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Piano Solo

Antes de leer el informe oficial, el investigador anunció su intención de usar todas las herramientas a su disposición para proteger a Fateh. Corrió a todas las personas que se habían reunido —periodistas, activistas políticos, organizaciones civiles y...

Arte por Khaled Akil.

—¿No notó siquiera una característica que nos ayude a identificar a esta persona?— preguntó el investigador.
—No, ya le dije. Estaba subiendo por la escalera con la cabeza agachada mientras él descendía— respondió Fateh.
—Pero, cuando lo atacó, estaban ustedes dos solos, frente a frente.
—Todo sucedió tan rápido.
—Debió ver algo, esto sucedió a media tarde.
—No podía ver muy bien. La escalera y los descansos no están bien iluminados.

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El caso había sido asignado a un investigador joven, acompañado de cuatro hombres armados. Le habían otorgado privilegios ilimitados para indagar sobre el asunto. El trabajo del investigador era determinar si el incidente estaba relacionado con terroristas, como aseguraban la noche anterior, 30 personas que habían firmado la petición.

Antes de leer el informe oficial, el investigador anunció su intención de usar todas las herramientas a su disposición para proteger a Fateh. Corrió a todas las personas que se habían reunido —periodistas, activistas políticos, organizaciones civiles y espectadores curiosos— y les prohibió regresar. Cuando se quejaron, él los reprendió y les impidió acercarse a la puerta. Después de un rato, se reagruparon e intentaron irrumpir en la escena, pero el investigador amenazó con arrestarlos a todos. Antes de que pudieran dispersarse por el pasillo, ordenó que los expulsaran del hospital y les advirtió que no debían hablar de lo ocurrido. El murmullo creó una atmósfera de palabrerías grandilocuentes en las que se escuchaban clichés sobre religión, fundamentalismo y derechos civiles. No habían venido hasta aquí para ser tratados así. No, habían venido para mostrar su apoyo a la víctima de las fuerzas del mal y el takfir,* ¡como si ellos fueran las fuerzas del bien y la tolerancia!

—Antes del ataque, pasó un hombre por el mercado preguntando por ti— dijo el investigador, hablando más para su persona. —Señalaron tu edificio. El hombre se quedó adentro esperando que llegaras y después… bueno, ya sabes el resto. Se movía tranquilo, tomándose su tiempo. A nadie le llamó la atención. ¿No te parece extraño?

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—Tampoco tomó precauciones— continuó el investigador. 
—Muchos testigos en el mercado lo vieron. Incluso hubo quienes hablaron con él. Pero no despertó sospechas. Todas las descripciones que tenemos de él son sorprendentes.

Enumeró las características del sospechoso: mediana edad, alto, complexión robusta, frente estrecha, bigote delgado, cabello fino y oscuro, cara alargada y tórax en tonel.

Esto contradecía el testimonio de Fateh. Él había insistido varias veces en el informe oficial que tenía una frente ancha, el cabello y el bigote grueso, y el rostro redondo.

—¿Lo habías visto antes o quizá te habías percatado de su presencia en algún lugar?
—No.
—Y no tenía una túnica.
—Nunca dije eso.
—¿Estaba afeitado?
—¿Eso qué quiere decir?
—Quiere decir que no era un terrorista.
—No enviarían a alguien con barba y un turbante.
—No corrió. Salió con toda tranquilidad, simplemente se sacudió la ropa y se alejó caminando.

El investigador quería insinuar algo con estas preguntas que contradecían lo que susurraba la gente allá afuera.

—¿Crees que era un terrorista?— insistió el investigador.
—¿Por qué no habría de creerlo?
—¿Un terrorista bien vestido sin ametralladora ni granadas?
—Entonces, ¿quién era?
—Suena como un hombre de negocios, o como esos hombres que contratan para que los protejan. Más como un guardaespaldas.

La víctima se quedó boquiabierta con asombro.

—Hay una gran diferencia entre los dos.
—Los dos usan trajes negros, camisas blancas y siempre traen puestos lentes oscuros.
—No tenía lentes.

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El investigador se alejó y se sentó en una silla cerca del armario. Quería decirle a la víctima, cuya cabeza estaba envuelta en vendas blancas, que dejara de pretender que sus heridas habían sido parte de un acontecimiento más grande en esta lucha contra las fuerzas del mal.

¡Cherchez la femme! Si tan sólo la víctima revelara eso que ocultaba, las cosas quedarían claras en ese momento. Además, las personas nunca están de acuerdo sobre muchas cosas. Pero las operaciones terroristas se habían vuelto algo común, y con ellas llegaron farsantes, que se hacían pasar víctimas a la primera oportunidad para relacionarse con los incidentes.

El investigador se quedó con la vista perdida en la distancia, a través de la ventana, viendo cómo algo subía lentamente en espiral. No era una nube, sino una columna de humo que se curvaba hacia el cielo.

EL ÚLTIMO VISITANTE

El número de visitas se había reducido para el día siguiente y Fateh se preparaba para salir del hospital. Esa tarde, llamó a Haifa y envió a un chofer a recogerla para que pudiera acompañarlo a casa.

Poco antes de mediodía llegó otra visita. No traía un ramo de flores ni una tarjeta, pero se escabulló hasta la habitación como si intentara pasar desapercibido, su enorme sonrisa se contaminaba de un ligero rastro de profundo sufrimiento.

Fateh levantó la Mirada, y se sorprendió al ver a este hombre corpulento a quien no reconocía parado frente a él. Sus rasgos alegres y su mirada triste se sobreponían de forma extraña, y daban la impresión de que se conocían; ¿qué otra razón tendría para transpirar ese dolor tan convincente por la desgracia que le había ocurrido a Fateh, y al mismo tiempo esa alegría por verlo aún con vida? Esto fue suficiente para convencer a Fateh que conocía a este hombre, incluso si su nombre no le venía inmediatamente a la cabeza. Se disculpó con un movimiento de la cabeza por no recordarlo, y usó su mirada confundida para excusarse por no darle la bienvenida adecuada. El silencio fue una invitación para que este hombre diera un paso hacia adelante y se presentara.

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Aunque había esperado que Fateh lo reconociera, el hombre no se desanimó. Transmitió su generosidad con una sonrisa y aceptó que la víctima lo había olvidado durante estos 30 años que tenían sin verse.

—Fuimos amigos en la infancia.

Fateh se tensó y se sentó en la cama, preguntándose ¿Compartí mi infancia con este hombre?

—Durante la primaria— aclaró el hombre.

Su mente regresó al vecindario Sheikh Muhyidin en Damasco, y de inmediato recordó al niño que lo había acompañado durante cinco años, desde el primero hasta el quinto grado, pero no podía recordar su nombre. Lo tenía en la punta de la lengua. Quizá pudo recordar su rostro tan fácilmente porque sus facciones no habían cambiado mucho; llevaba las mismas marcas estampadas en su cara, a pesar de ser ya un hombre más hinchado y de mediana edad.

—¿Qué te hizo pensar en mí?
—Cuando escuché lo que te había ocurrido, decidí venir a ver cómo estabas.
—¿Pero por qué no me habías buscado antes?
—Demasiado ocupado; quiero decir, estabas demasiado ocupado, así que nunca me molesté en contactarte. Pero estaba al tanto de todo lo que hacías, leía todo lo que escribías. Lo siento, amigo mío; para ser honesto, todo lo que leía o escuchaba de ti no me hacía muy feliz. Cuando escuché sobre el ataque, fue el deber, y sólo eso, lo que me trajo a ver cómo estabas. Yo rompí los lazos contigo. Yo tengo la culpa. Debí dejar pasar algunas cosas, sólo algunas aunque, por supuesto, no todas. Uno no debe deshonrar una amistad, sin importar cuánto tiempo haya pasado.

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Fateh no sintió ganas de preguntarle qué había leído o escuchado, ni qué tanto le disgustaba. A veces sus opiniones no satisfacían ni a las personas más cercanas a él, ¿por qué habría de importarle lo que pensara un amigo perdido de la infancia a quien no había visto en años? En todo ese tiempo no se había acordado ni pensado en él, ni siquiera por un segundo.

—No te sientas culpable. El tiempo se interpuso entre nosotros—, dijo Fateh.

Se sumergió en sus viejos recuerdos. Este hombre había sido su fiel y cercano amigo, un niño dedicado a hacer el bien. Un gran ejemplo de la excesiva nobleza de su corazón era que regalaba su mesada diaria a los indigentes que se encontraba camino a la escuela por las mañanas. Compartía su comida con los amigos menos afortunados. Aunque era un alumno ejemplar, nunca compitió con sus compañeros por ser el centro de atención; no estudiaba para estar por encima de ellos, sino para ofrecerles su ayuda cuando llegaba el momento de los exámenes orales y finales; compartía su trabajo aunque eso le valiera un castigo.

Fateh estaba sorprendido por la presencia de este pasado olvidado y el redescubrimiento de quien alguna vez había sido un niño. Algo le hacía sentir que nunca había superado esa etapa.

—Fuiste un estudiante modelo—, dijo. —Yo esperaba grandes cosas de ti.

Luego de una separación tan larga, parecía apropiado que Fateh le hiciera todas esas preguntas inevitables al mismo tiempo: ¿Dónde has estado? ¿A qué te dedicas? ¿Estás casado? ¿Cuántos hijos tienes?

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Vacilante y humilde, su viejo amigo resumió 30 años de vida. Nunca había perseguido una educación universitaria. Tras la muerte de su padre, heredó la tienda y se dedicó a vender utensilios de cocina en el mercado de Asruniya. Se casó y tuvo cinco hijos, dos niños y tres niñas; dos de sus hijas se habían casado el año anterior. Ahora él se había retirado y había dejado la tienda a su hijo mayor.

—¿Tan joven?

Se preguntó con asombro si su amigo había contraído alguna enfermedad terminal y se había visto obligado a reti- rarse de forma prematura para dedicarse a rezar y prepararse para su muerte.

—¿Estás enfermo?
—No, para nada.

Pasaba sus días de voluntario en organizaciones caritativas. Ayudaba a los pobres, viudas, huérfanos y a cualquiera que lo necesitara, y su única recompensa era hacer todo esto acompañado de Dios. Al final, eso era lo único que podía esperar.

Después de resumir su historia, era el turno de su viejo amigo para hacer las preguntas. Señaló las vendas blancas en la cabeza de Fateh.

—Amigo mío, ¿qué te has hecho?— le reprochó.
—No he hecho nada. Me atacaron.
—Me preocupa que hayas incitado a alguien.
—No sabría decirte. La investigación no ha llegado a ninguna conclusión todavía.

Mantuvo su respuesta breve para no arruinar el ambiente. Pero su amigo se acercó para susurrarle algo.

—Las personas que dicen que te hicieron esto, no tienen nada que ver. Tu gente está haciendo acusaciones infundadas.
—¿Qué sabes tú de esto?— preguntó Fateh, alterado.
—Sé mucho.

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Fateh se tranquilizó y no pudo evitar soltar una carcajada. Aquel niño de buen corazón solía decir lo mismo en situa- ciones extremadamente inusuales, cuando su conocimiento todavía tenía un lado inocente. Era el mismo de siempre. Había crecido para ser aún más de lo que ya era.

—¿Qué sabes, exactamente?
—Más de lo que te imaginas.
—Eres el mismo de siempre, no has cambiado nada.
—Y durante mucho tiempo esperé que eso pasara.

Fateh estaba maravillado por su forma de mantener esa ingenuidad, así como por sus rasgos infantiles, los cuales parecían no haber cambiado mucho dada su edad avanzada, salvo un mechón de canas y algunas arrugas bajo sus ojos. Pero fuera de eso, era como si el tiempo se hubiera congelado.

En general, la vida no puede tolerar a un hombre de tanta nobleza y generosidad; una interacción honesta con la gente puede tener consecuencias no deseadas. No era más que un pequeño niño en el complicado mundo de los adultos. ¿Cómo es que la muerte no lo había encontrado durante una de sus buenas obras? Estaba dispuesto a sacrificarse por otros, y probablemente había sido víctima de engaños más de una vez.

—Pero el mundo ha cambiado.
—Esperemos que nosotros no cambiemos nunca.
—Sin embargo, hemos cambiado. Y mucho.
—Si necesitas algo…
—No necesito nada— se apresuró a contestar Fateh, cada vez mas exasperado.

Su amigo se encaminó hacia la puerta, pero se detuvo y se dio la vuelta.

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—Quiero que sepas que lo que estás pidiendo está mal, muy mal.

Se refería a lo que Fateh había estado pidiendo en sus conferencias y a lo que escribía en la prensa.

—Así es. A mucha gente no le parece bien. Tienes razón, esto es en lo que me he convertido. No soy como era antes. Y no te gustará, pero no importa lo que digas, esto soy.

Su viejo amigo tomó un pedazo de papel y escribió su número telefónico.

—Rezaré por tu pronta recuperación. No dudes en llamar si necesitas algo.

Fateh tomó el papel, lo dobló y lo metió a su bolsillo. No, no lo contactaría, sin importar lo que pasara. En ese pasado alegre, había sido el niño perfecto. Pero en este lúgubre presente no era nada más que un hombre desagradable e insufrible. El mundo avanzaba mientras el seguía viviendo en una época olvidada.

Sin embargo, Fateh debió haberle preguntado su nombre. No podía recordarlo, y su viejo amigo no lo había escrito junto a su teléfono. Sacó el pedazo de papel de su bolsillo y lo rompió.

EL SECURALISTA ABOMINABLE

Todas estas visitas al hospital intrigaban al joven investigador, y lo hacían cuestionarse. Preguntó a sus superiores por qué había tanto interés en la víctima. Le dijeron que Fateh al-Qalaj era un distinguido intelectual y un librepensador.

¿Qué lo había llevado a pensar mal de la víctima y su caso? Su dependencia en su intuición y en primeras impresiones (que con frecuencia resultaban equivocadas) se había visto exacerbada por pequeños datos de información que obtuvo del vecino de la víctima.

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La información que había recolectado no hacía ver muy bien a Fateh. Su vecino no sabía mucho sobre él. No sabía cómo se ganaba la vida, pero estaba consciente de que era viudo y vivía solo. Sus vecinos lo dejaban en paz porque sentían que los evitaba y era pretencioso.

No fue difícil para los investigadores entender el porqué de esas impresiones negativas. Desde que Fateh había vivido en ese viejo departamento cerca de la prisión Mezzeh, nunca visitó ni fue visitado por nadie. Su auto lo recogía por la mañana, lo llevaba al centro y lo regresaba a su casa después del trabajo. Era un Peugeot 1986 destartalado, que rara vez circulaba después del trabajo, y que no reflejaba un estatus especial.

La poca información sobre la que el investigador logró poner sus manos revelaba que Fateh era un excelente gerente de mediano rango, pero no ejercía ninguna influencia especial. Había sido designado para un puesto importante pero sin poder, a cambio de una serie de posiciones progresivas.

Sus vecinos no sabían que era un pensador secularista destacado; hacía no mucho tiempo, había decidido plantar su fe en la ciencia y alinearse con una mentalidad racional, desechando todo tipo de supersticiones, ilusiones y creencias que tuvieran una relación con el alma; es decir, cualquier cosa que no fuera visible o tangible.

Fateh no eligió el trabajo intelectual para ganar dinero. En cierto modo, era un amateur, con un interés en las ideas, las más modernas, sin la necesidad de vivir para o gracias a ellas, y dictaba conferencias o moderaba debates de forma esporádica y sin cargo alguno. Era conocido por sus intervenciones profundas y su antipopulismo, y era honesto al momento de defender el racionalismo, en su búsqueda de la verdad, las verdades irrefutables en especial.

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Si sus vecinos hubieran sabido lo que pedía, seguramente se habrían volteado en su contra, pero nunca leyeron más que la nota policiaca; no les interesaban las ideas, les resultaban incompresibles y no tenían valor alguno en su vida diaria.

A lo largo de los años, lo que sabían de la víctima permaneció estancado. Seguía siendo el nuevo inquilino del edificio, a pesar de que se había mudado hacía ya diez años. Todavía era el hombre cuya esposa acababa de morir, aunque habían pasado tres años desde su fallecimiento. Parecía estar en sus treinta, a pesar de estar ya entrado en sus cuarenta.

Había hecho un número limitado de declaraciones atrevidas en el periódico y era bien conocido en un círculo pequeño de lectores célebres, y un sospechoso para las agencias especialmente sensibles a sus críticas públicas sobre política interna. Nunca juró lealtad al régimen, pero tampoco se oponía a él. Convencidos de que sólo los avergonzaría con sus ideas atrevidas, optaron por sobornarlo con una posición gerencial. Lo ignoraban mientras no fuera una amenaza, aunque las personas ordinarias se molestaran porque no paraba de hablar sobre sus tradiciones y dogmas.

Sus lecturas sobre el secularismo giraban en torno a la separación entre la mezquita y el estado. La explicaba con destreza, atacando los problemas más profundos con un alto nivel y, dado su enorme entusiasmo por el tema, trazaba un camino desde el estado detestable hasta el régimen que respeta la libertad de conciencia y se protege al desligarse del control de una religión, una secta o una escuela de ley.

Su más grande enemistad estaba reservada para las verdades sobrenaturales. No las atacaba abiertamente ni negaba su estatus espiritual. Publicaba, de manera astuta, su propaganda atea contra ellas, de una forma que no podía ser ignorada ni por sus defensores ni sus adversarios. Se oponía fervientemente a la religión, no le interesaban la libertad de pensamiento ni las expresiones diversas y opositoras, y dejaba clara su negativa a conceder la veracidad de algo sin someterlo a experimento e investigación. Su convicción: “No hay verdad más que la verdad científica”. Y aunque alardeaba que la ciencia había eliminado la magia del mundo, era sólo para demostrar que la religión no era menos supersticiosa que la magia.

Cuando el régimen comenzó a advertir a los intelectuales sobre el peligro de expresar puntos de vista extremistas y de atacar las creencias religiosas, como parte de una campaña para acabar con cualquier tipo de desunión y garantizar el orden público, logró alcanzar ese imposible cometido.

Pero Fateh no vio esa advertencia con un ojo comprensivo ni prodente, y dejó atrás las sutilezas intelectuales para agudizar sus críticas contra la religión; en una ocasión estuvo a punto de desatar una guerra civil entre religiosos y seculares por una cuestión de extrema importancia legal, la cual los secularistas consideraban extraña y digna de humillación. Esto obligó al régimen a limitar a los intelectuales secularistas.

Lo mandaron llamar a una de las oficinas de seguridad y le hicieron entender que si él era un infiel, ellos eran mucho peor. Así que lo obligaron a poner un alto a sus ataques contra la religión en las reuniones públicas. Después de eso, limitó sus críticas a sesiones privadas, a las que asistían únicamente sus simpatizantes. Le bastaba jugar a la defensiva, defendiendo el secularismo como una ideología que cuidaba la paz civil y devolvía a la religión su espiritualidad. Como resultado, se ganó el respeto quienes tomaban las decisiones. Lo consideraban un recurso racional en un estado inseguro e irracional, rodeado de una multitud de perspectivas que eran indispensables en los programas de televisión, los cuales exigían que sus invitados fueran petulantes y alborotadores, y que usaran palabras rebuscadas para que no se pensara que el país carecía de sofisticación. Él daba a las cadenas un toque liberal de mentalidad abierta.

Aunque sólo lo llamaron una vez, aprendió su lección. Para aquellos en el poder, mientras lo tuvieran a la mano, mantenerlo en su posición actual o subirlo de puesto no representaba ningún peligro. Siempre y cuando no encendiera llamas difíciles de contener y extinguir cuando fuera necesario.

Sus vecinos no lograron desarrollar una relación normal con él, y dado que no aprobaban de su extremo aislamiento, comenzaron a creer que era arrogante. Su seriedad le daba un aspecto desconcertante, ese aspecto que envuelve a los intelectuales pesimistas y los acompaña durante el día. Sin embargo, le preocupaban cosas realmente importantes con implicaciones humanitarias: las bolsas de basura que se arrojaban por los balcones, la interrupción de los servicios de agua y electricidad durante largos periodos de tiempo y los interminables trabajos de mantenimiento a las carreteras. Sus rasgos faciales eran desconcertantes cuando desmenuzaba ideas en su mente. Fruncía el ceño y arrugaba la frente, una mirada de desaprobación según el desprecio invadía su rostro y su presencia se volvía aborrecible, así que sus vecinos lo aborrecían y no mostraban interés alguno por lo que sucediera con él, y cualquiera que le llegaba a prestar un poco de atención, lo hacía sólo para regodearse de su triste situación.

De vez en cuando, cada que se mencionaba a su esposa muerta, sentían lástima por él y expresaban simpatía hacia su sufrimiento. Los sentimientos hacia él se ablandaban y quedaban marcados con algo de admiración. Pero cuando intentaban acercarse, él los sorprendía con su arrogancia, que más que arrogancia era una actitud a la que se había acostumbrado. Ellos, a su vez, volvían a aborrecerlo como habían hecho siempre.

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