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Página de Ficción: Los hijos de San Jérôme

El maullido los paralizó a todos. Está recostada en la cama ginecológica. Las rodillas flexionadas con los tobillos pegados a la cadera. La misma posición que le ha traído hasta este momento. Una sábana gruesa la cubre. No puede ver lo que pasa al otro...

El maullido los paralizó a todos.

Está recostada en la cama ginecológica. Las rodillas flexionadas con los tobillos pegados a la cadera. La misma posición que le ha traído hasta este momento. Una sábana gruesa la cubre. No puede ver lo que pasa al otro lado pero igual cierra los ojos. Otro maullido agudo y prolongado devuelve a los presentes a la realidad. Alguien le coloca una máscara para anestesia. Aprieta los párpados con todas sus fuerzas. Tengo un gatito, tengo un gatito; repite en silencio hasta que se queda dormida.

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Los gritos se habían escuchado a todas horas. Desde su camilla podía ver la entrada a la sala de partos. Podía ver a esas mujeres con barrigas monstruosas y absurdas. Unas barrigas que las engulleron de a poco, elevándose tiranas y déspotas, aumentando su asedio cada día hasta tenerlas sitiadas ahí. Podía observar el triunfo de las barrigas. El desprecio con que las mujeres eran desechadas después de ser sometidas a la degradación final. A la humillación feroz del alumbramiento. De la preeclampsia. De la fiebre puerperal. Desgarros. Fluidos malolientes. Carne. Los pequeños predadores entonces ascendían a la cima. Carroñeros. Engullían las vísceras, el tejido muscular, quebrantaban los huesos. Devoraban. Toda esa violencia. Todo ese dolor. De cuando en cuando una falla en el ciclo. Un poco de justicia. Barrigas que eran serradas. Barrigas que abiertas en canal se desbordaban de tejidos. Una composta de sangre, placenta, feto.

Una mujer llora a su lado. Se llama Sara y tiene la costumbre agradable y nerviosa de esconder el rostro en la almohada con cada espasmo. Sus cejas se unen al centro cuando sobreviene una nueva acometida de lágrimas en un gesto dramático y sombrío.

Sara perdió a su hijo; perder es un eufemismo con el que los médicos acusan a las madres. Usted lo perdió. Como si el crío tuviera seis años y entonces ella lo olvidara en un punto entre el parque y el camino a casa. Perdido. Como si la responsabilidad por un mal corte, por un cordón umbilical que ahoga o un aumento en la presión arterial, recayera en la mujer que en absoluta indefensión, revienta sus entrañas ante un grupo de desconocidos.

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Sara llora.

El hijo tenía una malformación congénita que fue detectada, pero ella y el marido rechazaron el aborto eugenésico. Querían a su hijo aunque le faltara meLA dio cerebro, aunque nunca pudiera hablar, o caminar, o dejar de embarrar sus heces y sialorrea en el amoroso regazo de Sara.

Piensa en su propio hijo. En su propia barriga inmensa. En las contracciones y la dilatación. En el médico internista que hace rondas y le descubre el vientre y luego le introduce un dedo o dos. Durante la última revisión giró esos dedos muy despacio, con los ojos clavados en su entrepierna abultada. Se humedeció los labios con la lengua. Está segura de que si le hubiera puesto la mano sobre el pantalón lo habría sentido duro. Todos están siempre duros. Esa dureza le aturde. Si su hijo es hombre siempre estará duro también. Espera que sea una niña. Así no tendrá que huir a cada momento. Nunca ha podido escapar de esa dureza. La atrapa. No, mejor quisiera un gato. Quisiera no tener esa panza que la oprime y la hunde en la camilla. Un gato que busque el lugar más cómodo sobre su cuerpo, amasándolo con sus patitas. Que camine sobre ella y la acaricie con una cola larga. Con el pelaje suave. Y con bigotes que vibren cuando ronronee.

Sara ha dejado de llorar. La pone incómoda ver su nariz tan hinchada. Tan roja. Parece que le hubiera crecido una barriga en medio de la cara. Como si su nariz fuera a romperse en cualquier momento para entregar al hijo deforme tan anhelado. Ahora Sara descansa. Su respiración es plácida. Su rostro ya no se hunde en la almohada para ocultar los mocos o la saliva o para ensordecer el estruendo de sus sollozos. Está muy quieta. La vista perdida en la lámpara fluorescente. Su brazo extendido con el catéter clavado en la vena más gruesa y el tubo conectado a la bolsa con suero. La nariz se ensancha al inhalar. Su pecho sube y baja, relajado, avanzando torpe hacia el umbral de la resignación.

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Sara murmura.

Como impele su bíblico nombre, Sara está rezando.

Su letanía es dedicada a San Jérôme, el santo de los bebés no nacidos. El nuevo santo pro-vida. El profesor Jérôme Lejeune. El mayor detractor del aborto, sobre todo del aborto eugenésico en el mundo. El mayor detractor de la píldora del día después y del uso del dispositivo intrauterino por su capacidad abortiva. Amigo íntimo del cardenal-arzobispo Karol Wojtyla, futuro San Juan Pablo II. El profesor no usaría un condón en toda su vida y suponemos que el Papa tampoco. Habría que rastrear a los monaguillos de la casa pontificia para enterarnos. Así, entre otras glorias, nuestro Jerónimo ha sido el más grande genetista francés de la historia. Descubridor de la trisonomía 21 e incordiador de la Organización Mundial de la Salud a quien acusó, apoyado de una horda de católicos llorosos, de haberse transformado de una institución para la vida, en una institución para la muerte.

Lejeune era propenso a las frases afectadas.

Es 1963. Lejeune cree que Dios está en los mongoloides y retrasados. En el daño cerebral. En lo deforme. Dios habita en sus creaciones retorcidas y abandona a las otras, puesto que no lo necesitan, faltaba más. Lo necesitan las criaturas amorfas. Aquellas cuyo destino es el sufrimiento. El profesor biólogo genetista especializado en ciencia prenatal Jérôme Lejeune está seguro de que Dios envuelve en su gracia a todos aquellos que él requiere en sus investigaciones. A todas esas madres que llevan dentro la alteración del inicio de la vida como suponemos debe ser. Lejeune está seguro de que Dios lo envuelve. Dios le envuelve la verga cuando se folla putas adictas y embarazadas a las que convence de no abortar y entregar a sus bebés a la ciencia. A él.

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No nos detendremos en el curioso hecho de que 97 por ciento de las mujeres que se sometieron a sus experimentos murieron en su laboratorio. El otro tres por ciento quedó estéril y con múltiples daños físicos y psicológicos. Una belleza ese Jérôme Lejeune.

A Jérôme le debemos también otro descubrimiento hermoso.

Atentos.

Descubrió, diagnosticó y localizó la causa del síndrome que lleva su nombre. Síndrome de Lejeune. Una delección o pérdida de material genético del brazo corto del cromosoma 5 (llamada monosomía 5p).

El 11 de abril de 2012, el profesor Lejeune fue beatificado y canonizado. Nuestro único santo antiabortista.

Los gritos amainan; han llevado a Sara al piso de recuperación y el médico internista recibe nuevas y escalofriantes barrigas infladas. Ella sabe que en cualquier momento ingresará a expulsión. Su barriga palpita. Tranquila como una bomba. La cubre con sus manos. Dentro, hace meses que —a causa del padre de su hijo, dueño de un espermatozoide portador de la translocación que reorganiza y suprime los genes y en particular produce monosomía 5—, su bebé está listo para presentar los siguientes síntomas: ojos notoriamente separados y caídos, crecimiento lento, bajo peso, orejas implantadas cerca de la quijada, fusión de las membranas en los dedos de manos y pies, una sola línea en la palma de la mano, microcefalia, micrognacia, profunda discapacidad motora e intelectual y lo más importante, inmadurez de la laringe con desarrollo incompleto de la epiglotis y relajación crónica de los pliegues de mucosa que la recubren, produciendo un llanto característico. Al síndrome de Lejeune se le conoce comúnmente como cri du chat.

Maullido de gato.