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'Odile' y mis 72 horas en el paraíso

Cuando uno compra unas vacaciones con nueve meses de anticipación nunca piensa que está comprando un boleto a una de las experiencias más cabronas que puede experimentar una persona.

Cuando uno compra unas vacaciones con nueve meses de anticipación nunca piensa que está comprando un boleto a una de las experiencias más cabronas que puede experimentar una persona.

Si bien, días antes de la fecha de nuestro viaje había reportes de un posible huracán en la zona, la verdad es que pensé (como sucede en algunas ocasiones) que estos fenómenos degradan su fuerza y se convierten en una tormenta/depresión tropical y nada más, así que empacamos las maletas y nos fuimos a San José del Cabo, Baja California Sur, con el presupuesto de que en el peor de los casos pasaríamos un lunes lleno de lluvia encerrados en la habitación del hotel.

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La tarde y la noche del sábado resultaron de maravilla, y para el domingo en la mañana el plan era claro: salir a desayunar, ir a la playa y volver hasta tarde, pero al abrir la puerta de la habitación…

…una fotocopia que mi novia comenzó a leer y solo volteó a decirme: “Esto dice que tenemos que irnos”. La tranquilicé y le dije que bajaríamos a desayunar con calma y ya con el estómago lleno podríamos resolver mejor cómo irnos. Con una tensa calma vimos a muchos huéspedes del hotel desayunando con sus maletas listas y con cierto apuro e incertidumbre, mientras el staff del hotel seguía con esa sonrisa tan servicial que caracteriza a los hoteles de este tipo. En el lobby nos pidieron resolver por nuestra cuenta todo lo necesario para intentar volver el mismo domingo a nuestras ciudades de origen, con la premisa de en caso de no lograrlo, nos convertiríamos en Refugiados —sí, esa palabra con mayúscula y en negritas— y esto cambió todos los planes.

Llamé a mi aerolínea, que no resolvió nada; el vuelo más próximo ofrecido era para el lunes 15 de septiembre al mediodía y el cambio de vuelo costaba unos 3,800 pesos (200 pesos menos de lo que pagué por los dos vuelos redondos MEX-SJD-MEX), una tarifa ridícula y que no garantizaba evitar nuestra suerte de refugiados. Asumiendo que no podríamos salir tan fácilmente de San José del Cabo, nos resignamos a tomar la opción del refugio temporal y nos preparamos con guacamole, alitas y chingos de cerveza; había que pasarla bien antes de pasarla mal, ¿no? Pero el gusto duró poco y como a las 14:30 la primera amenaza real de lo que nos esperaba se hizo presente:

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Una enorme nube negra comenzó a comerse la ciudad, las ventanas chillaban y eso apenas era un ensayo. Entendí que venía algo muy cabrón hacia nosotros y comencé a hacer las llamadas para notificar a la familia; logré hablar con mi madre que ya estaba muy preocupada después de ver las noticias en la televisión, y lo único que me quedó decirle (sin tener remota idea de qué iba a pasar) fue que seguramente vería cosas horribles sobre Odile y que trataría de estar seguro, pero no le garantizaba poder contactarla tras el desastre. El refugio asignado finalmente fue el teatro del hotel. El gerente general y todos sus directores de las distintas áreas dispuestos a ayudarnos nos dieron las indicaciones de Protección Civil, una presentación con proyector y modelos estadísticos sobre el inminente contacto de Odile con tierra, justo sobre nosotros y con rachas de viento de 240 km/h –un puto Fórmula 1 arrasando con todo, pensé.

De las cinco a las nueve de la noche solo éramos unos 350 turistas viendo películas, comiendo y preparando camitas en el piso, hasta nos pusieron la transmisión del Chargers-Seahawks y luego Frozen para los niños; no era un ambiente festivo, pero sí muy relajado. Pero a partir de las nueve de la noche comenzó la destrucción: el viento empujaba las puertas y se requerían unas 15 personas por puerta para detener la fuerza del viento y que no entrara al teatro y se convirtiera todo en un cagadero. Todavía salí al baño ya con las ráfagas de viento que comenzaban a ser cada vez más veloces y sólo se podía caminar tomado de un barandal o una pared.

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Así, de nueve de la noche a las cuatro de la mañana sólo se escuchaba el rugir del viento, cosas estrellándose en todos lados y la sensación de que el refugio seguro podría ser vulnerado en cualquier momento. Y sucedió. Los plafones del teatro comenzaron a caer en diversos puntos, las filtraciones de agua habían causado estragos con un hotel destruido encima de nosotros y había demasiada agua en cada uno de los niveles. Dormir era un deporte extremo, pues siempre había que estar al pendiente de las goteras, el indicativo de que venía pronto otro trozo de plafón al piso.

Finalmente, tras unas seis horas de batallar, la fuerza cesó y poco a poco comenzó a bajar la intensidad del viento, y con ello regresó un poco la calma. A las 11 de la noche del domingo fue la última vez que pude comunicarme con el exterior por vía celular, y a las nueve de la mañana del lunes salí por primera vez a ver la cómo quedó el hotel destruido, del cual podía ver poco, pues el área designada como “segura” dentro del hotel era muy pequeña y no podíamos recorrer el lugar, mucho menos las calles. La desinformación era absoluta y de no ser por la cantidad de personas del staff del hotel, el caos hubiera reinado. La hermosa vista a la playa por la mañana se había transformado en esto.

No había forma de saber qué había afuera, no había líneas telefónicas fijas ni celulares, no había agua potable ni electricidad, aunque en este último punto la planta de energía del hotel funcionó sin problemas durante tres días con cortes racionados para optimizar su uso. Ya por la tarde del lunes, logré subir a la habitación, hacía un calor de la chingada y necesitábamos ropa limpia. Hasta ese momento pude ser consciente de la destrucción que había en toda la ciudad: cuando un hotel de la misma cadena en la que me hospedaba desapareció prácticamente por completo.

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Dicen que todos sus huéspedes fueron evacuados y llevados a un refugio del gobierno, seguro en una secundaria. Y sobre la habitación…

…de habernos quedado en la habitación seguramente no la contamos. Y así, el hotel completo era como una casita del terror, con escombros y muros colgando, cristales rotos y restos de todo tipo, la escena era como una película del fin del mundo.

Durante el primer día posterior al impacto del huracán nos alimentamos con los productos perecederos del hotel (frutas, salmón, mariscos y más) y todo el equipo de la cocina del hotel se comportó como verdaderos chingones, pero ni así uno podía quitarse la sensación de que todo estaba jodido.

El martes 16 de septiembre como a las nueve de la mañana fue la primera vez que tuvimos noticias del exterior, el alcalde de San José del Cabo, José Antonio Agundez, habló en Cabomil con la primera transmisión radial restablecida en la zona desde la noche del domingo, pero sin novedades en realidad, sólo se rumoraba que más tarde Peña Nieto visitaría la zona antes de poder declararla como zona de desastre e implementar el DN-III con el Ejército como soporte ante desastres naturales.  Al mediodía de ese mismo martes, la esperanza de poder salir volvió, el sonido de un avión sobre nosotros daba esperanzas de saber que el aeropuerto estaba operando de nuevo, pero no había información oficial ni comunicación del gobierno con los damnificados. Y así comenzó el ciclo de tráfico aéreo sobre el hotel, todos estábamos como náufragos viendo al cielo buscando el logotipo de alguna aerolínea para saber que podíamos escapar, tanto extranjeros como locales queríamos pensar que el martes sería nuestro último día en Los Cabos, y para algunos suertudos fue así.

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Otros, como yo, no tuvimos la suerte de salir el martes, en parte gracias al tour de reconocimiento del alcalde, gobernador y la comitiva del Ejecutivo Federal para reconocer la zona. Así, un grupo de marinos cortó el proceso de evacuación del hotel y me tocó quedarme entre los cien huéspedes que no pudieron desalojar el lugar ese martes. La cara de frustración entre huéspedes y miembros del hotel (solo unos treinta restantes de la plantilla de más de setescientos empleados) fue lo que nos chingó la esperanza, se me apretó la mandíbula y junté mucho ácido en el estómago, era una mezcla extraña de emociones entre frustración, enojo, desesperanza y no sé qué tanto más. Al saber que nos quedaríamos al menos un día más —los marinos prometieron volver por nosotros, pero con esa cara de quien hace una promesa falsa— decidimos salir a caminar cerca de la zona del hotel, y la destrucción era igual. Los hoteles de enfrente más desmadrados que el nuestro, la Comercial Mexicana totalmente saqueada y llena de barricadas, gente con bates de béisbol y este morrito con casco intentando colarse a saquear lo poco de comida que quedaba; si es que todavía quedaba algo.

Ya con un desgano de la chingada, sin saber si mi familia había podido enterarse de que seguíamos vivos y bien, el resto del martes fue un hastío, ya olía a muerto el teatro gracias al exceso de humedad y restos de basura, comida y el olor de trescientos humanos sin bañarse en un teatro a 35º, así que recuperamos un camastro de playa y decidimos dormir al aire libre, con unos osos gringos de dos metros de altura y de menos unos 130 kilos designados como guardias improvisados del hotel, por temor a que los saqueos se extendieran hacia nuestro refugio. Finalmente, el miércoles por la mañana llegó la Policía Federal con su flamante nuevo cuerpo de Gendarmería a sacar a todos los que quedábamos en el hotel. Camionetas, gente cantando el Cielito Lindo y un lunch de agua, manzana, sándwich y una cajita de cereal era el resto de nuestras provisiones para ir a buscar un avión que nos trajera de vuelta a la Ciudad de México.  Pero en el aeropuerto las cosas no eran distintas, una gigantesca fila de espera para abordar uno de los aviones que llegaban a lo que quedaba del aeropuerto de San José del Cabo daba la bienvenida hostil a los que intentaban escapar. Todos ahí con nuestras maletas, señoras con hijos y viejitos queriendo salir, ya no importaba a dónde, sólo salir.

Durante la espera en la fila del aeropuerto, me pareció ver a muchos locales también intentando alcanzar un vuelo, la gente los veía con mucha hostilidad por robar lugares, pero pensé que en realidad estaban tomando una gran decisión; sin casa y sin alimentos para su familia, no importaba si era Mazatlán, Guadalajara o el DF, cualquier lugar era mejor que quedarse en esos momentos en una ciudad sin control, sin víveres y sin los servicios básicos. Y por fin, a las dos de la tarde del miércoles mi novia y yo alcanzamos un lugar en un vuelo de Aeroméxico al DF, junto con turistas, locales y hasta algunos misioneros de una escuela que habían sido enviados a ayudar a una comunidad, pero su comunidad desapareció por completo. En cuanto aterrizó el vuelo sonaron los aplausos y parecía que me había quitado un enorme peso de encima. Una señora envuelta en llanto al volver al DF dijo en entrevista para el drama televisivo que “el día del Juicio Final se parece mucho a esto”. No sé si el juicio final —si eso existe seguro ha de ser todavía más culero—, pero un desastre natural de esta magnitud es definitivamente una experiencia que cambia tu vida, y eso que yo viví esas 72 larguísimas horas en un paraíso, comparado con lo que la mayoría de las miles de víctimas de este huracán tuvieron que pasar.

Luis todavía escucha aviones y voltea al cielo pensando que vienen a rescatarlo. Síguelo en Twitter: @elmkw