Los fotógrafos de la lucha libre: sabes que existen pero nunca los ves

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Los fotógrafos de la lucha libre: sabes que existen pero nunca los ves

Rosalío Vera Franco. Foto por Irving Cabello.

Primera caída: El fotógrafo que voló desde un ring

A Rosalío Vera Franco nadie le cuenta qué se siente volar desde un ring de lucha libre. Lo hizo una vez, hace un par de años, con su cámara en la mano. Grababa en video un entrenamiento de los pupilos del ex luchador Tony Salazar. Para obtener una mejor toma subió, como otras veces, a la pasarela donde desfilan antes de cada lucha las chicas en bikini y después los rudos y los técnicos. Se acercó al ring, apenas a unos centímetros de las cuerdas. No lo noto pues su mirada se fundía en la lente de la cámara. De pronto la espalda de uno de los luchadores pegó en el encordado. La fuerza y la velocidad con que fue lanzada esa mole de 100 kilos de músculo provocaron que las cuerdas aventaran al camarógrafo. Por un momento los pies de Rosalío dejaron el suelo, su cuerpo fue expulsado con potencia tres metros. Cayó de sentón, pero fue tanto el impulso que la marometa que dio hacia atrás terminó en un mortal cuando se precipitó por el pasillo de poco menos de metro y medio de alto.

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El hombre quedó tendido bocabajo, inmóvil. "¡Papá, papá! Por favor, ¿qué tienes?, ¡Contesta!" Se acercó con llanto y desesperación su hijo, que también es camarógrafo. Llegaron los luchadores y Tony Salazar. Todos gritaban pero él no contestaba. Por un momento lo creyeron muerto. Rosalío estaba consciente. Entre tanto alboroto no lo dejaban hablar. Se sentía bien, aunque un poco adolorido. No quería moverse porque no sabía si la caída provocó una fractura u otra lesión. "Estoy bien, tranquilo", por fin articuló el fotógrafo para consolar a su hijo. "No me muevan hasta que llegue el doctor". El médico de la Arena México lo inmovilizo y después lo llevaron al hospital en una ambulancia. Una vez ahí le quitaron la ropa y los zapatos y le tomaron radiografías desde los pies hasta la cabeza. Minutos después el médico se acercó para verlo. Pasó el dedo índice por la planta de los pies de Rosalío. Al momento el fotógrafo recogió su extremidad: sintió cosquillas. El médico pudo dar su diagnóstico: "No tienes nada".

"¿Sabes qué? Nos vas a pegar un día un susto", le dijo en cuanto se mejoró Francisco Alonso Lutterot, el presidente del Consejo Mundial de Lucha Libre (CMLL). "Ya no tomes fotos ni video. No te acerques al ring. Dedícate a coordinar la imagen y la producción".


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Rosalío y yo platicamos en una banca de la Arena México. Repite las palabras que le dio el empresario en tono reflexivo. De pronto levanta la cara y dibuja una sonrisa casi pueril: "Aún así de vez en cuando me meto".

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"Yo siento ahora más la adrenalina que cuando era joven". Su voz es grave y serena, se nota en ella sus 65 años, la mitad de los cuales ha sido fotógrafo del CMLL. Me recuerda a los locutores de los años 70. Tal vez nunca se lo dijeron pero hubiera sido una gran voz de la radio. "Cuando estás chavo eres más inconsciente. como que sientes que no te va a pasar nada y que eres Juan Camaney. Ahora escojo qué lucha voy a grabar. Cuando se que hay luchadores que son muy violentos y que se bajan, esas no las tomo. Ya no tengo los mismos reflejos. Ya no estoy para esos trotes".

De niño a Rosalío le gustaba la fotografía, la literatura y el teatro, por eso estudió cine porque vio que ahí se fusionaban las tres. Como todos los mexicanos, vio las películas de El Santo y fue un par de veces con su hermano mayor a las funciones de la Arena Pista Revolución, hasta arriba porque no tenían dinero. Pero la lucha libre no era algo que le llamara mucho la atención. Ahí llegó por una invitación. En 1985, Leopoldo Meraz "el periodista Cor", que dirigía la revista Espectacular de Lucha Libre, buscaba a un fotógrafo que tuviera una cámara de formato grande, de 6x6. Guillermo Mañón, otro de los grandes fotógrafos de la lucha libre, recomendó a Rosalío. Debía hacerle unas fotos a Octagón. Una de ellas sería el poster de páginas centrales de la publicación.

—Voy a hacerlas en mi estudio—, sugirió Rosalío.

—No, no, no—, objetó Meraz, —No va a querer. Mejor tómale fotos ahí. Sale del vestidor, lo paras en una pared y le tomas la foto.

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—Déjeme intentar que vaya a mi estudio.

Rosalío fue a la Arena Revolución y abordó al luchador, le hizo la propuesta y a los pocos días Octagón estaba en su estudio. El fotógrafo se había dedicado por más de 10 años a la fotografía arquitectónica —de hecho hizo el catastro fotográfico de los inmuebles coloniales del país de 1975 a 1979—, de locación, de producción, publicidad, moda, incluso realizó estudios y portadas para Marie Clare y otras revistas editadas por Televisa. Y aunque trabajó foto deportiva cuando fue contratado por la Confederación Deportiva Mexicana, jamás había disparado su cámara en nada relacionado a la lucha libre. Por eso prefirió hacer la foto en un lugar donde no tuviera el tiempo en contra, porque el luchador debía subir al ring.

El vestuario de Octagón simulaba el de un ninja, era completamente negro y sólo destacaba la máscara blanca. Lo colocó en un fondo rojo e hizo las tomas. Días después las entregó. Era la primera vez que un luchador tenía fotos de estudio. Antes de eso todas las fotos se hacían en el vestidor con los casilleros y bancas como fondo, en las azoteas de la arena junto a los tinacos o en algún rincón del inmueble. En el mejor de los casos se buscaba una locación en exterior. El póster causó polémica. Los luchadores no eran modelos, no necesitaban de un estudio con vestidor, baño y espejo.

"Aquí el señor le dio un enfoque completamente diferente a las fotos", me platica Alexis Salazar, fotógrafo del CMLL. "Ve las que había antes en la lucha. El le dio otro enfoque, que en su momento fue más 'fashion'. Se escandalizó todo mundo porque era lucha libre no modelaje".

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Cuando Francisco Alonso Lutterot vio las fotos lo mandó a llamar para encargarle un estudio de 200 luchadores, que después se venderían al público como pósters. No pasó mucho tiempo para que el CMLL y editorial Ejea crearan Arena, una revista que se distinguió por su diseño más cercano a una revista de glamour, que a veces incluía en sus portadas a alguna actriz en asenso acompañando a un gladiador. Fue para esta publicación que en 1992 Rosalío hizo el estudio para el musculoso luchador inglés Black Magic y la entonces actriz juvenil Angélica Rivera, hoy esposa de Enrique Peña Nieto. El número 21 de la revista Arena de octubre de aquel año costó cinco pesos; hoy está valuado en 500.

—¿Se dejó dirigir bien Angélica Rivera?—, no puedo evitar la pregunta.

"Ahí el que dirigía, el que hacía la producción era el director. Era fotógrafo también. No recuerdo su nombre", Rosalío cierra los ojos, frunce el ceño, busca en la memoria pero el dato está traspapelado en su mente. "Ahorita me acuerdo. Él llegaba, les decía qué hicieran: cárgala, ponte así y demás. Él no tomaba la foto, no tomaba las de lucha, decía que no. Yo disparaba. La verdad ahí uno no tiene mucho mérito como fotógrafo. Ellos son los que tienen el mérito, los que dirigen, los que mueven a la gente. Uno nomás dispara".

Imagino la sesión. La chica con un vestido rojo entallado que, a pesar de ser holgado de la cintura hasta los muslos, favorece la silueta. Lo más probable es que el luchador moreno utilizara antes de la sesión una bata pues en las foto sólo aparece con un calzoncillo blanco. Debía ser así. A los 27 años Norman Smiley Anthony, Black Magic, estaba en su mejor momento físico: poseía un cuerpo estético de 1.88 metros con músculos marcados y fortalecido tras largas jornadas en el gimnasio. Ni por asomo tenía una libra extra de grasa. Tanto él como la muchacha seguían las órdenes: "Black, abrázala; Angélica, pon tu mano en su pecho. Así. Ahora miren al frente. Regálame una mirada sexy, sin sonrisa. Bien. Ahora, Black, muestra el bíceps, Angélica tócalo con la mano izquierda y llévate la derecha a la boca. Te sorprende lo fuerte que está. Bien. Black braza a la chica por la espalda. Agáchate un poco, más, más, otro poco, hasta que tu cabeza quede a un lado de su rostro. ¡Ahí! Miren al frente. Sexy Angélica. Muy bien, Black. En 20 años dirán que eres igualito a Will Smith en El Príncipe del rap".

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"¡Pancho, Pancho!", me dice Rosalío con un grito que me devuelve a la realidad. "Así se llamaba el director. No recuerdo su apellido", hace un esfuerzo por acordarse de Pancho Gilardi, el fotógrafo que marcó época en los 80. "Ya me acordé del nombre, luego recordaré el apellido. Es que ya después de los 60, si no amaneces con un dolor amaneces muerto".

—Pero bien luchados—, le digo.

Nuestras risas rebotan en las paredes de la arena.

Alexis Salazar. Foto por Irving Cabello.

Segunda caída: El fotógrafo que no debutó como luchador

A los ocho años Alexis Salazar jugaba a las luchas con su hermano, como lo han hecho alguna vez buena parte de los niños mexicanos. Sólo que en su caso sí tomaban el juego muy en serio. Habría que preguntar a su mamá cuántas camas y sillones rompieron. Su casa guardaba máscaras, luchadores de juguete y revistas. Los hermanos peleaban por ver quién encarnaría en el juego a su ídolo: Shocker. La competencia era tal que Alexis aplicaba agua oxigenada a su cabello para decolorarlo y que pareciera, según él, el rubio teñido del "Mil por ciento guapo".

"Yo todavía estoy mil por ciento guapo", me dice entre risas. "Ahora mi hermano y yo ya nos peleamos por no ser Shocker. Fíjate hasta donde puede llegar la magia de un luchador".

Aunque todo indicaba que seguiría el oficio familiar —ser luchador profesional como su papá Tony Salazar y su tío Dr. Karonte; como sus hermanos Magnus y Ulises Jr., como sus primos Carístico, Argos, Dr. Karonte Jr. y Argenis—, este joven de 25 años decidió vivir su deporte favorito a través de la lente.

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"Empecé muy joven, a los 14 años", me confiesa con un peculiar acento que me recuerda a la gente que vive en el occidente del país. Su voz es potente, habla golpeado pero no deja de ser amable. "Empecé a trabajar en la publicidad de la Arena Neza, donde el CMLL daba funciones, y necesitábamos fotos para la publicidad. Empecé con una camarita, prácticamente una web cam pero, obviamente, la calidad no servía. Esa fue la primera vez que incursioné en la fotografía".


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Luego de esa experiencia Alexis se fue acercando poco a poco, con su pequeña cámara, al ring de la Arena México. Un día el fotógrafo Guillermo Mañón, quien dirigía la revista Súper Luchas, lo invitó a formar parte de la publicación. El muchacho cambió la pequeña cámara por una réflex digital y aprendió el oficio desde cero. Tomó las cosas en serio y hoy es fotógrafo del CMLL, además apoya en ringside a Tony Salazar —quien lleva parte de la seguridad del lugar y auxilio a luchadores— y actualiza el tuitter de la empresa caída por caída con fotos que toma desde su celular.

"Es otra faceta", me dice con el entusiasmo de un tipo que ama su trabajo. "Prácticamente me he tenido que convertir en un pulpo: tomo fotos, llevo una parte de la página, escribo de pronto y tomo fotos en el celular para compartir. Tú sabes que hoy en día las redes sociales han llegado a la lucha libre y prácticamente si no estás en tiempo real en estos medios, no estás".

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A primera vista uno confunde a Alexis Salazar con un luchador: mide unos ciento ochenta centímetros y es corpulento. El trabajo de gimnasio se nota. Viste un traje azul, camisa blanca ajustada, corbata a rayas y zapatos Oxford con cubierta de tela. Camina con el pecho hacia delante y los brazos un tanto separados del cuerpo. Lo único que le hace falta es una máscara para pasar como luchador en traje de gala. De hecho, poco le faltó para serlo.

Tenía 20 años cuando su papá lo convirtió en uno de sus pupilos en la escuela de lucha de la Arena México. No era fácil. La lucha libre requiere disciplina, muchas horas de gimnasio para moldear y fortificar el cuerpo, de entrenamiento para perfeccionar las llaves y movimientos, de alimentarse adecuadamente y no desvelarse. A eso hay que agregar el peso de la familia y de los entrenadores que arrastran por lo menos dos décadas de prestigio y que no van a dejar que un alumno mal preparado los deje mal parados. Alexis asumió esa presión, tanto que prefería entrenar que ir de fiesta o a un antro con sus amigos de la universidad ¿Qué veinteañero en su sano juicio deja la chela del viernes o el mezcal del sábado? Por un tiempo se olvidó de la vida social. Así fue por dos años hasta que un día, durante el entrenamiento, levantó a su compañero y lo aventó. El muchacho no podía controlar su cuerpo en el aire y Alexis notó que caería de cabeza. La adrenalina lo invadió y activo el instinto de protección. Antes que cayera a la lona, el hijo de Tony Salazar metió la rodilla para amortiguar el costalazo del otro. Cometió un error de novato. El impacto le rompió el ligamento cruzado y los meniscos.

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Tony Salazar, un hombre de mecha corta y duro para enseñar, estaba furioso. "¡A ver!" gritó el ex luchador, "¡si este cabrón se tiene que romper la cabeza, prefiero que él ande con collarín que tú con muletas!"


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"Me quedó muy grabada la frase y el día de hoy la entiendo". Alexis deja por un momento el tono alegre. El asunto requiere seriedad. Como todo aspirante a luchador ya tenía en la mente el diseño de su vestuario y su máscara, se veía luchando en la arena más importante del país. Pero nada de eso pasó. Se retiró sin siquiera haber debutado. "Me costó rehabilitarme, la lesión me dejó fuera de trabajar aquí en la arena como fotógrafo seis meses. Eso fue hace un par de años. Hace uno fue la operación. Me dije: 'yo creo que esto no es para mí'".

Aún así hay hábitos que no se van. Todos los días Alexis deja la cama a las 6:30 de la mañana —más bien lo despierta su hermano Magnus— para ir al gimnasio a esculpir el cuerpo. Los días de lucha, al salir de su trabajo como ejecutivo de ventas con un mayorista de tecnología, llega a las ocho de la noche a la arena y calienta un poco para no resentir la lesión. A veces sube al gimnasio para relajarse y platicar entre un aparato y otro con algún luchador. Guarda el traje y se pone ropa más cómoda: pantalón de mezclilla, una playera y tenis de bota de color azul turquesa con alitas a la altura de los tobillos. Es inevitable pensar en un Hermes que prefiere ser fotógrafo de gladiadores a mensajero de los dioses. A las 8:25 Alexis está abajo del ring esperando la primera caída de la función.

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Místico. Foto cortesía de Rosalío Vera Franco.

Tercera caída: la danza de los hombres invisibles

En una zona privilegiada entre la primera fila y el ring están Rosalío, Alexis y otros reporteros gráficos vestidos con ropa oscura para que desaparezcan de la lucha durante la transmisión en vivo para la televisión. No vayan a ensuciar la imagen. Suena la música, las luces cambian de color e iluminan la pasarela. Una voz anuncia el nombre los luchadores que se enfrentarán. Rosalío espera paciente a un lado del ring. No se apresura. Esta vez tomará video y lo subirá al canal de la empresa en Youtube.

Alexis dispara desde que los enmascarados desfilan por el pasillo que los conduce al ring. Le gusta ver a los gladiadores, concentrados unos y nerviosos otros. Con muchos tiene un trato familiar, por eso no deja de sorprenderle la transformación que tienen una vez que se ponen la máscara o se montan en el personaje. Cambia su forma de caminar, la voz, hasta los mira más altos. Ahí, en la pasarela, tomó la que considera su mejor foto: el Místico de pie con los brazos extendidos a los costados. Las luces lo iluminan y crean un halo a su alrededor. "Parece un ángel", me dice.


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Suena el silbatazo: comienza la lucha. Alexis se acerca al ring, se recarga en la lona, ve una llave y dispara, toma su cámara y se aleja. Entre una caída y otra saca su teléfono celular y sube a Twitter algunas fotos que tomó. Hace una pausa, plática con una chica del público, le muestra algunas tomas a Rosalió quien le da consejo. Se reanuda la lucha. Alexis entra de nuevo, apoya la cámara en el entarimado, ve un tope, dispara, se agacha, se asoma, dispara de nuevo. Se aleja del ring, revisa lo que ha tomado hasta el momento. Vuelve a entrar, mira que un luchador corre. Prepara la cámara, sabe que el hombre rebotará en la cuerdas, se impulsara y en el aire dará un golpe con el antebrazo a su contrincante. Alexis dispara en el momento justo del lance. Vivir entre luchadores y haber entrenado lucha libre le ayuda a entender los movimientos de los rudos y técnicos y adelantarse a la acción.

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Del otro lado del ring Rosalío observa la lucha. Cuando intuye el movimiento que va a ejecutar algún luchador mete la cámara debajo de la primera cuerda, graba y en seguida la saca. Un luchador azota a otro en una esquina. El camarógrafo se mueve al otro extremo parece que queda lejos de la acción. De pronto el luchador sube a las cuerdas y vuela. Rosalío es el único que tiene la toma de frente. Lo hace parecer tan fácil. Hace 30 años, cuando Francisco Lutterot lo invitó a tomar foto de acción, lo primero que Rosalío hizo fue ir a varias funciones y observar a los luchadores. A los pocos días ya estaba debajo del ring con su cámara. Sin embargo, le llevó algo de tiempo entender este deporte y plasmar en sus fotos el momento culminante, como él llama al instante en que el deportista, en el aire, abre los brazos y piernas de forma espectacular o hace la mueca que refleja no sólo dolor, coraje o esfuerzo, sino emoción.

Como muestra están dos de sus fotos favoritas. En la primera un luchador se lanza desde la tercera cuerda. En realidad no vuela: gira. Abajo se ven los rostros de los tres rudos sobre los que caerá. Sus ojos están muy abiertos y miran hacia el cuerpo que está suspendido en el aire. Sus bocas enuncian un ¡oh! de admiración y sorpresa. "Esas caras hacen la foto", me dice Rosalío, cuando me la muestra. La otra imagen expresa desolación a pesar de mostrar mucho brillo. Es el rostro de un luchador que usa una tapa con la boca y la barbilla expuestas. Su mirada refleja tristeza y sus labios, invadidos por una sombra, dibujan una línea curva melancólica. Es Blue Panther momentos antes de descubrir su rostro. Acababa de perder la máscara.

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Rosalío se protege con el poste de una de las esquinas del cuadrilátero. Graba. Cuando revisa lo que captó la cámara se refugia de nuevo en el poste o se aleja del ring. Lo aprendió a base de golpes. Una vez un luchador aventó la caja que utilizan para subir a la pasarela. Cayó en el empeine de Rosalío. El pie se le hinchó tanto que no pudo caminar por seis meses. Tenía rota la fascia plantar. En otra ocasión se abrió la espinilla, unos 10 centímetros, porque tropezó al subir corriendo a la pasarela para tomar un vuelo. Otra vez quedó en medio de una persecución entre luchadores debajo del ring, lo aventaron y terminó con el tendón supra espinoso del hombro roto.

En ese momento miro a Alexis. Toma unas fotos muy cerca de los pies de un luchador. Hasta el momento no le ha pasada nada aunque, en su afán por captar imágenes diferentes a las de sus colegas, ha estado a punto de ser aplastados por estos titanes y sus kilos de músculo. Alguna vez ejecutando un movimiento el Hijo del Perro Aguayo le rompió un lente. Alexis no le reclamó. ¿Quién pediría a un luchador lleno de adrenalina que pagara el daño? La fotografía de lucha es una profesión de riesgo.


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Los fotógrafos de lucha libre son como los átomos: sabes que existen pero nunca los ves, a menos que estés en las primeras filas de la arena y se pongan enfrente de ti tapando por un momento la plancha o el manotazo que de un luchador a otro. Entonces les cae la mentada de madre y el baño de cerveza, si es que el vaso traía cerveza. Ni modo, a veces se convierten en el objeto que ayuda a la gente a dar el grito que los libera del estrés. Porque para eso vas a la luchas, a gritar, a mentar madres, a decirle al luchador, o al fotógrafo en este caso, lo que no le dirías al cabrón de tu jefe en el trabajo, al pendejo del vecino gandaya, al burócrata hijo de puta prepotente que te atendió en la Tesorería. ¡Que chinguen a su madre! Y lo mejor es que aquí nadie se ofende. Es la magia de la lucha libre.

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Foto cortesía de Rosalío Vera Franco.

Foto cortesía de Alexis Salazar.

Foto cortesía de Rosalío Vera Franco.

Foto cortesía de Alexis Salazar.

Foto cortesía de Alexis Salazar.

Foto cortesía de Rosalío Vera Franco.