No soy un monstruo, simplemente tengo una enfermedad mental

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La guía Vice de la salud mental

No soy un monstruo, simplemente tengo una enfermedad mental

Me diagnosticaron disritmia cerebral, depresión y ansiedad mayor a los 23 años, y meses después, mi psiquiatra descubrió que también sufría de Trastorno Obsesivo Compulsivo.

Este texto fue publicado originalmente en mayo de 2015.

Soy una chica de 27 años con un departamento y un trabajo. Mi vida social es tranquila pero constante y de vez en cuando me relaciono con chicos, que según yo, son bien parecidos. Tengo una sonrisa grande y río fácilmente. Algunos amigos dicen que poseo una inteligencia privilegiada y aseguran admirarme. Otros simplemente me quieren por la costumbre. Aún así no me siento tranquila a pesar de contar con tantas "bendiciones". Sé que lo perdería todo si mi secreto saliera a la luz. Tal vez se asustarían y no los volvería a ver. Probablemente sería despedida de mi trabajo, por puros prejuicios, y tendría prohibido acercarme a algunos miembros de mi familia. Mi pequeña sociedad me aislaría para siempre, poniéndome además la etiqueta de "monstruo".

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Pero no soy una mala persona, simplemente tengo una enfermedad mental. Me diagnosticaron disritmia cerebral, depresión y ansiedad mayor a los 23 años, y meses después, mi psiquiatra descubrió que también sufría de Trastorno Obsesivo Compulsivo (TOC).

A la depresión la consideraba parte de mí, pues desde los 14 años me sentía mal. No estaba conforme con mi cara, mi cuerpo, ni con lo que ocurría en casa. Suena como el típico drama adolescente, sólo que pasaron los años y los ataques de llanto, la somnolencia excesiva y los desórdenes alimenticios no desaparecieron. A los 16 conocí las bondades del alcohol y se apoderó de mí una total indiferencia por el rumbo de mi brillante futuro.

Después de una borrachera monumental, en la que me oriné frente a toda mi generación, y vomité en tal cantidad que la persona encargada de limpiar se resbaló y esguinzó el tobillo, quedó al descubierto mi problema con la bebida. Mis padres no hicieron las preguntas correctas. Simplemente se mostraron indignados por haber traicionado su confianza y se preocuparon por las repercusiones que los chismes podrían tener a nivel académico. No me atreví a confesarles que me sentía miserable sin saber por qué, que me encantaba sentirme ligera con el alcohol, que sólo gracias a él podía interactuar con otros individuos sin tener ataques de ansiedad y de paso, que los odiaba.

Me vi obligada a dejar de beber durante un tiempo, me gané una beca a la mejor estudiante para una universidad privada y traté de olvidar todas las veces que me puse en vergüenza frente a mis compañeros.

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La etapa universitaria no estuvo mal. Lo más importante es que conocí gente entrañable que aún está en mi vida. Por esas fechas tuve mi primer novio, pero fue una relación bastante violenta. Asumiré mi responsabilidad, ya que yo permitía humillaciones, infidelidades, manipulación y todo tipo de maltrato psicológico. La última vez que nos vimos le solté un puñetazo en la cara y él me empujó y me tiró al suelo. Terminamos y así se desencadenó uno de los puntos más álgidos de la depresión. Comencé a salirme de clases porque me daban temblores y ataques de llanto repentinos que no podía detener. No comía, no dormía y realizaba cualquier labor como una autómata. En alguna ocasión choqué al estacionarme y no me di cuenta hasta que me bajé del auto y el viene-viene, desconcertado, me dijo que no podía irme, pues le había pegado al coche de al lado. Decidí, por primera vez, buscar ayuda profesional. Acudí con la terapeuta de la universidad hasta que me gradué. Me estabilicé, entendí que tenía baja autoestima y que sólo necesitaba valorarme para estar bien, como si fuera cosa sencilla.

Me recibí sin problemas y encontré un trabajo muy bien pagado en pocos meses. Al principio me sentía feliz y entusiasmada pues era mi primera chamba. Quería aprender todo, caerle bien a mis colegas y ser la más eficiente. Pero con el paso del tiempo, las jornadas de 15, 17 o hasta 20 horas diarias me fueron consumiendo. Trabajaba de lunes a domingo, en algo que no me encantaba, con un día de descanso a la semana. Por supuesto, sólo tenía tiempo para concretar pendientes aburridos como pagar cuentas, llevar el auto al taller, limpiar el lugar donde vivía y a veces, visitar a mi familia.

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Bajo esta cantidad de estrés, se manifestaron los primeros síntomas de la disritmia cerebral: comencé a ver patrones curvos y panales de luces en paredes perfectamente lisas. Las esquinas de los cuartos se agrandaban o parecía que las veía a través de un lente fisheye. Pero lo más perturbador era escuchar voces. Unos suaves murmullos ininteligibles que no me dejaban dormir y que me paralizaban del miedo. Una de las peores noches pasé horas escarbando dentro de mi clóset, pues estaba segura que de ahí venían las jodidas vocecitas, y que encontraría su origen (imaginaba una especie de duendecillos) si tan sólo buscaba bien.

Decidí recurrir a la solución más práctica: fumar mariguana. No tenía tiempo de ir a terapia, pues el trabajo no me lo permitía y un porro me hacía sentir relajada al instante, así que eso hice con devoción religiosa durante unos meses. Las alucinaciones no empeoraron y sólo se presentaban a ciertas horas del día, así que sentía que tenía todo bajo control.

Pero luego llegó la época negra. Fue tan horrible que con el simple hecho de recordarla, comenzó a dolerme el estómago y quiero dejar de escribir este texto. Respiro profundamente y recuerdo lo que me han dicho en terapia. Que yo no soy eso. Que es un invasor de mi mente al que puedo dominar. Que no soy una amenaza y que nunca le he hecho daño a nadie. Ok.

Un día, de repente, llegó a mi cabeza la idea de que era una pedófila. Que en cualquier momento podía ver a un niño y hacerle daño. Las imágenes no eran sexuales, más bien eran agresivas, violentas y venían acompañadas de esa terrible palabra: pedófila. La primera vez que me sucedió, sacudí la cabeza, miré hacia todos lados, intenté distraerme con cualquier tontería y la desagradable idea desapareció. No supe de dónde vino pero me arruinó el día. Poco después, comenzó a invadirme con mayor frecuencia e intensidad, en todo momento, provocándome un hueco en el estómago y una profunda repulsión hacia mí misma. Me obsesioné con esta idea y me la creí. Yo era una pedófila, una psicópata peligrosa que en cualquier momento iba a atacar a un ser inocente. Evitaba a toda costa estar en lugares públicos, ver programas de televisión, películas, revistas, sitios web o cualquier cosa que tuviera que ver con niños. Cuando "el pensamiento" se entrometía en horas de trabajo, pedía disculpas para ir al baño y me agarraba a cachetadas, me tiraba del cabello o me golpeaba las piernas para hacerlo desaparecer. Cuando llegaba a mí mientras manejaba o estaba en la privacidad de mi hogar, lloraba durante horas, pero no dejaba pasar el castigo, pues, ¿cómo era posible que pudiera pensar esas cosas tan repugnantes?

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Empecé a alejarme de amigos y familiares, me entraba la paranoia de que, al verme a los ojos, pudieran saber lo que estaba pensando. Para sobrellevar la situación, fumaba mariguana todo el tiempo y me funcionaba. Estaba tan adormecida que no podía concentrarme en nada.

Sin embargo, el pensamiento no estaba solo y poco a poco fueron llegando sus "refuerzos": imágenes ultraviolentas en las que mis seres queridos, especialmente mis padres, aparecían despedazados, asesinados, accidentados, decapitados o simplemente muertos por causas naturales. Mi lógica era que si yo lo estaba pensando, entonces lo deseaba, por lo tanto, si llegaba a ocurrir, sería mi culpa. Esta ecuación me hacía sentir la peor de las basuras y nuevamente intentaba detener los pensamientos a base de golpes, cachetadas, tirones de cabello y, en ocasiones, cortes con cuchillo.

Era muy cansado llevar la doble vida de persona "normal" en el trabajo y frente a mi familia, y persona completamente perturbada en soledad, por lo que terminé quebrándome.

Una noche decidí que la única solución era suicidarme, pues no quería hacerle daño a algún niño inocente ni a mis padres, así que fui por un cuchillo y comencé a hacerme pequeños cortes en la nuca, el cuello y las muñecas. Tras unos minutos de llorar con todas mis fuerzas y ver las alucinaciones en las paredes, como todas las noches, cambié de opinión. Yo no quería morir, yo quería estar mejor, sólo que no podía hacerlo sola. A las tres de la mañana manejé a toda velocidad a casa de mis padres, los desperté y les dije que necesitaba ayuda psiquiátrica urgente. Al día siguiente conocí a la Dra. GP, quien me mandó a hacer un electroencefalograma en el que se reveló mi daño cerebral, posible responsable de la depresión con la que he convivido durante más de diez años y el Trastorno Obsesivo Compulsivo.

Tras explicarme que el TOC justamente consiste en pensamientos, imágenes, ideas o sentimientos indeseables, intrusivos y repetitivos que generan gran culpa y ansiedad en el paciente —pues se siente "sucio", "malo", o en mi caso, "un monstruo"—, me sentí ligeramente mejor. Otra dosis de alivio vino cuando se me comunicó que las personas con TOC jamás llevan a cabo la idea que los tortura, pues no forma parte de su ser consciente. La mejoría temporal llegó cuando comencé a tomar medicamentos y esas horribles imágenes desaparecieron por un buen rato. Después volvieron con nuevas formas, pero eso ya es parte de otra historia.

Actualmente no me siento una pedófila. La mayoría del tiempo puedo convivir cómodamente con niños pequeños, sin temor a lastimarlos ni a que me dejen sola con ellos. A veces imagino que mis padres mueren violentamente pero digo unas palabras mágicas y la grotesca idea desaparece. Aún tengo alucinaciones que considero normales y me he mantenido sobria durante diez meses. He tomado medicamentos por cuatro años y lo seguiré haciendo por tiempo indefinido, pues es la única forma en que puedo tener calidad de vida. Es posible que de haber buscado ayuda desde que se manifestaron los primeros síntomas, esa retorcida idea nunca hubiera perturbado mi vida. Tal vez mis únicas obsesiones serían que mis plumones estén ordenados por tonalidades, que cuando alguien entre a mi cuarto deje las cosas exactamente como las encontró y que mi mochila jamás toque el piso del metro. Cosas inofensivas, incluso graciosas, que podría compartir con amigos y familia. Pero no eso que me hace sentirme como un humano de segunda clase que no merece las cosas buenas ni las oportunidades que llegan a su vida.

Creo que si la sociedad estuviera más informada y consciente de que a) las enfermedades mentales no son una elección y b) el TOC sólo es un pensamiento que nunca se concreta, sino que gira en espiral y paraliza, habría menos estigmatización hacia aquellos que lo padecemos. Al único ser vivo que he lastimado en mi corta vida es a mí misma, pero me esfuerzo todos los días por no continuar con la autodestrucción y darle un enfoque más creativo a este motor hiperactivo que traigo dentro. Es la primera vez que hablo de esto con desconocidos, esperando despertar su curiosidad, empatía y comprensión. Si tienes un malestar que no te deja en paz, que te provoca tristeza, incomodidad y autodesprecio, probablemente necesitas ayuda. No tengas miedo, llegarás a la misma conclusión que yo: no soy un monstruo, simplemente tengo una enfermedad mental.