FYI.

This story is over 5 years old.

Cultură

Pasé una semana diciendo sí a todo y acabé en el hospital

Cuando mi orina cambió de color, decidí que era el momento para empezar a pensar mis respuestas.

Nota de la redacción: a Michael le gusta el vino blanco pero odia prácticamente todo lo demás y le gusta hacerlo patente en su canal de YouTube. Este año incluso ha ganado un premio por su vídeo "Mi lista de cosas que odio". Por eso, para él es todo un reto que lo obliguen a pasar una semana entera con una actitud positiva respecto a todo. Que empiece el espectáculo.

Me encanta decir que no. Mi respuesta a la mayoría de propuestas e invitaciones es, o bien "¡No!" o uno de esos "sí" que delatan que miento.

Publicidad

"Michael, ¿quieres venir a mi casa a una alocada noche de juegos?", me preguntó una amiga hace poco por teléfono. Me tuve que esforzar por no soltarle un bufido de gato aburrido al teléfono. Lo único más horrible que una "alocada noche de juegos" sería que me invitaran a ir a un concierto de David Hasselhoff en primera fila. "No, gracias", respondí, pero mi amiga no se iba a rendir. "¡Siempre eres muy negativo!", me reprochó, enfadada. "¡Al menos una vez en la vida podrías aceptar una de mis invitaciones!".

Foto: Dominik Pichler.

Por lo general, no tengo una opinión muy positiva de las personas que piensan que unas cuantas partidas a juegos de mesa son el epítome de una "noche de diversión", pero, de algún modo, mi amiga estaba en lo cierto. A veces me pregunto qué pasaría si siempre dijera sí . A todo.

Así que me decidí a poner en marcha un experimento: durante una semana diría que sí a todo lo que mis amigos me propusieran. Seguramente acabaría aburrido de partidas de Yatzy, pero, ¿quién sabe? A lo mejor me la pasaba bien.

Día 1

Es mi primer día de experimento y es bastante difícil decir sí, quizá porque prácticamente no he salido de casa. Pero me sorprendí a mí mismo con una actitud muy positiva ante esos titulares escritos solo para que hagas clic en ellos —"¿Te gustaría saber qué famosos tienen once dedos de los pies?". "¡Sí!"—, pero no es este el objetivo de mi experimento.

Horas más tarde, mientras estaba comiendo con mis amigos, las cosas cambiaron bastante. A todas las preguntas que me hacía el mesero —como "¿Le apetece otra copa de vino?" o "¿Le gustaría probar nuestra creme brûlée?"—, yo respondía con un sonoro "¡Sí!", mientras dedicaba a mis amigos una mirada de complicidad, con la esperanza de que alguno de ellos apreciara mi recién hallada joie de vivre .

Publicidad

Foto: Dominik Pichler.

Desgraciadamente, un "¡Vaya, Michael, esta noche no te privas de nada!" fue lo único que dijeron, lo cual me hizo sentir mal. El vino y los postres a duras penas van a ampliar mis horizontes. Como mucho, ampliarán el contorno de mi estómago. Decidí poner más empeño en procurarme nuevas experiencias.

No tuve que esperar demasiado. Al llegar a casa, vi que había recibido un mensaje del editor de una cadena de radio que quería hacer un programa en directo en redes sociales al día siguiente. Me preguntó si estaba interesado en participar como invitado espontáneo en el programa. Cuando vi las palabras "radio", "directo" y "espontáneo", tuve que contener las ganas de echar la creme brûlée sobre el teclado.


Relacionado: Me vestí como idiota en la semana de la moda para ver a cuántas personas engañaba


Para alguien que sufre miedo escénico cuando tiene que hacer un pedido largo a la pizzería, la idea de hablar en un programa de radio en directo es horripilante. ¿Y si suelto un ronquido cuando me río y me oye todo el país? ¡Da igual! Me han dicho varias veces que tengo "cara para la radio", así que escribí mi respuesta: "¡Claro, me encantaría!", y la envié.

Día 2

De camino a la radio, me sentí como cuando estoy a punto de quedar con alguien para coger: nervioso, algo escéptico y absolutamente preparado para salir disparado por la puerta si las cosas se tuercen.

Después de saludar a todos, me trajeron un vaso de agua que no tardé en derramar por la mesa. La mesa de control se salvó apenas… ¡Una de las clásicas cagadas de Mikey! No se me da muy bien el lenguaje corporal, pero de alguna forma sabía que los presentes en esa sala ardían en deseos de matarme a microfonazos.

Publicidad

Foto: Alexander Wagner.

Aparte de ese pequeño desliz, mi participación en el programa sorprendentemente fue como la seda. Solté un par de frases sarcásticas y atendí llamadas de los oyentes, mientras reía a carcajada limpia y decía cosas como "¡Ja, ja, ja, Tamara, eres muy chistosa!", aunque lo que hubiera dicho Tamara no tuviera nada de gracia. También fui capaz de evitar soltar ronquidos audibles al reír. El día fue triunfal.

Día 3

Mientras paseaba por la calle, pletórico por mi experiencia en la radio, me paró una señora con una carpeta en las manos y me preguntó, "¿Tienes un minuto para hablar de las selvas tropicales?", como si tuviera un oscuro secreto. Normalmente, en estas situaciones, señalaría a la distancia y, a continuación, saldría corriendo en dirección opuesta.

Pero ese día, no: "¡Claro que tengo un minuto!", dije, con un tono de voz demasiado elevado que asustó un poco a la mujer. Empezó a hablar y, cada varios segundos, yo asentía con la cabeza y decía "Mmm", como un robot programado para imitar a los humanos. Estaba receptivo y, a decir verdad, el tema me pareció muy interesante. "Entonces… ¿te gustaría adoptar un árbol?", me preguntó mi nueva amiga al final de su discurso.

Foto: Dominik Pichler.

Lo sé, lo sé, juré que diría que sí a todo. Pero si le daba dinero a esa mujer, debería hacerle una transferencia al príncipe de Nigeria, que también me había hecho una oferta muy atractiva por email ese mismo día.

No le solté un "¡no!" rotundo. "Todo a su tiempo…" susurré misteriosamente, como si fuera la abuela de Pocahontas, que, irónicamente, también es un árbol. Poco a poco me fui alejando de ella y continué mi camino a casa cuando recibí un mensaje de un amigo.

Publicidad

"¿Te apetece que entrenemos juntos mañana?", preguntó. ¡Aggggh!

Mi amigo es muy deportista. Al menos tres veces por semana, va a clases de Crossfit a las 7 de la mañana y lleva meses pidiéndome que vaya con él un día. "Claro", escribí mientras diminutas lágrimas caían por mi mejilla.

Día 4

Yo no soy nada deportista. Si fuera de compras a una tienda de deporte, seguramente me llamarían del banco para preguntarme si me habían robado la tarjeta. Hoy paso menos tiempo diciendo que sí que buscando excusas.

"La verdad es que no me siento muy bien. Quizá es la creme brûlée que me comí hace cinco días", miento. Mi amigo se da cuenta de que me horroriza el Crossfit e intenta convencerme. "No te preocupes, que ahí puedes ir a tu ritmo. Normalmente somos cuatro y el entrenador, y si alguno de nosotros se cansa, los otros lo animan".

Foto: Dominik Pichler.

Me desconcierta que mi amigo crea que me sentiré mejor describiendo mi concepto del infierno. Soy de los que van a correr a medianoche o que corre las cortinas cuando pongo uno de los DVD de ejercicios de Kim Kardashian para que no me vean. Pero aún así quedamos para ir al siguiente día.

Día 5

A las ocho de la mañana entré en el gimnasio, donde el entrenador me saluda con un "Viniste en un mal día".

¡No jodas! Cualquier día que empiece haciendo ejercicio es un mal día , pienso.

"Hoy, en vez de hacer ejercicios distintos, todos vamos a hacer 1,000 kettle bell swings". Las kettle bells son esas pesadas bolas de metal que seguramente usan las mafias para hundir cadáveres en el océano. Un kettle bell swing consiste en balancear esas bolas hacia delante y hacia atrás entre las piernas. En pocas palabras: ¡diversión, diversión, DIVERSIÓN!

Publicidad

"¿Podrás hacerlo?", me pregunta amablemente. "¡Sí!", respondo enérgico, mientras me pongo a balancear la pelota como los otros tres asistentes a la clase.

Foto: Dominik Pichler.

Después de 100 balanceos ya estaba sudando como un pollo y a los 200 empezó a fluir la sangre. La fricción de las asas de hierro contra las manos desnudas hace que estas empiecen a sangrar. Al final de la sesión, tenía las manos como si le hubiera dado un apretón de manos al Capitán Garfio.

"¿Cuántos swings hiciste, Michael?", me preguntó el entrenador después de 30 minutos. "¡Seiscientos!", gruñí.

"Vale, suficiente. Estás sudando más de lo que deberías".

Cuando tu entrenador te dice que puedes parar de hacer ejercicio porque estás sudando demasiado, sabes que eres un deportista de verdad.

Día 6

Volví a pasarme casi todo el día en casa, pero esta vez fue porque no era capaz de ponerme en pie. Incluso la mujer de la carpeta que me acosó días atrás me miró con cara de lástima cuando pasé junto a ella cojeando. "¿Qué pasó con toda esa alegría de vivir que tenías hace unos días?", me preguntó.

Mientras estaba en el restaurante, fui al baño. Una vez en el lavabo, me di cuenta de que mi orina tenía un color que no debería tener. Preocupado, conseguí acercarme a mi médico, donde me hicieron un análisis de sangre.

"Tienes rabdomiolisis", me explicó la doctora. "Significa que se te está desgarrando el tejido muscular. ¿Qué te hiciste?". "Hice una clase de prueba de Crossfit", respondí. En su cara podía ver que la doctora estaba intentando contener la risa.

Publicidad

El autor hospitalizado. Foto por el autor.

Me recomendó que ingresara de inmediato en el hospital para estar en observación esa noche y que me pusieran unas inyecciones para contrarrestar el elevado "recuento de CK".

"¡Sí!", respondí con entusiasmo, como un completo idiota. Decir sí ha sido una de las decisiones más absurdas que he tomado en mucho tiempo (y eso que hace poco me compré un par de Crocs con forro blandito).

Mientras pasaba la noche en una fría y silenciosa habitación de hospital, sin poder dormir por el sonido del reloj y el goteo de mi bolsa de suero, me pregunté si aquello podía considerarse la "nueva experiencia fuera de mi zona de confort" que buscaba. Yo pensaba más bien en cosas como probar quesos exóticos por primera vez o dar de comer a animales del zoológico.

Día 7

La mañana del día siguiente, me dijeron que podía irme a casa, que mis niveles sanguíneos estaban mejorando. Durante una fracción de segundo, pasó por mi cabeza la posibilidad de cantarle a la jefa de enfermeras una versión emotiva del tema "Thank You" de Dido, pero se me pasó enseguida.

Con todo el jaleo del día anterior, me había olvidado de leer el correo, así que aproveché para hacerlo en el vestíbulo del hospital. Además del inevitable spam, había un mensaje de mi amiga, a la que tanto le gustan los juegos de mesa.

Foto: Dominik Pichler.

"¿Te interesa venir a un concierto de ukelele conmigo?" En ese momento me pregunté si mi amiga no se habría suscrito a un boletín titulado "100 cosas horribles que puedes hacer con tu amigo". No me acuerdo cómo es que llegamos a ser amigos.

Estuve a punto de responder con un "¡Sí!", casi como un reflejo, pero me tomé un momento para reflexionar sobre la semana que había tenido. Pensé en la charla íntima que tuve con la chica de la selva tropical, en los balanceos infernales de kettle bell y, por último, pero no por ello menos importante, mi estancia en el hospital.

Así que escribí, "No, gracias" y sentí, por fin, que podía respirar con normalidad. Fue como meterse en la cama después de un largo festival. Envié el mensaje con una amplia sonrisa de satisfacción y salí cojeando del hospital, dejando en mi interior todo ese positivismo sobre la vida que había adoptado durante toda la semana.