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Viajes

La antigua finca del narco Pablo Escobar es ahora un parque temático en plan 'Jurassic Park'

En 1978, Pablo Escobar compró una enorme extensión de terreno en las afueras de la ciudad, donde empezó a construir la Hacienda Nápoles, el típico lugar donde uno espera que viva el narcotraficante más rico del mundo y que incluía sus animales salvajes...

En diciembre de 1993, antes de que la Policía Nacional de Colombia le metiera un balazo en la cabeza, Pablo Escobar estaba al frente del que probablemente fuera el cártel de tráfico de coca más rentable de todos los tiempos, valorado en unos 25 mil millones de dólares. Uno puede hacer prácticamente lo que quiera con ese dinero, y eso fue lo que hizo Escobar: construir casas para los pobres, hacer que le eligieran para el Congreso de Colombia y controlar la mayor parte del nordeste de Medellín como si de su feudo se tratara.

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En 1978, compró una enorme extensión de terreno en las afueras de la ciudad, donde empezó a construir la Hacienda Nápoles, el típico lugar donde uno espera que viva el narcotraficante más rico del mundo y que incluía sus animales salvajes y todo. Después de su muerte, la hacienda cayó en el olvido y el deterioro durante una década. La gente de la zona saqueó la casa, convencidos de que en sus muros todavía había droga o dinero escondidos, y los hipopótamos se volvieron más agresivos.

Hasta que alguien tuvo la idea de reabrir la propiedad, esta vez como un parque de aventuras. Mantuvieron el nombre, dieron al lugar un aire muy a lo Parque Jurásico y abrieron las puertas al público. Había nacido el destino turístico definitivo para las familias: un parque decadente salpicado de figuras de dinosaurios, hipopótamos y la huella indeleble de un hombre cuyo cártel fue responsable de las muertes de entre 3.000 y 60.000 personas.

Para llegar a la Hacienda Nápoles, hay que coger un autobús que te lleva desde Medellín a la pequeña ciudad de Doradal, a tres horas y media de camino. Desde allí, un autorickshaw lleva directamente a la entrada. La puerta principal sigue tal cual la concibió Pablo: la Cessna cargada de coca en la que voló por primera vez a los EUA da la bienvenida a los visitantes, encaramada orgullosamente a la puerta. Los actuales propietarios decidieron pintar la avioneta con rallas de cebra, en un intento por hacer olvidar a los usuarios que una vez perteneció a uno de los capos de la droga más famoso del mundo.

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Había organizado un encuentro en el parque con mi amigo Ilmer, que vive en la vecina Puerto Boyacá. Cuando Pablo murió, Ilmer tenía 12 años. Me dijo que muchos en la zona todavía se referían a Pablo como El Patrón o “el Boss” (como si del mismísimo Springsteen de la droga se tratara).

Lo primero de lo que te das cuenta al llegar a la Hacienda Nápoles es que es inmensa, jodidamente inmensa.

Para moverte por el sitio necesitas uno de esos autorickshaws que sus dueños tan acertadamente han pintado con las mismas rayas de cebra que hay por todo el parque. Aunque están en consonancia con la temática del parque, quizá encierran un guiño al difunto Pablo. Hay una historia que las gentes de la zona adoran —y que ha sido llevada a la pequeña pantalla con la serie colombiana Escobar, El Patrón del Mal—, según la cual las autoridades de Bogotá incautaron todas las cebras que iban destinadas al zoo de Escobar. El narco envió a sus hombres para recuperarlas, sustituyéndolas por burros a los que habían pintado rayas blancas y negras.

“¡Podía hacer lo que quisiera!”, me cuenta Ilmer entre risas. “¡Tenía mucho dinero!”

Hoy en día, pasar un día en su antigua propiedad cuesta 32.000 pesos (11,95€), o un poco más si quieres acceder a alguno de sus varios parques acuáticos.

“La DNE [Dirección Nacional de Estupefacientes] realizó una operación en la hacienda”, explica Ilmer. “Pero cuando se llevan a cabo este tipo de operaciones contra los grandes narcos, a menudo se olvidan del  sitio mismo y lo abandonan durante 15 años o más. Luego vino alguien —una empresa privada— alquiló la propiedad y ahora la están llevando ellos”.

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Inicialmente, Pablo compró cuatro hipopótamos al Zoo de San Diego en 1981, un macho y tres hembras. Ahora el parque tiene 40 especímenes, todos descendientes del mismo semental, que sigue disfrutando de su apacible vida como cabeza de familia.

Me imaginé que los dinosaurios que pueblan todo el parque los habría hecho el fan de Spielberg que estuviera al mando de todo el cotarro, pero resulta que estas piezas también formaban parte del mobiliario de la hacienda de Escobar. Por lo visto los puso para que sus hijos pudieran jugar con ellos, lo cual corrobora la teoría de que no hay nada más divertido que un padre narco con dinero a porrillo para derrochar.

Aunque la mujer y los niños de Pablo iban a la Hacienda Nápoles de vez en cuando, él prefería que se quedaran en la casa de Medellín mientras él se montaba opulentas fiestas en la hacienda, haciéndose traer mujeres de todas partes de Suramérica para entretener a todo aquel al que quisiera influir, fueran policías de alto rango o autoridades del gobierno.

Diseminados por todo el complejo se ven varios de estos dioramas de dinosaurios en plena lucha. Como este, por ejemplo, un tricerátops asestando una cornada a un T-rex en la ingle.

Aquí tenemos varias otras cosas que estoy casi seguro que son obra del mismo maniaco responsable del zoo de animales disecados palestino.

A Pablo le encantaba la cultura europea, de ahí el nombre de Hacienda Nápoles, acuñado tras un viaje que hizo a la ciudad italiana. Además, Pablo regresó de Europa con una afición por el toreo, lo que le llevó, por supuesto, a construirse su propia plaza de toros con capacidad para 500 personas.

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Los actuales propietarios han convertido el ruedo en una exposición de dudoso interés sobre África, aderezada con gigantescas caricaturas de aborígenes y un mural de personajes africanos célebres que empieza con Mandela y continúa con fotos de Charlize Theron y Didier Drogba.

Para los nuevos inversores, debió de haber sido complicado decidir qué hacer con todo el legado del capo, amado y odiado por igual, que creó el complejo. De hecho, quizá sea esa la razón por la que en ninguna parte se menciona a Pablo, a excepción del museo que se encuentra en el centro del parque, dedicado enteramente a El Patrón.

Aquí tenemos su colección de coches clásicos, destrozados durante el bombardeo de su casa de Medellín por parte de sus rivales del Cártel Cali, en 1988. Una vez apagado el incendio, En señal de desafío, Pablo trasladó todos los coches calcinados a su nueva propiedad, lo que confería a su hogar una pincelada de glamour decadente único.

La existencia de un museo dedicado a la vida y obra de un señor que asesinó a 30 jueces y a 457 policías y que cuenta con la aprobación del gobierno podría generar cierta arrogancia. Por ello, para dejar bien claro a quién va dedicado el lugar, sus nuevos dueños colgaron, en la entrada del museo y coronados por las palabras Triunfo del Estado, una foto en la que Pablo aparece vestido de bandido mexicano, el cartel en el que se anuncia su búsqueda y una foto de su cuerpo sin vida.

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La casa se encuentra prácticamente en el mismo estado en que quedó tras la visita de la gente de la zona en busca de los tesoros ocultos de Escobar. Pero hay fotos en las paredes que muestran la época dorada de hacienda Nápoles, al Patrón chapoteando en la piscina o vestido de príncipe árabe.

Por supuesto, tanta nostalgia necesita una contrapartida, así que los nuevos encargados del complejo hicieron un trabajo fantástico con este recoleto rincón de crueldad.

Por si no lo apreciáis del todo, se trata de una foto del Lugarteniente Coronal Hugo Aguilar, triunfante sobre el cuerpo de Pablo. De las otras paredes cuelgan fotos en blanco y negro de los policías asesinados por Escobar.

A pocos metros de la entrada principal se encuentra el aeródromo privado de Pablo, construido para volar directamente a diversos puestos de avanzada en el norte, como la base de la isla de Cayo Norman, en las Bahamas.

La pasta de cocaína, procedente de Perú, se refinaba en Medellín y luego se transportaba a este lugar y se almacenaba en pequeñas casetas, desde donde Pablo distribuía entre 70 y 80 toneladas del polvo blanco cada mes.

Mientras paseábamos por el aeródromo, Ilmer me preguntó, “¿Tú crees que Pablo tenía una mente brillante o delictiva, para construir todo esto?”. La respuesta es: ambas cosas. Si bien el museo es un crudo recordatorio de toda la gente que murió a sus manos, ese hombre cruel no concuerda con el personaje del que los lugareños todavía hablan como su propio Robin Hood.

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“La exposición de su casa es un intento por lanzar un advertencia al mundo para que lo que él hizo no vuelva a repetirse, pero la gente del lugar lo ve de otro modo”, comenta Ilmer. “Ellos ven a Pablo como un héroe. Creen que era un buen hombre porque lo ven justo. Si alguien se portaba bien con él, él también se portaba bien con ellos. Si lo traicionabas, entonces sí que salía su lado malvado”.

Por lo que sabe Ilmer, la muerte de Pablo no afectó demasiado al día a día del narcotráfico de la zona de Medellín. Los únicos cambios significativos se notaron cinco o seis años después, con la ruptura de un acuerdo de los paramilitares con el gobierno, según el cual los líderes solo debían cumplir condenas de cinco años de prisión por los asesinatos de cientos de personas.

“Puerto Bocayá, donde yo vivo, era una zona ilegal”, me cuenta. “Allí se producía cocaína y había un cártel que traficaba con gasolina robada de Ecopetrol, la mayor petrolífera de Colombia. Todo el dinero que se movía allí era ilegal. Ahora, en general, las cosas están mejorando en Colombia”.

Pero esa situación se sostiene en un equilibrio precario. “Están volviendo a liberar a algunos paramilitares, y no sabemos si continuarán con lo mismo”, me cuenta. “La gente se acostumbra al dinero fácil”.

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