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nota roja

Persecución en la Zona Dorada de Mazatlán

Estábamos en busca de un hombre que cobraba por matar personas. Era bisexual y su arma preferida era una metralleta Uzi que dejaba a sus víctimas casi inidentificables.

Fotos por Rose Marie Cromwell de su serie ‘Everything Arrives’.

Estábamos en busca de un hombre que cobraba por matar personas. Era bisexual y su arma preferida era una metralleta Uzi que dejaba a sus víctimas casi inidentificables. Era empleado de una organización muy poderosa con mucho dinero para gastar y todavía más para perder; y de alguna manera, teniendo 23 años de edad, me encontré en Denver a bordo de mi Subaru todo golpeado, vigilando el departamento de la novia del matón; esperando que él apareciera; esperando que no.

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El departamento estaba en el primer piso de un complejo a las afueras de la ciudad. A lo lejos se veía una planicie que llegaba hasta las montañas, entre la neblina del smog, y cada tarde estacionaba mi carro en el cajón frente a su edificio. Allá en Boulder mi novia me había dejado meses antes y yo vivía en un cuarto de motel a la sombra de Flatirons, donde escribía reportajes todos los días; algo que cada vez me hacía menos un participante y más un testigo, pero si hubiera sopesado el riesgo que ahora estaba corriendo, de todas maneras habría aceptado el trabajo. Era joven, descuidado y llevaba el registro de otros, cosas que mi jefe debió haber visto de inmediato que encajaban con el tipo de trabajo que hacía por debajo del agua y con el que a veces necesitaba ayuda: Christof y yo trabajábamos juntos en un centro de readaptación social para delincuentes, a las afueras de la penitenciaría de Cañon City; él también era dueño de un negocio cazafortunas que se especializaba en ir detrás de gente que había hecho cosas terribles. La cabeza de este tipo tenía un precio de 250 mil dólares.

La novia del hombre tenía diez años más de edad que yo. Vestía con pants Nike y llevaba el cabello peinado en una trenza oscura que le colgaba por la espalda. Desde donde yo me estacionaba cada día podía ver directamente su perfil mientras se sentaba sobre el sillón y miraba la tele. Algunas veces leía algo al mismo tiempo, un libro o una revista que ponía en su regazo y cada pocos segundos le echaba una mirada a una pantalla que yo no podía ver. Por la hora del día, yo pensaba que se trataba de telenovelas. También hablaba mucho por teléfono; jalaba el cable desde la cocina que le quedaba a sus espaldas. Cada hora, más o menos, regresaba ahí y volvía a la sala con lo que parecía un plato de yogurt, de galletas o un vaso con algo de tomar. La mayor parte del tiempo veía televisión, hablaba por teléfono y leía algo: todo al mismo tiempo. A veces colgaba, ponía la revista a un lado y caminaba hacia el baño. Yo la miraba encender una luz fluorescente, veía una cortina de baño color rojo que colgaba de ahí, y luego cerraba la puerta.

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Me quedaba mirando y esperaba. Ya era algo a lo que estaba acostumbrado, pero no era yo esperando; era otro yo, el socio de Christof con un nombre falso; así es como se sentía, como si me mirara a mí mismo del mismo modo en que yo veía a unos personajes ir y venir de las páginas, algo peligroso, pues éstas eran personas reales con armas reales, gente que no toleraría que la estuvieran vigilando.

Sobre la bahía de Olas Altas brillaba tenue una media luna. Yo estaba reclinado sobre el malecón mirando las ratas en la playa entre la pálida oscuridad; ahí abajo eran sombras de movimientos que correteaban de las cáscaras de coco rotas a una botella vacía, una hoja de palma marchita y los cadáveres de huachinangos y dorados que han sido arrojados de algún bote cuando el sol aún brillaba sobre Sinaloa y la Sierra Madre y todo este puerto del Antiguo Mazatlán.

Christof estaba de pie a mi lado, vestido con su traje de lino blanco. Medía más de 1.80 y pesaba más de 110 kilos, llevaba un sombrero vaquero de paja. En la oscuridad se le veía más negro el bigote al estilo Dalí de lo que realmente era. Estaba recitando un poema de Neruda en español. El aire olía a pescado muerto, a concreto desmoronándose y a mar.

Habría sido más fácil si hubiéramos encontrado a nuestro asesino en Denver, pero recibimos información del jefe de policía de Estados Unidos de que lo habían visto en Mazatlán; un lugar fuera de su jurisdicción, pero no de la nuestra. El plan era dar con él, luego decirles a los amigos mexicanos de Christof dónde podían encontrarlo, quienes lo atraparían, lo atarían, lo subirían a un bote y se echarían a navegar por toda la costa hasta llegar a San Diego para que los policías y los de la DEA pudieran recogerlo; la jugosa recompensa me parecía tan irreal que ni siquiera pensaba en ella. Ahora estaba reclinado sobre el malecón en Avenida del Mar, bajo la luz de la luna, escuchando a Neruda y el ruido de las ratas y de las olas golpeando la arena. Christof y yo acabábamos de salir de un bar gay llamado Caballo Loco, un lugar donde nuestro asesino había estado varias veces. Era un edificio pequeño de un piso ubicado en una colina con árboles de mimosa y campanilla. Christof me dijo que los mazatlecos les llaman árboles de la muerte. Si bebías del agua cercana a ellos, te volvías loco. Tal vez yo ya estaba loco.

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El bar estaba tibio y húmedo, las persianas estaban abiertas dejando pasar el aire salado. El piso y las paredes tenían azulejos de porcelana en los bordes; eran de color café, con flores azules y racimos de uva pintados, y una rocola en un rincón tocaba a Julio Iglesias, el lugar estaba lleno de hombres, algunos de pie frente a la barra, otros sentados en parejas frente a unas pequeñas mesas de madera sobre las cuales había una lámpara encendida, cascos de cerveza, caballitos de tequila o copas de coñac. Algunos fumaban, otros se besaban o se tomaban de las manos, y a mí no me gustaba nada la manera en que me veía un hombre musculoso que estaba en la barra, de arriba abajo; se quedó mirándome el culo cuando Christof y yo encontramos una mesa libre y nos sentamos.

Christof llevaba sandalias de piel, el traje blanco de lino y una camisa de seda de cuello abierto. Parecía gay y saludable bajo la luz suave de la mesa. Que era lo que se suponía que yo también debía parecer: sólo un turista gay con mi novio en un bar en la playa. De nuevo, la frontera entre mi mundo imaginario con las palabras y el de la realidad se estaba perdiendo, lo que estaba haciendo en este bar en Sinaloa, simplemente dejarme meter en la piel de otro, esta vez de un hombre gay con un nombre que no era el mío, ni si quiera el nombre con el que los agentes federales y estatales me conocían. Poco antes de que viajáramos a Mazatlán, Christof me había mandado a Denver para que recogiera las fotos más actuales del expediente de nuestro asesino. Estaba en una oficina del piso 37 de un rascacielos desde donde se veían los llanos y la ciudad de Denver. El agente tenía cincuenta y tantos, llevaba una camisa rosa y una corbata gris, el mango de su pistola era de madera barnizada. Estaba de pie detrás de un mostrador. Me dio la hoja con las fotos. “Ten cuidado. Éstos no son tipos precisamente amables”.

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Le di las gracias y me fui. En el elevador observé con atención la cara del asesino. Ya había visto antes su imagen, pero éstos eran verdaderos close-ups y era como ver la cara de un primo tuyo que había muerto antes de que tú nacieras, con ese sentido que aparecía de pronto de tener algo que te conectaba con él, compartiendo algo que tú no sabías que había en ti. Él tenía 29 años de edad, era de ascendencia italiana e irlandesa, un chico de la calle que había hecho de su resentimiento y coraje su trabajo; era atractivo del modo en que eran atractivos los peleoneros de las zonas industriales entre los que yo había crecido, con alguna cicatriz, alguna rajada o algo roto en la cara: un aspecto de desgaste tan desafiante como un apellido.

Luego estaban los hogares de los pobres. Pequeñas chozas hechas de señales de tránsito abandonadas, fragmentos de los anuncios espectaculares de Carta Blanca o Coca-Cola, con las paredes o un medio techo de lámina corrugada con la otra mitad al descubierto o cubierta por un plástico desgastado de alguna construcción o una tela. Al lado de una de estas chozas estaba estacionada una camioneta Datsun pick-up, con dos niños en cuclillas bajo su sombra, jugando sobre la tierra. Estaban descalzos y no traían playera; su cabello negro estaba polvoso y jugaban con piedras y trozos de tornillos oxidados. Luego anduvimos por las calles estrechas de Mazatlán, los muros de piedra y yeso de las tiendas y las casas, varias con los patios cerrados bajo las sombras de palmas cocoteras, con flores que serpenteaban por los bordes de los muros y se desparramaban por todas partes: salvia cardinal y flor del infierno, podranea y mala ratón. De nuevo eran términos que me decía Christof. Estaba aprendiendo de las palabras que una vez que conoces los nombres de las cosas, las ves claramente por primera vez.

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La ventana del conductor estaba abajo. Podía oler el escape de los mofles de los carros y el olor de las tortillas fritas en aceite del mercado en el Centro Histórico. Aun estas palabras, de un idioma que no conocía, me hacían estar más presente en Mazatlán y entonces cuando Christof me preguntó si quería una cerveza fría me escuché diciendo: “No, quiero estar despierto”.

Ahora la luna estaba baja y Christof y yo caminábamos lejos de las ratas de la playa, de vuelta al hotel. Nos habíamos detenido en el Caballo Loco para beber un trago, el tiempo suficiente para ver que nuestro asesino no estaba ahí. Dos mesas después de la nuestra estaba sentado el único gringo aparte de nosotros en el lugar. Era de baja estatura, con el cabello gris peinado de lado, llevaba una camisa color lavanda, bien planchada y algo desabotonada. Su mano estaba sobre la mano de un mazatleco de mi edad, que tenía un largo cabello negro cortado de un modo disparejo, vestía una playera sucia, unos pantalones de mezclilla rotos y sandalias. Al salir, Christof se detuvo frente a ellos y saludó al estadunidense, que estaba borracho y había comenzado a hablar de sí mismo abiertamente, como si nuestra mera presencia implicara que debía confesarnos que era un profesor retirado de Minnesota que estaba de vacaciones aquí. El mazatleco, al lado suyo, no sonreía. Nos miraba como si lo estuviéramos interrumpiendo en su trabajo.

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Afuera, nos pusimos a esperar nuestro pulmonía, uno de esos taxis abiertos que iban día y noche del Antiguo Mazatlán a la Zona Dorada. Christof me dijo: “El joven ése que estaba con el profesor”.

“Sí, ¿qué con él?”

“¿Es gay?”

“No, es pobre. Hace lo que tiene que hacer”.

Nos bajamos del pulmonía y entramos al Hotel Belmar, con su fachada de yeso rosa y blanca, el arco de su entrada abierto al mar. En un carnaval de 1944 mataron ahí, en el lobby, al gobernador de Sinaloa. Su asesino había usado una pistola calibre .45, las balas aún estaban enterradas en la columna de azulejos después de haber atravesado el torso del gobernador. Ahora, mientras caminaba al lado de esa columna, me detuve y volví a mirar los hoyos del tamaño de una moneda de cinco centavos. Metí los dedos en los hoyos y sentí el frío de la argamasa y la madera, un pequeño fragmento de plomo; había tanto qué saber y qué haber sabido, tanto qué hacer y qué haber hecho, y una sola vida no era suficiente para vivirlo todo.

A la mañana siguiente me senté a la sombra de una palma en el mercado Pino Suárez. Le daba unos sorbos a mi café y veía a Christof que les daba regalos a Los Sordomudos de Mazatlán. Eran chicos que vivían en la calle, el mayor tendría tal vez 18, y como Christof tenía años viniendo a este lugar y hablaba con facilidad español y el lenguaje de señas, se había hecho amigo de ellos, les traía tenis Converse y Nike nuevos, playeras, shorts y calcetines. Lo rodeaban bajo el sol de la mañana; unos doce o más chicos morenos que se reían y hablaban con las manos y los rostros, dos o tres de ellos se asomaban sobre el hombro de Christof para ver qué más traía en su bolsa de plástico para basura. Era claro que esto hacía feliz a Christof; estaba sentado en una banca con el rostro bajo la sombra de su sombrero de vaquero de paja, riéndose, hablando despacio en español para los que sabían leer los labios, entregando caja tras caja a unos chicos a los que tal vez los tenis no les quedarían y que ya se estaban poniendo sin calcetines.

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Había brisa. Podía oler el café y las tortillas, el pescado muerto, el humo del cigarro y el olor dulce del mala ratón. El mercado estaba lleno de hombres y mujeres y muchachos, la mayoría eran vendedores que llevaban su mercancía en carretas; una estaba llena de cortes crudos de carne de res y de puerco sobre hielo, otros llevaban papayas, mangos y plátanos. Desde donde estaba sentado podía ver a un turista alto comprarle un coco a un mazatleco, que lo cortó a la mitad, le exprimió jugo de limón, le echó sal y chile piquín, y se lo dio en un plato de cartón. Algunas carretas transportaban sombreros tejidos que colgaban sobre ganchos, sarapes doblados con rayas naranjas y amarillas y el suave color de la puesta de sol. Había collares de cuentas, crucifijos y figuras talladas de Jesús al lado de un puesto de playeras negras con letras rosas chillantes que decían: Mazatlán. Detrás de mí unos viejos estaban sentados sobre un muro bajo de roca conversando, fumando puros y escupiendo sobre el piso. A sus espaldas había un grupo de árboles banianos, sus raíces grises se extendían hasta sus propios troncos como los fantasmas de ciertos ancestros que se niegan a irse; en las ramas de lo alto había un perico cuyo graznido se perdía con las voces de las personas abajo, el claxon de los pulmonías en la calle, una guitarra que tocaba acordes españoles y eso que pasó a mis pies caminando tranquilamente bajo este sol, ¿realmente fue una iguana? ¿En verdad Christof les estaba enseñando fotos de nuestro asesino a los sordomudos? Sí, lo hacía, porque me dijo que nadie se fija en estos chicos sordos sin hogar. La gente decía y hacía cualquier cosa frente a ellos porque no los veían como seres humanos completos. Pero si les dabas un día y una noche a Los Sordomudos, y nuestro hombre seguía aquí, ellos sabrían en dónde.

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Doce horas después estábamos en el asiento de atrás de un taxi que nos conducía a un camino lleno de surcos. El conductor pasaba por este camino muy despacio, su carro rebotaba al entrar y salir de los hoyos en el terregal, y Christof estaba borracho y cantaba una canción de amor en español. El conductor no le hacía caso. En los meses que tenía de conocer a Christof, nunca lo había visto borracho. Dadas las circunstancias parecía muy extraño que lo estuviera.

Acabábamos de comer tacos de marlin en un restaurante al aire abierto en la plaza del mercado, y mientras Christof bebía margaritas, yo tomaba agua mineral. Mi abstinencia comenzaba a parecerse a una pose, pero me traía una simple claridad, una alerta constante y ahora que sabía que estaríamos cazando a nuestro asesino en el campo, me había puesto nervioso y quería estar lo más preparado posible. Le dije a Christof que me sentiría mejor si viniéramos armados.

“¿Por qué?”

“Porque él lo está, ¿no es así?”

Christof me miró como enfocando y apretó los labios, debajo del bigote. En un restaurante al otro lado de la plaza, un mariachi iba de mesa en mesa, con los sombreros negros acomodados hacia atrás mientras tocaban.

“La energía de las armas invita a más energía de las armas”, me dijo.

“¿Qué?”

“Llevo haciendo esto mucho tiempo. Nunca he necesitado de un arma”.

“¿Y qué va a pasar si lo vemos en este lugar, en el campo?” “Llamamos a mi amigo”.

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“¿Y él tiene armas?”

“Sí, muchas”.

En la mesa de al lado, una mujer estadunidense se reía y se reclinaba acercándose al hombre que la acompañaba. Mantenía un dedo sobre el borde de su copa de vino y le hablaba en voz baja, le sonreía y de pronto me escuché decirle a Christof. “Me da curiosidad saber qué se siente”.

“¿Qué?”

“Pagar por sexo. Llegar a un lugar en tu carro y pagarle a una extraña por sexo”.

Después de cenar Christof pidió un taxi. A las afueras de Mazatlán, a medida que nos alejábamos más del agua y nos adentrábamos en las calles del pueblo aparecían los hogares de la gente pobre; un piso, chozas de dos recámaras de tablones pintados de blanco y yeso cuarteado, de pedacería y piedra detrás de las rejas de cobre oxidado o tablones maltratados, con palmas reclinadas sobre ellas como adolescentes tristes. Algunas no tenían electricidad ni agua corriente y había perros que descansaban sobre la tierra más fresca cerca de las entradas y era como estar en las calles de mi barrio una vez más; todo permeado de un aire de cloaca nauseabundo tal, que aquí sólo podría encontrarse problemas. Ocho o nueve hombres jóvenes se subían amontonándose a la caja de una pick-up, cada uno de ellos llevaba un rifle, una ametralladora o una pistola. Uno llevaba un paliacate rojo atado al cuello. Los podíamos ver bajo el reflejo de las luces mientras arrancaban, dos o tres de ellos se volvieron a mirarnos como si fuéramos un recuerdo olvidado a medias, el viento agitaba el cabello alrededor se sus jóvenes rostros.

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“¿Qué chingados significa todo esto?”

Christof pareció sopesar mi pregunta. De nuevo traía su saco blanco de lino y le preguntó algo al conductor en español. La respuesta fue de sólo dos o tres palabras.

“Sí, sí”. Christof me miró. “Drogas. Una banda contra otra”.

Y ahí íbamos, a través de unos cerros bajos y secos bajo la luz de la luna, moviéndonos dentro y fuera de los baches del camino. Christof estaba cantando “Cucurrucucú paloma”. En algún lugar detrás de nosotros, hacia el oeste, lejos de los hoteles para turistas de la Zona Dorada, esos chicos bien podrían estar disparándole a otros, y si yo hubiera crecido aquí sin nada, ¿qué me hubiera impedido hacer lo mismo? ¿Apuntarle a alguien en el pecho con una pistola y jalar el gatillo era muy diferente que golpearlo y patearlo en la cabeza?

Sí y no, pensé, pero ambas opciones estaban en el mismo continuum en el que caes después de llegar a esa parte de ti que una vez que se rompe se queda así para siempre. Lo que yo sabía, sin embargo, se sentía menor comparado con la manera de vivir y morir de estos chicos, y cuando el taxista se detuvo en frente de un motel medio abandonado en plena oscuridad, me sentí joven y vulnerable y demasiado imprudente en perjuicio mío; sobre todo cuando el conductor del taxi se dio la vuelta y se alejó de nosotros, con las luces subiendo y bajando por el polvo del camino, que aún no acababa de asentarse.

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Estábamos frente a un edificio de ladrillos de adobe. En el rincón más distante, los insectos volaban por una luz exterior que brillaba hacia las plantas y un barril de acero partido en dos. Después estaba el signo de este lugar, tenía las letras demasiado desgastadas para poder leerlas. En el otro lado una suave luz azul iluminaba una entrada abierta. Freddy Fender estaba cantando en a la rocola, y Christof y yo entramos.

La luz azul provenía de un anuncio de neón de un tequila del que nunca había oído hablar. El anuncio colgaba sobre el lado derecho de la barra, el cantinero y los bancos vacíos. Había unas mesas plegables y unas sillas que no hacían juego regadas por todo el salón; estaba tan oscuro que al principio no había visto a las mujeres que estaban sentadas a lo largo del muro, eran 12 o 13. Algunas fumaban y conversaban al compás de la canción de Freddy Fender, y cuando terminó pude escuchar sus voces, el sonido cotidiano de mujeres que hablan en un salón de belleza y entonces continuó la música, algo con más alientos, con ese tono festivo del español que tanto cansa.

Christof y yo nos sentamos a una mesa en el centro del salón vacío. Una mujer se nos acercó; llevaba una playera amplia y unos pantalones de mezclilla y bajo la luz del bar me di cuenta de que era una mujer mayor, tendría cincuenta o sesenta y tantos, el color de su lápiz labial se veía negro bajo la luz azul. Nos estaba explicando algo en español.

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“Sí, sí”, Christof le dijo. Asintió con la cabeza y le dijo algo más, la mujer se dio media vuelta y se fue hacia el bar. Le pregunté qué le había dicho la mujer.

“Las reglas de la casa”.

Volví a mirar a las mujeres. Algunas estaban sentadas, otras de pie. La mayoría vestían faldas muy cortas o vestidos entallados, e incluso en esa sombra azul podía ver la oscura mancha de su lápiz labial y de su delineador. Todas nos estaban mirando fijamente.

“¿Cuáles son las reglas de la casa?”

“Tenemos que escoger las que queramos; eso evita que peleen entre las señoras y las señoritas”.

La mujer mayor puso un brandy frente a Christof y una bebida con hielo frente a mí. Le dije gracias en español y probé un agua mineral con jugo de limón, pero ahora ya no tenía tanta curiosidad como la que tenía en Mazatlán. Escoger una hubiera sido como escoger un corte de carne de algún carnicero en el mercado. Escoger una sería no escoger a otra. ¿Y cómo podía estar haciendo esto? Esto sólo ayudaría a enriquecer al hijo de la chingada para el que trabajaban; esto sólo podría contribuir a que continuara funcionando la maquinaria que las explotaba. Ni si quiera me excitaba estar con alguna de ellas; sólo deseaba saber qué se sentía hacer esto: levantarme y caminar por la oscuridad azul junto a una fila de mujeres que estaban contra la pared, moverme rápidamente hacia la que tenía el cabello corto y una cara bonita, que me sonrió y dejó caer su cigarro al piso aplastando la colilla con su tacón mientras se ponía de pie y me tomaba de la mano llevándome de nuevo a nuestra mesa.

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Lo había hecho antes de que se me pasara el efecto de la adrenalina, antes de que pudiera pensar mucho el asunto.

Había otra mujer al lado de Christof. Era rolliza, con los hombros desnudos y con lo que había en su escote saliéndose del vestido. Hablaba en español más alto que la música, tenía la mano encima de la de Christof y yo no lo había visto escogerla. Después supe que le había dicho a la mujer mayor que sólo yo había venido por las chicas y entonces ella había mandado a otra mujer para que bebiera con él, para hacer que hubiera bastantes tragos en nuestra cuenta.

La mujer que había escogido estaba sentada junto a mí. Olía a nicotina y a lápiz labial y me hablaba en español al oído. Había puesto su mano sobre mi pierna y le daba sorbos a una bebida que pidió tan pronto se había sentado conmigo. La mujer sentada junto a Christof hablaba con más suavidad, sonreía. Christof meneaba la cabeza y también le sonreía. Se veía que él estaba a punto de aceptar algo y entonces pensé en su novia en Denver, una mujer que era dueña de una tienda de ropa para ricos. ¿Se estaba quedando en esta mesa por ella? ¿Estaba esperando que nuestro asesino apareciera? ¿Estaba moralmente en contra de lo que yo hacía? ¿O simplemente estaba demasiado borracho?

“¿Una mamada y una cogida?”, la mujer me apretó la pierna. La miré directamente por primera vez, noté que tenía un diente despostillado y que era mucho mayor que yo; tal vez 35 o 40.

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“Una mamada y una cogida, ¿sí?”

“Sí”.

Nos pusimos de pie y la seguí a través del humo del cigarro de las otras mujeres a quienes no había visto. Salimos por otro acceso y vi una larga fila de cuartos de un motel, en varios de los cuales había un foco rojo o blanco. Las baldosas del piso estaban sueltas y a la derecha había un hoyo rectangular en el piso del que salía pasto como si fuera cabello. Al final del panel que formaba la división alguien había puesto una silla de bejuco de cabeza, con sus cuatro patas apuntando hacia las estrellas y del otro lado había más cuartos, con las ventanas a oscuras; algunas estaban cuarteadas o en pedazos.

Se detuvo y abrió una puerta; yo la seguí adentro del cuarto.

Christof estaba bebiendo Coca-Cola y ya no estaba tan borracho. En el taxi de camino de regreso me habló de nuestro asesino, de cómo tal vez había estado ahí antes o llegaría después, o que quizás Los Sordomudos se habían equivocado de lugar. Yo asentí. El rostro del conductor estaba iluminado desde abajo por una lámpara de pilas que estaba en el asiento del copiloto. Tenía al menos un día sin rasurarse la barba ni el cuello, un rastrojo blanco y en la radio sonaba una de las mejores cuarenta canciones de Estados Unidos que me hizo pensar en camisas de poliéster y bares y en despertar con resaca al lado de una mujer que no conocía.

No había aprendido nada después de haber hecho lo que hice. No se sentía distinto de otros actos hechos sin amor. Estaba el sabor dulce momentáneo de la liberación, luego el vacío, el cuerpo llevando el alma a un lugar donde sólo había ecos. Todo lo que había pasado ahí lo podría haber imaginado. El no haberlo imaginado me había hecho sentir menos de algún modo.

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Este conductor manejaba más rápido que el anterior, íbamos rebotando por los baches del camino, la luz de sus lámparas se meneaba frente a nosotros. A mi derecha había un campo de mezquites y zacates bajo la luz de la luna, mi hombro iba prácticamente empujando la puerta.

Muy pronto pasamos de nuevo frente a las casas de los pobres. Había una nueva canción en la radio, Christof iba pensativo y en silencio. Volví a pensar en los muchachos de mi edad que estaban en la caja de la pick-up y me imaginé a dos o tres de ellos muertos bajo la luna, con la sangre derramándose en el polvo.

Sobre las chozas de un piso y a través de las ramas asfixiantes de los higos aparecieron las luces blancas y amarillas de la Zona Dorada. Luego llegamos a un baño de luz neón y palmeras y a nuestra derecha estaba la extensión de la bahía de Puerto Viejo, iluminada por la luz de la luna. Comencé a sentir miedo; la mujer con la que acababa de estar, el asesino que estábamos buscando, los sordomudos a los que habíamos sobornado públicamente con amabilidad para obtener información, Christof emborrachándose imprudentemente; todo esto comenzó a sentirse como si fuera una duda cósmica que pronto tendría que pagar.

Abrí mi ventana a los olores del pescado muerto y la arena húmeda. Sobre la playa había una fila de botes de madera de pescadores, muchos de los cuales estaban hechos de tablones con un eje y dos ruedas de bicicleta para que los pescadores pudieran echarlos al mar sin ayuda.

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Llegamos rápidamente a las oscuras calles del Centro Histórico, con el conductor orillándose hacia la entrada rosa con blanco de nuestro hotel. Christof le dio lo que parecían muchos pesos y el conductor le dio las gracias tres veces. Después Christof y yo pasamos por el lobby, entre sus enormes palmeras en macetas y columnas con azulejos. Esta vez ignoré la que tenía los hoyos de bala conmemorativos y seguí a Christof por el largo pasillo con azulejos hasta nuestra habitación, pero había algo diferente: un área iluminada que no debía estarlo y la luz venía del lado izquierdo, la puerta de nuestro cuarto estaba completamente abierta, una astilla de la madera del marco estaba en el piso, bajo el umbral.

Christof se detuvo, se quedó quieto y levantó la mano. Este era el momento para tener una pistola. Este era el momento para tener un cuchillo un bat de béisbol o una llave de cruz. Sentía la lengua muy gruesa, entré al cuarto después de él.

Lo poco que habíamos traído a México estaba regado por el piso: camisas, shorts, ropa interior, una novela que estaba leyendo. Los dos colchones habían sido volteados y uno se encontraba de lado con respecto a la base de la cama, las sábanas habían sido arrancadas. Christof se dirigió rápidamente al baño, abrió la puerta de un empujón y entró.

“Estamos solos”.

Yo estaba mirando los billetes de pesos que había dejado junto a mi cuaderno sobre el pequeño escritorio. Christof me había dicho que no llevara conmigo mucho efectivo, por eso había dejado el resto. Pude escucharlo salir del baño detrás de mí. Señalé mi dinero: “¿Por qué no se llevaron eso?”

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El traje de lino de Christof estaba arrugado y sus ojos tenían un tinte oscuro que nunca antes les había visto. Recogió algo que colgaba de un lado: era la hoja con las fotografías de nuestro asesino, las que había obtenido de los agentes de policía de Denver.

“Eso estaba en la taza del baño”.

No tenía qué decirme lo que eso significaba. Una advertencia era una advertencia. Las piernas me temblaban, saqué la silla de bejuco del escritorio y me senté. Pero miraba nuestra puerta abierta, su marco astillado y pensaba qué podría detenerlo de entrar con el arma de su preferencia y aniquilarnos.

Empujé la puerta para cerrarla y atoré la silla contra ella, debajo del mango de porcelana. Christof estaba recogiendo ropa con singular eficiencia. “Alguien le ha hablado de nosotros. Tendremos que irnos por la mañana”.

¿Quién?, me pregunté, pero desde luego, ¿por qué no podría un asesino profesional, alguien que siempre está mirando sobre su hombro, pagarle a alguien más también para que vigilara? Me quedé ahí sintiéndome joven y estúpido.

Me agaché y comencé a recoger mi ropa regada y a meterla en mi mochila, puse la novela sobre la mesa, junto a mi cama.

Dormimos poco esa noche. Cerramos las ventanas y las aseguramos para que no entrara el aire del mar y por lo mismo el aire dentro del cuarto se había hecho denso y encerrado. Christof roncaba en su colchón a unos cuantos pasos de distancia; podía oler el tequila que se había tomado antes, nuestro sudor, el delgado algodón de nuestras sábanas. ¿Por qué nuestro asesino no había decidido deshacerse de nosotros? Estábamos en México, lejos de la protección de las fuerzas de la ley que nos habían enviado. El corazón se me había vuelto un pulsador electrónico detrás de los ojos, y aunque yo nunca había hecho esto antes, el miedo oscuro que se abría en mi pecho y en el estómago no era nada nuevo.

Yo era el hijo de una madre soltera quien, cuando mis hermanos y yo éramos chicos, nos movía de un departamento o casa rentada a otra; hasta tres veces en un mismo año, siempre buscando una renta más económica. Yo era el típico niño nuevo al que golpeaban en el patio de la escuela o en la calle simplemente porque era nuevo. Después, cuando cumplí 14, reaccioné y comencé a devolver los golpes con los puños y los pies hasta que de pronto parecía que eso era lo único que hacía. Luego me convertí en un hombre, escribía diario, intentando convertirme en otras personas a través de las palabras, un acto de empatía constante que había hecho difícil para mí ver a la gente como buena o mala. Sólo podía ver lo gris, esa confusión del deseo humano y la motivación, el daño, la acción y la apatía que conforman la vida. Y ahora me imaginaba a esa prostituta, quien probablemente tenía la misma edad que mi madre, con el foco amarillo sobre su cabeza, cómo me había dicho algo en español y había señalado una banca que estaba contra la pared para que ahí dejara mi ropa, pero debajo de la banca había un par de zapatos blancos de bebé. Y después me miró como si nunca más fuera a volver a pensar en mí; ni siquiera por un momento.

Mientras estaba recostado medio desnudo, encerrado en el calor del cuarto del Hotel Belmar, esperando por nuestro asesino y su ametralladora con mis puños como única arma, me preguntaba por qué había venido a México. Sabía que no era por el dinero, era por lo siguiente: para entrar en el corazón del peligro y después salir de él más fuerte, más grande y más yo mismo.

Pero yo ya sabía lo que era caminar por un patio lleno de niños gritando y corriendo, varios de los cuales la agarrarían contra mí porque era nuevo y no pertenecía a ese lugar con ellos. Ya conocía la violencia que seguiría, y aunque sólo eran insultos y una cachetada o un golpe, algunas patadas en las costillas y en la espalda, conocía el silencio posterior, el temor de más de lo mismo. Años después, luego de tirarle los dientes a un bravucón del lugar, sabía la carretada de jóvenes que iban a pasar en sus carros manejando muy despacio por la gasolinera en la que yo trabajaba, con la promesa de venganza marcada en los rostros. Y ahora esto, la posibilidad no de ser golpeado sino de ser asesinado a tiros. Era extraño que la sensación fuera tan parecida, cómo un mayor peligro no trae consigo un mayor aprendizaje.

Bien entrada la noche, el sueño me venció en contra de mi parecer y de mi voluntad. Entonces Christof me estaba despertando. Ya estaba vestido (y yo también) y fue una larga caminata hasta el corredor iluminado por el sol; las ventanas del hotel estaban abiertas hacia el mar, el sentimiento al desnudo de que ahora éramos blancos fáciles.

Christof y yo éramos los únicos pasajeros a bordo del transporte que nos llevaba a las afueras de la ciudad. Las ventanas estaban abiertas, el conductor fumaba un cigarro, el humo nos daba en la cara, el olor de la flores serpenteaba por las paredes de estuco que encontrábamos, el polvo se levantaba a nuestro paso. Christof se había puesto su traje de lino una vez más y estaba sentado en silencio y con resaca junto a mí, con los ojos, al parecer, puestos en la reunión que tendría con los agentes federales, quienes no iban a estar muy contentos.

Pero yo no me preocupaba por eso; tenía la leve, delgada sensación de que estábamos escapando de algo catastrófico por muy poco. Continuamos nuestro camino internándonos más en el campo y volví a mirar fijamente las casas hechas con muros de ladrillos de adobe a medio terminar, con anuncios espectaculares y hojas de lata. Ahí estaba el Datsun desvencijado, con la luz del sol pegándole en el espejo lateral y cuando pasamos por ahí giré en el asiento para buscar a los dos niños que apenas ayer estaban jugando en la tierra de cuclillas. Sólo estaban el Datsun y la casita, la pelada esquina de un plástico que colgaba de un anuncio de Coca-Cola que servía de pared. Volví a girar sobre mi asiento. Christof me preguntó qué estaba mirando.

“Nada”.

Pero pensé en los niños dentro de cinco o diez años, armados, en la parte trasera de una pick-up a toda velocidad, con el cabello enmarañado sobre el rostro mientras se dirigían a un peligro mortal, no como una aventura o una experiencia, sino como un modo de vida que sería asqueroso, brutal y corto. Me había dicho a mí mismo que había venido aquí por un trabajo, pero había comenzado a sentirme como un ladrón, como un ave blanca de presa.

Más adelante estaba el aeropuerto, la estrecha torre de control, un avión despegando hacia el aire. Pronto estaríamos en uno como ése y juré que nunca volvería a este lugar, no así, un turista de la miseria de otras personas, un consumidor de esa miseria.

Cuando el conductor se detuvo me incliné hacia delante y le di todo el dinero en pesos que me quedaba. Lo tomó como si fuera a explotar, con los ojos alertas y muy quietos. Le pedí a Christof que le dijera que se lo quedara.

“Eso es lo que ganaría en un mes, aproximadamente. Tal vez se va a sentir insultado”.

“Dile que no es mi intención insultarlo. Sólo díselo”.

Al bajarme de la camioneta y ponerme mi mochila en el hombro, me pareció que la banqueta estaba muy brillante y expuesta. Me metí a la terminal a toda prisa para esperar a mi jefe y traductor, la puerta de cristal cerrándose detrás de mí, un deseo creciendo en mi interior de volver a la página en blanco, pero esta vez con más fe de que podría encontrar algo verdadero sin tener que vivirlo. Me di vuelta y caminé hacia una línea en la que había hombres y mujeres, algunos estadunidenses; otros, mexicanos o europeos, pero yo estaba buscando el rostro que se había quedado en el baño de nuestro cuarto de hotel en Antiguo Mazatlán, un rostro que esperaba no volver a ver, un rostro no tan distinto del mío.