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Cultură

Mi vida con grandes hombres

Unas extrañas vacaciones en el escondite selvático de Mobutu.

El presidente de Zaire, Mobutu Sese Seko (a la derecha) y Robert posando para la foto del recuerdo en Gbadolite, junio de 1993. El mundo ha visto tiranos más diabólicos que Mobutu Sese Seko, quien fuera el dictador de Zaire, incluso entre la legión de Grandes Hombres en África (esa categoría de villanos que se robaron el poder cuando Europa renunció a su dominación colonial del continente) pero ninguno de estos déspotas era tan excéntrico como él. Quizás el único que se le acercó fue Jean-Bédel Bokassa, de la República Centroafricana, quien se proclamó emperador en 1977 y que disfrutaba alimentarse con la carne de sus enemigos. A fin de cuentas, lo más cerca que Mobutu estuvo del canibalismo fue el ocasional vaso de sangre humana. Mobutu mantuvo el control de Zaire (ahora conocido como la República Democrática del Congo) durante 32 años antes de ser depuesto en 1997, y durante ese periodo desangró al país mientras disfrutaba de un estilo de vida obscenamente caro. Una vez —después de volar con Mobutu de Francia a Zaire en su DC-8 privado—, vi con asombro cómo enviaba el jet de vuelta a la Costa Azul para recoger una revista de moda que Madame Mobutu había olvidado. En junio de 1993, el corresponsal de CNN en África, Gary Striker, solicitó una entrevista con Le Maréchal [El Mariscal] para hablar sobre lo que podía resumirse como una guerra civil en el sureste del país, mientras que el ejército, después de meses sin recibir un salario, saqueaba la capital, Kinshasa. Yo era el productor de Gary, pero suponiendo que nunca obtendríamos la verdad de El Timonel (Mobutu tenía una gran lista de títulos extraoficiales), yo tenía mi propia agenda. Quería el sombrero de Mobutu: esa característica y alegre prenda de piel de leopardo que llevaba a todos lados. Cuando el ejército comenzó a saquear Kinshasa, Mobutu se fue a las montañas de su pueblo natal, Gbadolite, donde había construido un lujoso palacio presidencial en el corazón de la selva ecuatorial. Por supuesto, llegar hasta el lugar —así como convencer a Mobutu de que nos diera una entrevista— representaba un reto colosal. Había estado en contacto con los asesores de Mobutu durante semanas, mientras cubríamos una cumbre de naciones africanas en Libreville, capital de Gabón. Luego visitamos la famosa colonia de leprosos de Albert Schweitzer, en la ciudad de Lambaréné. El hospital todavía operaba, junto con un pequeño museo en el que se encontraban algunas de las legendarias pertenencias del doctor, como su órgano y una partitura de Bach, además de otros artículos personales que pertenecieron al Premio Nobel de la Paz de 1952. Suzanne, la guía del museo, era sólo una niña cuando Schweitzer manejaba el lugar, y dice que el Gran Al —quien consideraba que la prontitud era una virtud— golpeaba salvajemente a los niños y niñas que llegaban tarde a la escuela; un jugoso detalle histórico que evidentemente el Comité del Nobel prefirió ignorar. “Oh, sí”, insistió Suzanne, “nos daba una bofetada MUY fuerte”. De vuelta en Libreville, finalmente recibí confirmación de que Mobutu enviaría un avión que nos llevaría a su bastión en la selva. Recibimos indicaciones de estar en el aeropuerto en la madrugada del día siguiente, donde esperamos 14 horas por un vuelo que nunca llegó. Fue otro momento WAWA.1 Dos días y 600 dólares en llamadas después, estábamos de regreso en el aeropuerto… Luego de otras 12 horas con los huevos en el cogote, un 727 blanco con la emblemática antorcha roja y dorada de Zaire en la cola aterrizó en la pista. En menos de diez minutos, finalmente estábamos en el aire. El lujoso jet había sido propiedad del Rey Hussein de Jordania. Su tripulación la conformaban dos pilotos y una espectacular azafata zaireña. Nosotros éramos los únicos pasajeros. Eché un vistazo a la habitación privada de Mobutu y a su baño, pero la azafata me explicó que eran “áreas restringidas”. Era evidente que la restricción no aplicaba para ella, en especial cuando el patrón estaba abordo. No hicieron falta muchas preguntas para que nos dijera que se sentía orgullosa de servir, de cualquier forma, al líder de su país. La arcilla roja se levantó del suelo mientras aterrizábamos en Gbadolite. Podíamos oler África, una sensación que nunca deja de deleitarme. Fue un trayecto corto en auto hasta el palacio selvático de Mobutu, donde nos escoltaron rápidamente hasta un salón inmenso que parecía más bien el atolón de una rancia y rica familia europea. La habitación estaba repleta de muebles Luis XVI, tapices gobelinos, pinturas de Renoir y Monet, y en el otro extremo, un magnífico bar de caoba con los mejores coñacs, calvados y licores. Casi todas las botellas tenían capacidad para 12 litros de alcohol. Zaire es reconocido por sus excelentes esculturas, pero no había nada en el lugar que pareciera ni remotamente africano. He visto múltiples aposentos de dictadores, pero éste era un exceso. El gusto de Mobutu tenía algo muy retorcido. Ninguna de sus pertenencias reflejaba su ascendencia africana. A pesar de todas sus bravatas sobre la rica historia del continente y sobre cómo se libraron por completo del yugo colonialista, Mobutu había hecho de su refugio natal un simple reflejo de su ambición. Un mayordomo con guantes blancos servía las bebidas mientras dos lacayos presidenciales nos recitaban el programa: cenaríamos más tarde con un ministro invitado y algunas personas del clan de Mobutu, pero no con Le Chef en persona. La entrevista estaba programada para el día siguiente a las 10am. “Su Excelencia está en mejor forma por las mañanas”, dijo un miembro del equipo. “Debemos entender su fatiga después de trabajar todo el día para resolver problemas graves”. Bruno, mi contacto y guía, intervino al ver que yo pelaba los ojos. “Robert, por favor confía en mí”, me suplicó, al ver mi descontento. “La entrevista se hará. Tienes mi palabra”. La sinceridad de Bruno no me preocupaba; era una persona confiable. Pero ya había estado en esta situación antes, a merced de los caprichos de otros déspotas que no conocían el concepto de tiempo. Mi cabeza daba vuelta mientras anticipaba otra ronda de pesadillas logísticas. Expliqué que era de suma importancia que regresáramos a Gabón al medio día, para tomar el último avión fuera de Abiyán. Todos los hombres del presidente insistieron en que eso no sería problema; en otras palabras, “cállate y disfruta el viaje”. 1 WAWA: West Africa Wins Again [África Occidental gana otra vez]. Cualquiera que haya sido corresponsal en África te dirá que pasas 90 por ciento del tiempo esperando: visas, transporte, permisos, citas y demás. La acción de cubrir la información queda relegada al diez por ciento restante. Antes de cenar vimos el noticiario de la tarde, el cual abrió —como siempre— con un tributo musical a El Guía. La cabeza de Mobutu apareció en pantalla, flotando pasivamente entre nubes. Por supuesto, no había mención alguna sobre la violencia que azotaba al país. Bruno y los demás parecían estar más interesados en los resultados del futbol, lo que llevó a una intensa serie de especulaciones sobre las posibilidades de Zaire en la próxima Copa Africana. La cena me hizo pensar en mi amigo y ex corresponsal de CNN, Richard Blystone. Él y yo habíamos discutido la idea de escribir un libro de frases para periodistas en el extranjero, y luego traducir cada expresión a varios idiomas. En la cima de la lista estaba: “Mmmm… ¡sabe a pollo!” Repetimos esa frase varias veces en una noche noche, y ahora la recordaba mientras me servían montañas de guisados y “especialidades” locales en mi plato de porcelana presidencial con el borde dorado. Gary, quien en ese momento tenía más experiencia trabajando en África, tuvo el tino de informar a los mayordomos que era “estrictamente vegetariano” y optó por una porción de papas hervidas, maíz y una pequeña baguette. Más de una vez me echó una mirada que decía: “¡Disfruta el resto de tu noche en el escusado!” Menos de 30 minutos después, empecé a sentir cómo mis entrañas se aflojaban. Como sabía que nunca llegaría hasta el postre, le pedí a Bruno que me acompañara afuera para fumar. —Necesito que me hagas un favor —susurré. —Dijiste que el presidente es el hombre más generoso que conoces—. Bruno asintió. —Entonces… ¿crees que puedas conseguirme su sombrero? —¿Su qué? —preguntó Bruno, creyendo que me había malentendido. —Sí, sí, su toca de leopardo—. Bruno consideró mi petición, una que estoy seguro nunca antes había recibido, mucho menos de un periodista invitado. —Estoy seguro que tiene muchas otras y significaría mucho para mí. ¿Qué opinas? —¿Esto sería un regalo para ti? —Por supuesto. La usaría con orgullo. —Está bien, dijo Bruno. —Déjame ver. Sabes que ya te envió un regalo a tu habitación. ¿Un regalo? Qué podría ser, me pregunté. Durante la gran pelea Rumble in the Jungle entre Mohamed Ali y Joe Frazier, Mobutu había enviado a una serie de bellezas zaireñas a entretener a ciertos reporteros que estaban cubriendo la pelea. Pero lo último que yo quería era una prostituta africana. “No… no, no es eso”, se rio Bruno, como si me leyera la mente. “Es algo más. Pero muy especial”. Un rato después me fui a mi habitación, la cual estaba iluminada por una lámpara en forma de palmera dorada que casi llegaba hasta el techo. Estaba decorada con muebles barrocos y rococó, baratos y de imitación, en un estilo que describiría como Luis-Faruk. Mi maleta estaba al pie de la cama. Después de hacer lo mío y darme un baño rápido, me probé mi kikoy e intenté relajarme. Había sido un largo día. El aire acondicionado vibraba suavemente mientras me servía un trago y sacaba un último cigarrillo. Fue entonces cuando vi que había una cinta sobre el televisor. La cinta no venía en ninguna caja y tenía una etiqueta con las letras YHBW escritas a mano. La metí a la máquina y unos momentos después, cuando el título Young, Hot, Black, and Wet [¡Joven, ardiente, negra y húmeda!] apareció en la pantalla, me di cuenta que este era el regalo de Mobutu para mí. En aras de la discreción y el buen ejemplo, no daré más detalles. Como siempre, desperté al amanecer y deseoso de café (esto fue mucho antes de que comenzara a viajar con una máquina de espressos portátil).2 Después de visitar las instalaciones sanitarias, me reuní con Gary y nuestro técnico de sonido, David, para desayunar. Luego supe que Gary no había recibido ningún tipo de entretenimiento. David, por otro lado, confesó que había pasado toda la noche viendo YHBW una y otra vez, hasta que se le acabaron los Kleenex y el papel de baño. A las diez en punto, Bruno apareció para informarnos que habría un pequeño retraso. Reiteré mi preocupación por perder nuestra conexión a Abiyán. Como siempre, Bruno tomó mi preocupación con calma y me aseguró que podríamos contar con el avión del presidente para viajar. Después, para cambiar de tema, me preguntó tímidamente si había disfrutado la película. Por el tono de su comentario salaz supe que ¡él la consideraba un clásico! Como sabía que no existía tal cosa como un retraso “breve”, le sugerí a Bruno que aprovecháramos el tiempo para tomar fotos del exterior del palacio. Esta fortaleza tallada en medio de la selva era realmente una impresionante obra de ingeniería. Las vistas espectaculares desde las terrazas en los múltiples niveles y las fuentes repartidas sobre el terreno hacían que fuera fácil mirar la propiedad como una especie de Camp David congoleño donde “Le Roi de Zaire” podía nadar, relajarse y convivir con seis leopardos enjaulados: el orgullo de su zoológico privado. Como Mobutu era un hombre que aborrecía cualquier inconveniente, su pista era suficientemente larga para recibir al Concorde supersónico, el cual solía rentar para sus vuelos más largos a Norteamérica y Asia. A pesar de todos sus lujos, Gbadolite también era un santuario, tan alejado del caos de Kinshasa como Marte. No era extraño que Le Maréchal prefiriera usar su casa de campo como oficinas centrales, incluso durante los periodos de relativa estabilidad. Y dado que se trataba de su pueblo natal, Mobutu otorgaba favores especiales a los locales, y les ofrecía trabajos menores como cuidadores y sirvientes para dar mantenimiento al palacio y los cuartos de huéspedes. Era normal que Mobutu se paseara por el pueblo en su Land Cruiser roja, regalando dinero recién impreso a un pueblo que lo adulaba entusiasmado cada que aparecía. A diferencia de cualquier otro lugar en este enorme país, Mobutu era considerado un salvador. Mientras tanto, en la capital, los soldados habían enloquecido ante la ausencia de sus salarios. Un poco después de las 11am regresamos al “salón” donde se podía sentir un aire diferente. Dos asistentes llegaron rápidamente y sin aliento para anunciar: “Ya viene”. Momentos más tarde, entró a la habitación Mobutu Sese Seko Kuku Ngbendu Wa Za Banga (“El guerrero todopoderoso, quien dada su perseverancia y su voluntad inquebrantable, va de conquista en conquista, dejando fuego en su camino”)3 Estaba vestido casual pero con una elegante camisa de seda colorida, pantalones negros y zapatos bien lustrados… pero no traía nada en la cabeza. Mierda, pensé. ¡No trae el maldito sombrero! Sentí que Le Chef me atravesaba con su mirada dese atrás de sus anteojos de marco negro, mientras me extendía su enorme mano. Mientras le ajustaba el micrófono a su camisa, Bruno le explicó que esta “exclusiva” sería transmitida por CNN en todo el mundo. Pero a Mobutu parecía no importarle un carajo quién ni dónde la vieran, y desestimó la explicación de Bruno con un movimiento de su muñeca que nos decía que fuéramos al grano. 2 Recomiendo la tradicional Bialetti Electric (110–230V) italiana.
3 La interpretación oficial del nombre completo de Mobutu siempre ha sido razón de debate. Sin embargo, muchos concuerdan en que las conquistas a las que hace referencia son meramente sexuales.

Robert se reporta con el cuartel general para informar: “¡Misión cumplida!” La entrevista duró 35 minutos, y a pesar de la insistencia de Gary, Mobutu no ofreció nada nuevo. Las noticias lo tenían harto. Mobutu dijo que los reportes de fuertes enfrentamientos en el sureste eran exageraciones y minimizó el saqueó de Kinshasa como un desafortunado, pero pasajero, contratiempo. Y aunque reconoció que “algunos” soldados no habían recibido su pago durante algún tiempo, nos aseguró que se trataba de un error administrativo que pronto sería corregido. Repitió varias veces que tenía la situación bajo control y que no había por qué preocuparse, después de todo, “¡Je suis Mobutu!” [Yo soy Mobutu]. Cuando Gary insistió sobre el terrible historial de violaciones a los derechos humanos en la nación, Mobutu repitió que estaba atendiendo todos los problemas de Zaire, y después nos dio un sermón sobre los retos geopolíticos que implicaban gobernar un país más grande que Europa Occidental. Por último, nos garantizó que estaba comprometido con la democracia multipartidaria y que llamaría a unas elecciones libres tan pronto como fuera posible. Como era de esperarse, Le Maréchal fue fiel a su reputación. Era encantador, astuto y versado. Cualquiera que desconociera la situación política en Zaire podría fácilmente quedar impresionado por la seguridad con al que miraba hacia el futuro. Por supuesto, todo lo que dijo, excepto “Yo soy Mobutu”, fue una puta mentira. Era fácil imaginarlo en el Capitolio, año tras año, engañando a legisladores ingenuos y a sus comisiones presupuestarias. El hombre era una astuta serpiente. Después de nuestra charla, salimos a tomar algunas fotos de Mobutu recorriendo sus dominios mientras Bruno discutía con sus colegas sobre nuestro vuelo de regreso. Mientras David empacaba el equipo, Mobutu nos explicó que era un hombre sencillo y que le “dolía” saber que gran parte de su país luchaba por sobrevivir. Nunca se imaginó que con la Guerra Fría en el olvido, tenía los días contados. Occidente ya no lo necesitaba para contrarrestar la influencia soviética en África. Momentos más tarde había desaparecido a alguno de sus lujosos rincones para tomar una llamada en su teléfono satelital, el cual tenía siempre a la mano. Bruno me preguntó si estaba contento con la entrevista. Le dije que estaba bien, pero le pregunté sobre el sobrero. Me lanzó una sonrisa sagaz justo cuando Mobutu regresaba, acompañado de un mayordomo con una charola de plata. Ahí yacía el Santo Grial. “Me informan que deseas un souvenir especial”, dijo Le Maréchal, con el gesto astuto de un gato que se acaba de tragar una jaula llena de canarios. “Felicitaciones”. Y así entregó la toca de leopardo; una de seis, hecha a la medida en Deauville. Esa tarde en un bar en Abiyán, felices como lombrices y llenos de vodka, Gary y yo repasamos nuestra más reciente aventura, y concordamos que ésta había reafirmado una valiosa lección: en el periodismo, la persistencia lo es todo. El que no pide, no recibe.

Robert Wiener lleva más de 40 años trabajando como periodista; ha cubierto casi todas las guerras y revoluciones desde Vietnam. Es autor de Live From Baghdad y co guionista de la epónima película para HBO. Wiener se retiró como productor ejecutivo de CNN en diciembre de 2001. Ésta es su primera colaboración para VICE, y también es la primera entrada de su nueva columna, “Mi vida con grandes hombres”, que aparecerá cada mes en VICE.com.