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Normalistas sobrevivientes describen la noche del ataque por parte de la policía en Iguala

"Les grité que ya le habían dado a uno de mis compañeros, pero nos dispararon más. Si te movías, te disparaban; si gritabas, te disparaban".

"Fue como si pusieras un paquete de cuetes en la lumbre, como una lluvia de balas".

Así es como "Mario" describe el estruendo de las balas que un grupo de policías municipales dispararon la noche del viernes 26 de septiembre en contra de éste joven, de 23 años, y otros cien compañeros que viajaban en autobuses de regreso a la escuela, en Iguala, Guerrero. El ataque dejó a seis estudiantes muertos y 43 más desaparecidos.

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Mario, quien pidió que no se usara su nombre real, estudia el primer año de la Escuela Normal Raúl Isidro Burgos, en Ayotzinapa, Guerrero. Éste es el único, de nueve centros rurales educativos en la entidad, que es internado, pero también dónde los estudiantes —dicen— mandan, no el maestro.

Foto por Hans-Máximo Musielik.

Todas las decisiones que se toman en el campus, desde hace 88 generaciones, son de manera democrática, conformando comisiones que a su vez desempeñan distintas actividades. El 26 de septiembre, ese tipo de actividades llevó a un grupo de 120 normalistas, como son llamados, a salir del campus con dirección a la ciudad de Iguala en dos autobuses comerciales que habían secuestrado.

VICE NEWS platicó con algunos de los sobrevivientes para reconstruir lo que pasó la noche del ataque por parte de policías municipales en Iguala.

Familiares y ciudadanos se han manifestado en todo el país como muestra de apoyo a los normalistas desaparecidos. Arriba una demostración en Chilpancingo, Guerrero. Foto por Lenin Ocampo.

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Las actividades del viernes 26 de septiembre correspondieron a las carteras de "Lucha" y "Transporte", como ellos nombran a cada área. La primera cartera, conformada por apenas 24 alumnos, realizó una protesta en las calles de Tixtla —el poblado más cercano a la escuela rural— en el marco de una serie de actividades que llevaría a cabo María de los Ángeles Pineda, presidenta del sistema de Desarrollo Integral de la Familia (DIF) local y esposa del ex alcalde de Iguala, José Luis Abarca.

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Se presume que la familia de Pineda ha tenido relación con el cártel de los hermanos Beltrán Leyva, sin embargo las autoridades no han hecho nada ante las acusaciones que rodean al alcalde y a su esposa. Incluso se ha mencionado que María de los Ángeles ya estaba buscando la candidatura para ser la nueva alcaldesa de Iguala en las elecciones del próximo año. Los estudiantes decidieron manifestarse en contra de las aspiraciones políticas de la presidenta del DIF, quien según Mario, "sólo quiere que el poder se quede en la misma familia".

La cartera volvió al campus cerca de las cuatro de la tarde. Dos horas después se sumó a la segunda actividad, organizada por la comisión de "Transporte", encargada de mantener el número necesario de autobuses a servicio de los estudiantes, que a menudo salen a prácticas académicas en otras poblaciones o a "botear" —pedir dinero en las casetas de las carreteras, permitiendo el paso libre los automóviles—. Tenían dos autobuses privados ya, pero necesitaban más.

Se dirigieron hacia Iguala para conseguir más autobuses —una práctica común por los estudiantes en la que le pagan al chofer para compensar los daños— y poder viajar a la marcha del 2 de octubre en la Ciudad de México.

Al ser gratuita, la Escuela Normal Raúl Isidro Burgos es la primera opción para jóvenes como Mario y sus compañeros. En su mayoría son hijos de campesinos que no tienen posibilidades de pagar una licenciatura.

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Un grupo de 120 jóvenes que no superan los 25 años, en su mayoría de primer grado de la escuela normal, salió en dos autobuses Estrella de Oro que ya llevaban tres días secuestrados. Tomarían cuatro autobuses más de la terminal de Iguala y regresarían al campus, de acuerdo con lo que dijeron algunos sobrevivientes.

"Aquel viernes salimos de la escuela en dos autobuses que ya habíamos acordado, tomaríamos algunos más por varios días para hacer otras actividades. Ya habíamos informado a los choferes, así que llegamos a la terminal y se tomaron sin ningún percance. En total salimos en seis camiones de la estación, dos que ya teníamos y otros cuatro que se tomaron", cuenta Mario.

"Tres se fueron en caravana por el centro y los otros tres por una ruta distinta".

Uno de los estudiantes heridos en un hospital en Iguala, un día después del ataque. Foto por Pedro Pardo.

Esa noche Mario llevaba una playera blanca, un gorro tejido azul con rojo que utiliza para cubrir su rostro y uno de los únicos dos pares de zapatos negros que tiene.

Los autobuses llegaron a la terminal cerca de las siete de la noche, poco antes de que el sol se ocultara. Llegaron a una ciudad en la que a cualquier extraño se le ve con cierta desconfianza y donde se han encontrado poco más de 50 cuerpos en fosas clandestinas ubicadas en los poblados que rodean el municipio en lo que va del año.

Iguala es un municipio históricamente disputado por las organizaciones criminales. Su ubicación geográfica conecta el sureste mexicano con otras ciudades al centro del país. Los Rojos, y Guerreros Unidos, grupos delictivos que se encontraban al servicio del cártel de Los Beltrán Leyva, chocan con frecuencia entre ellos y han corrompido a policías y funcionarios públicos en el municipio.

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Mario subió al tercer autobús de la caravana que pasó por la calle Juan Álvarez directo al horror. Al llegar al cruce con la calle Mina, en el centro de la ciudad de Iguala —el tercer municipio más importante del estado—, comenzó la lluvia de balas.

"Al principio un compañero dijo: 'no se asusten, paisas, están disparando al aire'. El autobús se detuvo y ahí le dije que las balas sí eran hacia nosotros", recuerda Mario que sonaban como cuetes.

Los estudiantes entraron en pánico. Mario y tres de sus amigos, que como él llevaban la chamarra roja del uniforme de la escuela, se bajaron de la unidad para defenderse de los balazos. Al bajar se dieron cuenta de que el ataque provenía de algunos policías que disparaban desde dos patrullas de la policía municipal. Mario intentó defenderse arrojando piedras hacia ellos.

Mientras las balas seguían penetrando los autobuses, corrieron hacia el primero. "Para ese momento ya eran más de diez patrullas que nos enjaularon, no teníamos hacia donde correr y tampoco piedras para defendernos", cuenta Mario.

"Una de las balas alcanzó a Aldo, quien cayó a mi lado. Vi cómo se formaba un charco de sangre. Les grité que ya le habían dado a uno, pero nos dispararon más", continúa. "Si te movías, te disparaban; si gritabas, te disparaban. Nos dispararon tanto de adelante como de atrás. Nosotros, los que nos bajamos, nos refugiamos entre los primeros dos autobuses".

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Un miembro del Grupo de Operaciones Especiales de la Policía Federal monta guardia cerca de una de las entradas a Iguala, Guerrero. Foto por Hans-Máximo Musielik.

En medio de la refriega, una ambulancia trasladó el cuerpo baleado de Aldo Gutiérrez Solano, uno de los 25 heridos de bala de esa noche. El secretario de Salud del estado, Lázaro Mazón, dijo a VICE NEWS que el pronóstico del joven aún es reservado y permanece en coma.

Mientras eso ocurría, los normalistas que viajaban en el tercer autobús, el mismo del que Mario huyó, eran subidos a patrullas de la policía municipal. Los testimonios de los estudiantes entrevistados por VICE News coinciden en que al menos 30 estudiantes fueron secuestrados en las patrullas con números 017, 018, 020, 022, 028 y 302 y que hicieron por lo menos tres viajes para llevarse al mayor número de normalistas posibles.

Mario se escondió en la parte trasera de uno de los autobuses, donde pudo recoger los casquillos vacios. Vio como subieron a las patrullas de la policía municipal a sus amigos Comelón, Amilcingo, Chabelo y Saúl Bruno García El Chicharrón.

Mientras Mario veía a El Chicharrón, llegó un segundo grupo de policías para rodear los primeros autobuses estacionados. "Llegaron con cascos, chalecos antibalas, rodilleras, coderas, espinilleras, guantes negros y equipo antimotín", dice Mario. "Parecían policías estatales por la forma en la que iban equipados y nos dijeron: 'Hijos de la chingada, súbanse a su autobús y lárguense, en esta ciudad no son bienvenidos', mientras los agentes municipales huían en vehículos con normalistas esposados de las muñecas".

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Helicópteros federales vuelan sobre la supuesta ubicación de una fosa clandestina en Iguala. Foto por Hans-Máximo Musielik.

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Mario observó todo. Javier sólo escuchó.

Después de los primeros impactos que dieron a la ventana, se tiró al suelo. Javier iba sentado en el asiento 24 y viajaba con 15 alumnos, que como él, permanecieron boca abajo pidiendo ayuda desde sus celulares con voz baja para no ser descubiertos por los policías que amedrentaban a sus compañeros de los otros dos autobuses. El chofer de la segunda unidad, nunca abrió la puerta.

Las llamadas a los servicios de emergencia fueron en vano, pero no las que hicieron a sus compañeros en Ayotzinapa, quienes acababan de cenar. En cuanto recibió el mensaje, el secretario general del movimiento estudiantil salió con más jóvenes y maestros en dos camionetas. Llegaron una hora después del ataque, acompañados por tres periodistas locales que junto a los estudiantes marcaron los lugares de los impactos.

Javier bajó de la unidad cuando terminaron los disparos y durante algunos instantes no vio a ningún policía.

"En cuanto bajé fui a ver a un amigo que estaba herido.Tenía el labio destruido y no podía levantarse cuando comenzó la segunda balacera, pensé que eran cuetes, pero eran balas de nuevo que rosaban el piso", dice Javier.

Con ayuda de tres de sus compañeros cargaron a Edgar Andrés Vargas, a quien le apodan El Oaxaco, hasta una clínica de salud que se ubica a tres cuadras de donde sucedió el ataque. Corrieron sobre la avenida hasta una de las esquinas, doblaron la calle cuesta arriba y lograron entrar pero no fueron recibidos por el médico.

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"No había doctor y el que estaba nos dijo que no podía hacerlo, subimos hasta el tercer piso donde había enfermeras que se echaron a correr, creo que pensaron que éramos sicarios, pero ahí nos quedamos mientras se escuchaba la balacera"

Dos víctimas del ataque en Iguala. Foto por Lenin Ocampo.

El segundo ataque a los normalistas —que ya estaban heridos— provenía de camionetas que derraparon sobre la misma avenida en sentido contrario a la circulación. Durante este ataque murieron Julio César Ramírez, de 23 años, y Daniel Gallardo, de 19, además de una mujer que viajaba en un taxi.

Algunos disparos provenientes de una de las camionetas alcanzó a un cuarto autobús que pasaba por el lugar, en el cruce de la calle Santa Teresa. En éste viajaban Los avispones de Chilpancingo, un equipo de futbol de tercera división, dejando como resultado la muerte del chofer de la unidad, a quien le apodaban El Barcel y el jugador David Josué García, de 15 años. De acuerdo con algunos testigos, los hombres que dispararon durante el segundo ataque eran civiles armados.

Javier permaneció en la clínica esperando atención médica para El Oaxaco, quien se desangraba por una herida de bala en la boca. Javier escuchó entonces la llegada de un vehículo que se estacionó en la puerta de la clínica, cuando se asomó desde el tercer piso donde él y sus compañeros cuidaban a El Oaxaco se percató que siete militares bajaban del vehículo y entraban al centro de salud.

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Javier y sus tres compañeros fueron detenidos por los militares y obligados estar en la planta baja del edificio, viendo hacia una de las paredes de la entrada por unos minutos, mientras el comandante a cargo —del que Javier no recuerda que se hubiese identificado con un nombre en especifico— cuestionaba a los cuatro muchachos.

Los jóvenes le contaron al comandante que habían sido atacados por policías y que ahora sólo querían ayudar a su amigo, quien se encontraba herido en el tercer piso sin recibir atención médica.

"Los militares se fueron. Nos quitaron los celulares y nuestro compañero herido se quedó con otro estudiante. Nosotros nos echamos a correr hasta una casa donde nos resguardamos hasta el día siguiente".

Miembros de un grupo de autodefensa de Guerrero llegan a Iguala para ayudar con la búsqueda de los normalistas desaparecidos. Foto por Hans-Máximo Musielik.

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Mientras Javier se resguardó de las balas en la clínica, Mario permaneció en el suelo durante casi 15 minutos, que dice, duró el segundo ataque de policías y civiles armados. El resto de los muchachos corrieron en distintas direcciones, sorteando la muerte.

Martín, quien tampoco desea revelar su nombre real, avanzó rápidamente entre las balas que golpeaban las ventanas de los camiones y los gritos de los transeúntes que se tiraban al piso. Él y Julio César Mondragón El Chilango, que acababan de llegar para auxiliar a sus compañeros heridos, corrieron juntos hacia el monte, dónde la luz de la calle se desvanecía.

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"Corrimos y nos metimos a un lote baldío. Nos quedamos ahí como 30 minutos. Vimos dos camionetas con policías que gritaban 'tírenles, tírenles'. El Chilango se espantó y salió huyendo, no lo volví a ver hasta que apareció en los periódicos".

Martín puede ser el último de los sobrevivientes del ataque de Iguala que vio con vida a El Chilango. El cuerpo de Julio César Mondragón fue encontrado la mañana siguiente sin ojos ni piel en el rostro. Su cadáver apareció a tres calles del lugar donde los policías se llevaron a los estudiantes.

"Lo reconocí por la bufanda café de estambre grueso, ya que era la misma que ocupaba para cubrirse el rostro", cuenta Mario. También recuerda que El Chilango acababa de convertirse en padre de una niña y que le gustaba el hip hop.

Mario, de 23 años, esboza una sonrisa forzada mientras se le escurren algunas lágrimas que le recuerdan a su amigo. Dice que ha perdido a la familia que encontró cuando entró a la normal.

No tiene contacto con sus padres. La familia biológica de Mario es una familia fragmentada que en un principio se ubicó en Tlapa, un municipio en la montaña. Cuando Mario cumplió 15 años, su mamá se casó con un hombre de la capital y abandonó a Mario y a sus dos hermanos, que tenían seis y cuatro años en ese entonces.

Su padre, quien es campesino, se hizo cargo de los dos pequeños. Por su parte, Mario abandonó su hogar por diferencias con su papá, quien también comenzó una nueva vida con otra mujer.

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Mario vivió en casa de unos tíos, que le dieron un techo por algunos años, pero no dinero. Este joven trabajó en un centro de lavado, una papelería y hasta en una guardería. Su madre no lo ha contactado desde entonces, apenas se enteró que había entrado a la Escuela Normal y lo felicitó vía telefónica.

Hace una pausa. Dice que es algo que no recuerda con frecuencia. Mario ha aprendido a perdonar a sus padres, procurar más a sus tíos y ver por su familia.

"Por eso me voy a quedar aquí hasta saber de mis compañeros. Aquí me siento seguro y si me van quitar la vida, que me la quiten defendiéndome y haciendo algo".

Tras el secuestro de los estudiantes, Ayotzinapa, la escuela con decorados de líderes comunistas en todas sus paredes y frases de Ernesto El Ché Guevara, ha cambiado de atmosfera. Por momentos la escuela se asemeja a un centro de acopio, a veces a una funeraria y en los últimos días a un mercado de organizaciones que prometen apoyo a los familiares de los desaparecidos, luego de los llantos de padres y madres que se rehúsan a dejar la escuela y que ahora ocupan la cancha de basquetbol.

Miembros de la Policía Federal durante la ceremonia a la bandera que se lleva a cabo todos los días a las seis de la mañana. Foto por Hans-Máximo Musielik.

Los rostro de Lucio Cabañas y Genaro Vázquez, quienes estudiaron en esta escuela y fueron impulsores del Partido de los Pobres en la década de los 70 e inspiración de los jóvenes que han pasado desde entonces por aquí, son ahora cubiertos por las mantas donde se lee "Vivos se los llevaron, vivos los queremos", junto con los rostros de 43 estudiantes.

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El hallazgo de fosas clandestinas en Iguala ya no tiene relevancia para los padres, quienes se han aferrado a desconfiar de cualquier informe que de a conocer el gobernador de Guerrero, Ángel Aguirre, a quien ya califican de asesino.

Los padres han depositado su confianza en un grupo de expertos forenses procedentes de Argentina, quienes trabajan en recabar muestras de las familias, así como datos que serán evaluados y contrastados con los cuerpos que se ubican en las fosas.

Tampoco les importa la llegada de la recién creada gendarmería militar al municipio de Iguala, bajo la orden del presidente Enrique Peña Nieto y mucho menos la búsqueda que iniciaron grupos de autodefensas en esa región el pasado martes.

Una de las fosas examinada por expertos forenses. Foto por Hans-Máximo Musielik.

La esperanza de muchos padres de familia es alimentada por los recuerdos.

Cornelio Flores es campesino, siembra maíz y frijol. Su esposa es ama de casa. Su hijo, también llamado Cornelio, tiene 20 años. Es un bien portado y le gusta la música moderna. Entró a la Escuela Normal hace un año, le gustan las tostadas, las enchiladas y es fanático del futbol, seguidor de las Chivas de Guadalajara.

Cornelio llamó a su papá la noche del 26 de septiembre. El señor, que alcanza los 60 años, con bigote abultado y canas, dice con firmeza que su hijo está vivo, aunque haya sido secuestrado por los policías.

La llamada la recibió a las 11:30 de la noche. Su hijo, del otro lado del teléfono, le dijo que estaba huyendo de policías que lo estaban persiguiendo y que acababan de matar a su compañero.

El señor Flores le dijo a su hijo que corriera y se escondiera. Sigue a la espera de que Cornelio llegue a Ayotzinapa bajo la instrucción que le dio esa noche. Correr.

@melissadps