana y dijo: "Vaya, pues parece que ya llegamos, con la conversación tan agradable que estábamos teniendo, ¿verdad?" La gente se fue levantando y ella se despidió. Fingí que tenía que esperar para recoger mis cosas y me quedé hasta el final.

Respiré hondo y traté de tranquilizarme para calmar mi erección. Funcionó: me levanté como si allí no hubiese pasado nada y salí por la puerta del autobús saludando a mi familia. Abracé a mis padres como si viniera de la guerra. La pesadilla había acabado; ésta era la última prueba. Era un hombre nuevo, libre y circuncidado. Tenía el mundo a mis pies.