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La pura puntita

Pornoterrorismo

De Sur+ para el mundo.

Este libro, publicado por la editorial oaxaqueña Sur+ es un ensayo político-autobiográfico que con un pie en la teoría queer, cuestiona la idea misma de los géneros, rompe binarismos y ataca al patriarcado. Aquí les dejamos un cachito, y los invitamos a la presentación, el próximo 21 de noviembre en el Claustro.

Alain es un ejemplo claro de lo puta que yo era, pero en realidad de esa lista de sesenta hombres, con unos cuarenta mantuve una actitud similar: follaba y me daban cosas a cambio, además de sexo. De ese modo llegué a comprender que el placer masculino vale más que el femenino. No importaba que yo también disfrutara de las relaciones (aunque otorgarme un orgasmo era solo privilegio de unos pocos, por una cuestión básica de falta de comunicación), si no había retribuciones «extra» ellos pensaban que a mí no me merecería la pena y yo empecé a pensarlo también, claro. Esto es como eso de que los españoles les cambiaban a los indios el oro por canicas de vidrio o imperdibles. Cuando vi que ellos tenían que hacer un esfuerzo paralelo para satisfacerme empecé a pensar que su sexo, a pesar de su extrema simplicidad, era la canica y mi chocho el oro y que aquel intercambio debía verse siempre recompensado con otras muchas cosas que nada tenían que ver con el sexo para que la cosa estuviera equilibrada. Durante una época tuve hasta la ridícula duda de que su orgasmo pudiera ser mil veces mejor que el mío.

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De modo que todo ello me lleva ahora a la conclusión de que las trabajadoras sexuales subvierten el valor de los placeres masculinos y femeninos, convierten el intercambio en una cosa equitativa en base a las leyes y costumbres sociales, aunque sinceramente yo pienso que un hombre y una mujer están igualmente capacitados para disfrutar del sexo y que si en ello hay algún desequilibrio, será siempre por intereses políticos, sociales o religiosos. ¡Todxs tenemos el oro (o las canicas)!

En ese momento no me di cuenta de ello, pero de algún modo mi proyecto de «revancha» también los incluía a todos ellos y reconozco no haber sido del todo justa. Porque en muchas ocasiones yo solo deseaba sus cuerpos, no esperaba nada más que el placer de compartir un instante de sudor y pasión, solo tocarlos, comérmelos, metérmelos dentro. Pero tomaba ese contenido adicional que me entregaban casi todos como si realmente me lo mereciera cuando en realidad no solía ser así. Ellos también eran bellos, también tenían energía para gastársela conmigo, también tenían, supongo, sus propios sentimientos y motivaciones.

Al principio lo encontré excesivo: la galantería, las invitaciones, el derroche, el proceso de cortejo. Finalmente yo solo quería echar un polvo y cuantos menos preámbulos hubiera mejor, no necesitaba de lujos, ni siquiera de una cama donde hacerlo porque podía follar en cualquier parte. Terminé por acostumbrarme a su mecánica y a sacar el evidente provecho de ella. Lo hice así hasta que comprendí que no lo hacían por placer, que no formaba parte de sus gustos sino que para ellos era casi como una obligación educacional, un lugar por el que necesariamente habían de pasar para poder meterla en carne caliente. Recordé entonces al nene de la playa. A él la vida también estaba enseñándole que compartir sexo con una mujer no era algo tan sencillo como solo «compartir», que el precio a pagar por ello podía ser doloroso e injusto.

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Y dejé de follar con hombres. Si esas eran las condiciones generales del contrato yo no pensaba continuar firmándolo con mis fluidos. Siempre he perseguido el equilibrio así que siguiendo las predicciones de mi padre y otros acontecimientos que yo interpreté como «señales», me adentré en el maravilloso mundo de follar con los espejos. Solo así y sin profundizar demasiado en el asunto, podía encontrar una equidad, un no deberle nada a nadie y que nadie me debiera nada por echar un polvo. Follar con mujeres se me hacía más igualitario, algo que no originaba deudas a nadie y, por supuesto, algo delicioso. Creo que entonces me di cuenta de por qué un cuerpo de mujer valía lo que valía: qué manjar un coño mojado en la boca, unas buenas tetas entre mis manos, una cintura estrecha a la que agarrarme para no caer…

Aquí llegó la siguiente transgresión, la más grave de todas hasta ese momento. Porque ser un putón desvergonzado solo implicaba transgredir el proceso establecido para poder acceder al sexo. Pero ser bollera implicaba una seria y grave exclusión de los hombres. El engranaje siendo putón se atrofiaba un poco y giraba en sentido contrario, siendo lesbiana, el engranaje directamente no funcionaba, le faltaba una pieza. Aún no sé cuántas cosas pueden realizarse prescindiendo de la participación de los hombres sin ser tachada de loca o de enferma. Ahora mismo solo me viene a la cabeza ingresar en un convento.

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Claro que el bollerío también tenía sus desagradables sorpresas preparadas y listas para mí. Reconozco haber tenido una suerte increíble con mis compañeras, porque el «ambiente» en Madrid realmente daba arcadas y de Barcelona mejor ni hablar… Era de esperar que no me gustara, es completamente irracional que personas que nada tienen que ver entre sí salvo sus preferencias sexuales se vean hacinadas en un barrio o en un local de copas o en una fiesta; al final acaban todas pareciéndose, pero no a la mejor de todas ellas sino a la más mamarracha. La música cuarentaprincipalera, la falta de inquietudes, el paripé que se montaban para finalmente follar, parecían una pesadilla y reproducían conductas de las que pensé que me había librado dejando a los hombres atrás.

En ocasiones tuve la impresión de que el rollo bollo copiaba solo las cosas malas de la heteronormatividad. El tinglado del cortejo era lo que más me tocaba las pelotas. No tenía sentido ninguno (y sigue sin tenerlo, aquí el pretérito es puro artificio) y estaba cabreada, así que también empecé a tener problemas en el círculo lésbico.

De Chueca me han echado de casi todos los locales y de Barcelona de la mitad: por quitarme la camiseta, por meterle mano a la amante de turno en medio de la pista, por drogarme en el baño, por bailar como una bestia cachonda, por quejarme por los precios de las consumiciones (el dinero rosa también me cabrea, de los coños que me como no salen doblones de oro), por gritar, todo ello por creerme el cuento de que allí, en el gueto, éramos más libres… Yo prefiero vivir en un mundo hostil antes que en una caja de zapatos llena de pétalos de rosa, la verdad.

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Finalmente, todas ellas también me estaban obligando a ser una señorita recatada, a ser presentable. Una vez, la dueña de un garito de la plaza de Chueca me increpó durante la mani del orgullo para que dejara de comportarme así (yo solo bailaba semidesnuda) porque por culpa de gente como yo «la sociedad nunca iba a tolerarnos». «¿Cómo? ¿Tolerarnos?», le dije, yo no quiero que nadie tenga que perdonarme la vida, sólo quiero que me dejen vivir en paz, tolerancia no es lo que pido porque eso sería asumir que estamos haciendo algo que no deberíamos, algo por lo que deberíamos pedir permiso; solo pido que a quien no le guste lo que hago con mi vida, se pegue un tiro en la cabeza y me deje tranquila. No le escupí en la cara porque tenía la boca seca, pero sentí un profundo odio por todo lo que ella simbolizaba. Negociantas de mierda que se creen que por tener un bar (que en el fondo es lo único que les importa) pueden ir adoctrinando a la gente, semipoliticuchas que van de sociatas (porque son los que les bailan el agua) y luego son unas burguesas y unas nazis. Moríos todas o amurallar el barrio y convertirlo en un parque temático del que nunca pagaré la puta entrada.

Yo pensaba que mi gran transgresión, y la que tanta guerra me ha dado de cara a la sociedad, se vería recompensada con el placer que otorga formar parte de una bella y resistente colectividad. Pero no. Resulta que ahí dentro también mis ideas chirriaban, eran un incordio, algo totalmente prescindible.

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Ya casi nunca digo que soy lesbiana, sería por otra parte, faltar a la verdad. Ni siquiera sé si soy «mujer» (por lo visto, y según sus normas, atributo clave para poder ser bollo) y la rigidez del binarismo de los géneros me asfixia sobremanera.

Así que si no soy nada que pueda encajar aunque sea con palanca en ninguna de las etiquetas que he ido recibiendo a lo largo de mi vida, entonces, y esa es la pretensión mayoritaria, no soy nadie: debería suicidarme y dejar de dar la lata.

Van listxs. Amo esta vida más que nada y la amo un poco más cada vez que alguien trata de amargármela con su bazofia. Pero no pasa nada, sus ofensas son tan nutricias para mí que finalmente no soy más que un producto de tanto jodido teatro. Tendrán que joderse porque donde haya una norma, una ley, un protocolo, una moral rígida o una educación al servicio del poder, habrá transgresiones. Siempre las cometerán lxs niñxs, lxs locxs, lxs salvajes y lxs delincuentes, claro. Tampoco estoy haciendo nada nuevo, solo hago mi trabajo.

Anteriormente:

El karma de vivir al norte

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