Mi parto fue una historia de terror

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Mi parto fue una historia de terror

A muchas mujeres de Colombia parir las deja heridas para siempre.

A muchas mujeres de Colombia, el hecho de parir un hijo las deja heridas para siempre. No hay denuncias, no hay relatos televisados. Solo nacimientos marcados por la humillación, la soledad y los ultrajes que se callan y se reproducen día a día en las salas de maternidad. Así lo viví yo, así fue el violento nacimiento de mi hijo:

La sala de partos de este hospital universitario de Bogotá es hoy una fábrica de llantos… y niños. Nacen, nacen y nacen. Las mujeres lloran, lloran y lloran. Solas.

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Es la madrugada del 15 de septiembre de 2014, la cuarta que paso en esta sala de partos desde que fui diagnosticada con preclamsia, esa enfermedad temida y potencialmente mortal que sólo ataca a las mujeres durante el embarazo. Yo tengo ese día 37 semanas y seis días de gestación y es hora de parir: la enfermedad ha comenzado a dar muestras de severidad.

El ritmo de esta noche ha sido frenético. Veo en esas pocas enfermeras el agotamiento: no hay suficientes para cambiar sábanas, monitorear barrigas, sueros, bacinicas o medicamentos. Mucho menos para contener o asistir emocionalmente a alguna de las que esta noche parimos.

He gritado mucho, sin consuelo. Y en cambio, se burlan de mí. "Parece una loca", las oigo decir entre risas pero extenuadas. Tenían más ánimo cuando le dijeron a una joven de 18 años que paría a su tercer hijo "hágale mamá, que usted ya tiene experiencia, ¿cómo para abrir las piernas sí pudo?".

Mi cuerpo es un caldero, hierve como una hoguera inconsolable y tengo sed, una que nunca antes había padecido. A una de esas burlonas vestidas de verde le insisto de nuevo: suplico a la enfermera que ponga una toalla húmeda sobre mi frente porque me quemo: me quemo por dentro.

El calor lo produce el medicamento que desde hace unas horas me administran para inducir el nacimiento de Martín. Ella podría ayudarme. También podría hacerlo alguno de mis familiares, si se los permitieran. Pero no saben de mi suerte o la de mi hijo desde ayer en la tarde: llevo muchas horas sola, gimiendo, y nadie escucha.

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Aunque mis gritos los tienen hartos, siguen negándome una epidural, la anestesia que durante un parto se le administra a las mujeres. La he suplicado, aferrándome a su mentira publicitaria ––"Hospital libre de dolor"–– pero el quirófano no está disponible.

Una nueva ronda de estudiantes se acerca. Son un ejército de títeres que recitan la historia médica de cada una y cumplen las órdenes del doctor salvaje, ese sombrío hombre de ojos muertos que esta madrugada es el jefe. Ojalá pudiera recordar su nombre, ojalá estuviera anotado en alguna de las 14 páginas que tiene mi historia médica. Pero no, es el verdugo anónimo.

A su orden, llegan los instrumentos necesarios para romper la bolsa amniótica. Un gancho plástico de 20 centímetros y una bacinica, donde brotará la sangre y la placenta. Todo es muy confuso.

Fuera de mí todos son fantasmas: siluetas deformes de seres anónimos que farfullan dosis y procedimientos como diálogos en una película de terror, seres macabros, molestos, que escupen la ira que les producen mis clamores.

Y entonces, llega el miedo: el más angustioso miedo que haya experimentado en mi vida. Me deshago en gritos, en súplicas. "No, por favor, no". Me ahogo entre mis babas, rabiando, luchando.

El verdugo me exige callar y envía a sus títeres a que sostengan mis manos y mis piernas a la fuerza. "No, por favor, no". Estoy desnuda, aturdida, sometida. Muchos ojos me miran, muchas manos me obligan, pero nadie me ayuda.

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El salvaje desenvaina su arma y la introduce con rabia en mi vagina. Y ese largo punzón, en medio de la lucha, deja de ser un instrumento quirúrgico y se convierte en un cuchillo con el que cercena, en un falo sintético con el que me fuerza, con el que me ultraja como nadie lo hizo antes. Terrible instrumento de vejación. Solo puedo pensar en Martín, en que no lo lastime. "Por favor, no lo lastime".

El líquido brota rojo, abundante. Y nado sobre mi propia oscuridad, sintiéndome una res eviscerada. Nado sobre mi desdicha.

***

La dilatación no avanza. Otra mano desconocida me toca, y aunque esta vez no es brusca, no la quiero. Soy una fiera herida, desentrañada. Luego de 14 horas de impotentes quejas, al fin me llevan a la sala de cirugía para administrarme una dosis de anestesia. Pero el camino al alivio momentáneo se convierte en una nueva escena de esta pesadilla: los fantasmas con bata blanca detienen la camilla porque hay otra paciente que requiere atención urgente.

Durante largos minutos, maldecidos todos ellos, me dejan a mi suerte en un pasillo con la baranda de la camilla abajo ––a riesgo de caerme por los vuelcos del dolor––, con la bata abierta, violentada por el salvaje y sola. Pido ayuda con todas mis fuerzas. Uno de los estudiantes me ve de lejos y grita "quédese quieta que se va a caer, mamá". Sube la baranda y me pregunta el número de mi cama para trasladarme de regreso al infierno. Sin medicina ni alivio.

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Cuando se cumplen las 18 horas desde el inicio de la inducción del parto y las contracciones, acude un anestesiólogo para administrarme una dosis raquídea, advirtiéndome que es algo que se debe hacer en el quirófano, pero no hay turnos disponibles. Este medicamento tiene un efecto inmediato pero corto y, en esos breves minutos de alivio, sonrío. Es una risa macabra, un gesto tétrico que dura tan solo 15 minutos.

Ahora es mediodía y hay un nuevo médico en la sala de partos. No reconozco su rostro ni él mis gritos. Quizá pueda ayudarme. Le ruego y se compadece. Me indica que hará otro tacto y si la dilatación no ha avanzado me practicarán una cesárea. He avanzado tan solo tres centímetros después de casi 24 horas.

Me envían al quirófano para practicarme una cesárea de emergencia. Ya la habían ordenado ayer en la mañana, pero una obstetra me la negó cuando pasé la puerta hacia la sala de partos. "Ese bebé no nace mientras yo esté aquí", me dijo. Es curioso que el único alivio para esta enfermedad sea desembarazar y ella me lo haya negado.

***

Llegué a ese hospital universitario por recomendación del médico que siguió mi proceso de gestación en la EPS, y con una orden de parto de alto riesgo por mi trastorno de ansiedad y el hipotiroidismo. Su promesa era creíble: por ser un hospital de alta complejidad, yo tendría toda la atención que requiriera, incluido apoyo psiquiátrico y disminución del dolor.

Aunque la primera vez que la visité, un mes antes de mi parto, esta institución se ufanaba de ser un "hospital libre de dolor", el psiquiatra nunca llegó ni tampoco la epidural. Falsa publicidad.

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Fui hospitalizada dos veces, en suma cinco días con sus noches. El primer ingreso fue del jueves al sábado, por alerta de cifras tensionales altas, sospecha de preclamsia o hipertensión gestacional. El segundo, el domingo en la mañana, pocas horas después del alta, con síntomas de severidad y la orden de 'desembarazar inmediatamente', lo que tampoco sucedió.

¿Por qué me enviaron a casa con un diagnóstico confirmado de preclamsia? No lo sé. ¿Por qué esa obstetra me obligó a pasar las horas más dolorosas de lo que llevo de vida, con una orden de cesárea de urgencia? ¿Por qué si Martín estaba a término y la única manera de curar esta enfermedad es dar a luz el bebé, me hicieron pasar 5 días en el infierno?

Tampoco lo sé.

***

El turno de la obstetra que no quería ver nacer a mi hijo todavía terminó un rato después de su sentencia caprichosa y yo me quedé ahí con cefalea intensa, cifras tensionales altas y proteína en la orina, tres criterios de severidad de esta enfermedad. Me quedé para que me violentaran y para que, al cabo de 24 horas de una fallida inducción del parto, me hicieran finalmente una cesárea. Qué desperdicio.

El quirófano aterra: luces, navajas y zumbidos de monitores. Bip, bip, bip. Mi ansiedad despierta y el dolor de las contracciones es cada vez peor. A pesar de que ya estoy sobre la mesa de operación, debo esperar muchos minutos más: el anestesiólogo está tomando café.

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Es en serio: está tomando café. Y yo arriba de esa mesa de operaciones no puedo siquiera sacar el diablo a punta de gritos, porque corro el riesgo de caerme. La superficie es mucho más estrecha que la de una camilla común y debo quedarme quieta, apretando los quejidos y acallando el miedo. Falta poco, me digo. Falta poco.

El salvaje es el encargado de practicarme la cesárea. Satisfecho por la cafeína, el anestesiólogo va a lo suyo y yo siento venir el pánico, siento que se acabó mi aguante y que, pese a todo lo que he pasado, esa extraña sensación de la anestesia adormeciendo parte de mi cuerpo es lo peor de estos días negros. Así es la vida para quienes sufrimos de ansiedad.

Al médico de ojos muertos, el salvaje, le pido que me dé su mano, la necesito para soportar esto. Me mira negro, hostil y refunfuña: "si le doy la mano, ¿cómo la opero?". Maldito.

***

Recuerdo las palabras del médico de la EPS cuando me dio la orden de parto, unos días atrás: "está listo, puede nacer cuando él quiera", y me reprocho a mí misma por no haber pagado el parto en una clínica privada.

Pero, la violencia obstétrica no es un tema de estrato social o de categoría en la seguridad social. La violencia obstétrica nace en las prácticas.

Esas en las que, pienso yo, enfermeras y médicos agotan sus días ya sin pensar, hundidos en el tedio y la rutina. Somos reses, histéricas, quejumbrosas, inexpertas y ellos máquinas de recetar y hacer parir. Sus actos se justifican, se tragan y se soportan en silencio porque hay una relación de poder, como pasa en la violencia de género.

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Yo no supe de mi madre, el padre de Martín o de todos los que esperaban su llegada durante más de 18 horas. Ellos tampoco supieron de nosotros. La violencia es un daño que se produce "por acciones, lenguajes pero también silencios y omisión", como continúa la definición.

Mi mamá recuerda esas horas con un dolor que solo sabe una madre y no es un drama simple: una de sus mejores amigas falleció por preclamsia. Es apenas obvio que el silencio le permitiera la fatalidad, la angustia inenarrable.

Violencia es sacar a ocho mujeres embarazadas a un pasillo y armar con ellas una incomprensible fila de sillas de ruedas para esperar el turno de una ecografía. Ciento ochenta minutos semidesnudas, con frío y cargando líquidos sobre las piernas.

***

El pequeño Martín nace al fin. 2,790 gramos, 51 centímetros, mucho pelo y un llanto agudo que bien podría confundirse con el maullido de un cachorro. Yo soy la gata herida, su madre herida.

Yo parí un hijo vivo y sano, pero el dolor nunca cesó. Lo llevo piel adentro, exacerbado en mi mente a consecuencia de este trastorno de ansiedad que en buena medida limita mi vida.

Pero la violencia no acaba cuando uno termina de parir.

Violencia es levantar a una mujer que recién parió por cesárea a bañarse con agua fría, por cumplir los quehaceres de una enfermera en su turno. Con dolores terribles, con sonda y líquidos, sangrante, temblando casi al punto de no poder sostenerme, recorrí todo el piso hasta las duchas. No pude reaccionar. Solo me dejé llevar. "Oprímase para que no le vayan a quedar coagulos". Debe ser el baño más doloroso de la historia.

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Violencia es que, después de un parto violento, venga una amenaza, un chantaje emocional rastrero que dispara mi ansiedad y me hace sentir culpable. "Se lo vamos a dejar hospitalizado, mamá", hablan de mi hijo una, dos, tres enfermeras de turno. No comía, no se agarraba a la teta porque nació sin el reflejo de succión. "Explíqueme, ayúdeme", les decía.


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Violencia es querer huir de allí y llegar a casa para sentirse confortado, pero esperar hasta las 11:00 de la noche por el alta porque no había sistema. La que fue mi cama era ya de otra paciente. Horas penosas que terminaron en la madrugada, a la calle con un bebé en brazos y un listado de medicamentos abrumador.

Me gustaría contarle a Martín algún día lo que sentí cuando escuché su primer llanto, lo que sintió su padre y su abuela cuando lo sostuvieron por primera vez. El amor infinito con el que lo esperábamos. Pero hoy quiero escribir, en cambio, sobre ese parto violento al que fui sometida porque creo que el silencio le permite a la violencia ir rampante por esas salas de inenarrable sufrimiento.

***

Celebro el segundo año de vida de mi hijo y el mío como madre, aunque resulte paradójico, con este texto que busca gritar lo que yo y otras muchas callamos: fui víctima de violencia obstétrica.