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Los adorados

Robar metal para sobrevivir

Tras la crisis hipotecaria, ladrones están desmantelando Cleveland pieza por pieza.

Fotos de Peter Larson. Shorty Rock en la calles de Central, el barrio que es el epicentro de la chatarrería en Cleveland.

Un agradecimiento especial a Jim Henry.

Una calurosa tarde de julio me encontré invadiendo una bodega abandonada en el lado este de Cleveland. Yo estaba en medio de un curso intensivo de robo de metal con un hombre llamado Jay Jackson. Vestido como plomero con una vieja gorra de béisbol azul en su cabeza, el físico musculoso de Jay desmintió el hecho de que antes era un adicto al crack. En estos días su vida sigue girando en torno a los bienes adquiridos ilegalmente, pero no los que se fuman, inhalan o inyectan: Jay se gana la vida robando cobre y acero de los edificios abandonados como al que estábamos entrando a escondidas, cambiando su chatarra por efectivo en un deshuesadero.

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“Ser chatarrero es como ser un empresario”, dijo, llevándome hacia un agujero en una de las paredes de la bodega, a través del cual nos apresuramos. “Es sólo un trabajo y se puede hacer mucho dinero dependiendo lo que le inviertas”.

Ese día en la mañana, yo había usado Google Street View para mapear nuestra excursión por el epicentro del próspero comercio de chatarra de la ciudad, el barrio conocido como Central (que engañosamente está situado en el lado Este de la ciudad). Pero el edificio que Jay y yo invadimos parecía completamente diferente a lo que yo había visto en la pantalla de mi computadora. Las fotos en Google, tomadas en 2009, mostraron un edificio de oficinas desocupado, con casi todas sus ventanas intactas y tablas de madera bloqueando varias entradas. Pero ahora parecía ser el resultado de un bombardeo en Afganistán: cada ventana estaba rota, cada orificio desmantelado. El cadáver maloliente de una rata estaba extendido en el suelo. El techo se había desgarrado, revelando espacios vacíos donde alguna vez las tuberías y cables de ventilación serpenteaban a través del edificio. No podía creer que estuviéramos a sólo diez minutos en coche de los estadios, rascacielos y restaurantes lujosos del centro de la ciudad de Cleveland.

El lugar me pudo haber parecido un basurero, pero para Jay era un tesoro de tamaño desconocido. “Podría traer mis antorchas aquí y cortar esa caja de acero de allá”, dijo caminando de puntillas cuando criticó el trabajo de los que ya habían entrado antes, describiendo una cantidad de diferentes maneras para desmantelar el edificio adecuadamente.

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Jay y sus compañeros —explicó— no sólo entran y deshacen edificios, sino que trabajan en equipos, viven en un edificio abandonado como éste durante semanas, mientras meticulosamente desmontan cada metro cuadrado por su valor. Un chatarrero como Jay puede ganar un par de miles de dólares en una gran jornada. Los ladrones de metal con su táctica son tan buenos para desmantelar, que a veces las autoridades de la ciudad de Cleveland han tenido que sustituir las vigas y columnas de los edificios después de que han sido desmanteladas, para evitar que las grandes estructuras colapsen. Jay me dijo que está en el “negocio de la deconstrucción”, y en Cleveland, el negocio está prosperando.

Al igual que muchas comodidades tangibles que surgieron a raíz de esta economía turbulenta, la buena fortuna de los chatarreros de Cleveland es resultado directo de la mala fortuna de los propietarios de casas y negocios. Entre 2000 y 2008, el condado de Cuyahoga, que abarca a Cleveland, acumuló la mayor cantidad de casas embargadas per cápita en Estados Unidos, con la sorprendente cantidad de 80 mil casas que fueron embargadas por los bancos (aproximadamente uno de cada ocho hogares). Calles enteras del vecindario fueron abandonadas o vendidas a las instituciones financieras, las cuales a su vez dejaron estas casas deshabitadas.

El lado este de la ciudad es el corazón de la industria de chatarrería y el más afectado por la recesión —de alguna forma trae a la mente la boca podrida de un adicto a la metanfetamina—, con estructuras en descomposición por todas direcciones y grandes espacios vacíos donde las casas y los negocios se habían establecido y proporcionaban sustento a miles residentes de Ohio. Hoy en día hay más de 16 mil de estas propiedades desocupadas, cada una llena de cosas que pueden ser hurtadas, como aluminio, aparatos con metales, alambre de cobre y de plomería, todos en espera de ser desmantelados de las paredes.

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Jay Jackson va por un camino secreto a Wilkoff and Sons, uno de los deshuesaderos más grandes de Cleveland. Compran la mayoría de su metal de operaciones pequeñas, lo despedazan y lo envían a través de EU y otros países. Jay dijo que roba metal frecuentemente de este deshuesadero y se lo vende a otros establecimientos.

Debido a la combinación de la crisis hipotecaria de 2007 y al aumento en el precio del metal a nivel mundial, la crisis se ha disparado en ciudades de todo Estados Unidos. Y en Cleveland existe el mayor número de robos de metales reportados per cápita en el país. Como resultado, esta ciudad se ha convertido en el tipo de lugar donde de diez a 20 tapas de alcantarillas desaparecen en una noche y cae un niño en uno de los pozos descubiertos, donde la gente bromea acerca de cómo puede electrocutarse sólo por caminar por la calle porque los cables eléctricos del suelo han sido arrancados de los postes de luz, y donde las estatuas de cobre en el centro de la ciudad que honraban figuras importantes de la historia estadounidense han sido sustituidas por otros compuestos pintados para parecer cobre y desalentar a los ladrones. Los chatarreros, en otras palabras, están en todas partes, audazmente desgarrando infraestructura de la ciudad a plena luz del día, como buitres revoloteando sobre una manada de ratones que se siguieron entre ellos hasta un rincón sin salida.

Así que no fue sorprendente cuando Jay y yo, después de husmear la bodega un poco, nos topamos con otro chatarrero en la planta baja. Sucio y sudoroso, dijo que su nombre era Sean. Lo vimos hurtando algunas vigas pesadas que Jay creía poder obtener alrededor de 300 dólares por tonelada en el deshuesadero. Naturalmente, Sean se negó a ser fotografiado y no parecía muy contento de vernos, quería este lugar para él solo. Sólo para asustarnos, dijo algo que sonó como un cuento sobre cómo él trabajaba para el dueño del edificio, que estaba tratando de salvar el lugar antes de convertirlo en una fábrica de pescados. “Probablemente llegará dentro de una hora”, dijo Sean. A Jay no le pareció muy convincente.

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Era obvio que Sean no quería hablar conmigo, pero cuando le pregunté cuánto podía ganar en promedio de una jornada, no podía dejar pasar la oportunidad de presumir: “Estoy viviendo en una casa chingona. Puedes ver el lugar donde vivo y nunca pensarías que soy chatarrero. Para serlo, tienes que ser bien rifado. Yo gano dinero —alrededor de 200 dólares por día—. Yo sé cómo conseguirlo”.

Jay y yo dejamos a Sean hacer su trabajo. A medida que salíamos de la bodega y veíamos la la luz del sol, volteé a ver a Jay y le pregunté por qué squea un lugar en vez de encontrar un trabajo que la gente considere más respetable. Me miró como si yo fuera un idiota y me lanzó una factura de 511 dólares. “Esto”, dijo, “algunas personas ni siquiera ganan esto en una semana. Si estuviera chambeando en un trabajo donde me pagaran un salario mínimo, no ganaría esto. Probablemente ganaría 300 dólares. ¿Qué se puede hacer con 300 dólares? ¿Cómo puedes mantener a tu familia o mantener un hogar con 300 dólares?”

Yo no tenía una respuesta.

Chatarra acumulada en Wilkoff and Sons. La escalera de la derecha es usada por chatarreros para entrar a escondidas y robar metal.

Aunque nací y crecí en Cleveland, el hoyo por el que me arrastré con Jay era algo que nunca había visto en los 20 años que llevo aquí. En mi Cleveland lees publinotas de revistas regionales que describen con detalle la forma en que la ciudad está siendo resucitada gracias a la gentrificación y la renovación urbana. Hay una vida renovada en el lado oeste de Cleveland y lo noto cuando salgo con mis viejos amigos que no se mudaron a otras ciudades después de la carrera, como lo hice yo. Ellos viven en amplios lofts al oeste del río Cuyahoga, en viejas bodegas que están siendo convertidas en espacios de hogares alternativos para artistas y donde no es difícil toparse con un mercado orgánico o tomar una cerveza artesanal; un poco como lo que sucede con Brooklyn y su gentrificación, una isla situada entre la ciudad y los suburbios.

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De vuelta en el lado este, la historia es totalmente diferente. Ahí, las bodegas y fábricas viejas y abandonadas no serán renovadas pronto —sólo seguirán pudriéndose a través de los años, tal vez incluso décadas. Es aquí donde las historias del metal hurtado, un síntoma claro de la falta de perspectivas económicas de la ciudad, se han convertido en una industria gris del mercado.

Mientras yo estaba en la ciudad, me invitaron a una gran cena con la familia de mi novia, la cual también ha vivido en Cleveland durante décadas. Todos en la mesa tenían una historia de horror sobre el robo de metal. Se amontonaron las anécdotas, de las iglesias locales y salones de belleza cuyas unidades de aire acondicionado fueron saqueadas, también había viviendas abandonadas despojadas de la herrería y el cableado. “Es muy malo, ahora la gente pinta letreros que dicen NO HAY COBRE en sus casas”, dijo el papá de mi novia. “Pero eso es casi una invitación, pienso”.

Después de pasar tiempo con Jay y aprender cómo los chatarreros hurtan casas y saber lo que ellos buscan, tenía curiosidad sobre el otro lado de la moneda: cómo consiguen sus productos tan fácilmente.

Una mañana, paseando por el lado este no tan lejos de donde fui con Jay, conocí a un tipo que se conoce como Shorty Rock. Él iba empujando un carrito de supermercado lleno de chatarra casualmente por la calle 55 Este, en Central, y aceptó que lo acompañara a todas partes mientras recolectaba y —lo más importante— vendía sus bienes robados a un deshuesadero. No teníamos que ir muy lejos, había un sinnúmero de edificios vacíos y deshuesaderos alineados en cada calle. Si Jay es un chatarrero “profesional”, un maestro para conseguir grandes cantidades de dinero, Shorty representa un tranza que sólo vende lo que puede encontrar en la calle para sobrevivir.

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Shorty era chaparro, como su apodo en inglés lo indica, y hablaba rápido y con acento sureño. Mientras empujaba su estropeado carrito de supermercado, explicó que su trayecto era simplemente al azar desmantelando lo que pudiera tomar de una casa, metiéndolo en su carrito y echándose a correr. Me dijo que en sus mejores días de robar metal, había ganado 111 dólares, una ganancia buena.

El tiradero en uno de los tantos deshuesaderos de Cleveland, donde los chatarreros pueden desmantelar electrónicos y bienes de consumo para extraer su metal.

El día que conocí a Shorty, él había estado hurtando los objetos abandonados de casas desde las 5:30 de la mañana y ya se dirigía a venderlo en el centro de reciclaje de New Western, en la misma calle. Mientras caminábamos, Shorty me contó su historia, típica de la mayoría de los chatarreros: tiene 51 años de edad, ya había pasado ocho años en la cárcel y no había sido capaz de conseguir un trabajo estable desde que salió, en 2002. “He estado más tiempo libre de lo que estuve encarcelado”, dijo. “Y ni siquiera puedo ser contratado en Walmart”.

Cuando era joven, dijo Shorty, nunca se habría imaginado estar cubierto de polvo y sudor agrio en el calor de 32 grados centígrados, arrastrando metales robados por las calles de Cleveland por pocos centavos. Me dijo que era originario de Arkansas y afirmó tener un par de años de estudios universitarios en Georgia, pero que había sido expulsado por cometer un robo con violencia, causa de su primera detención.

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Mientras Shorty me hablaba de su tiempo en la cárcel, pensé en Jay. A pesar de que Jay tenía ganancias más grandes que Shorty, sus historiales eran similares. Jay había estado en la cárcel seis veces en su vida —la mayoría de las veces por drogas— y acordó en ayudarme a petición de la policía local para evitar volver a la cárcel por un violento altercado que había tenido con otro chatarrero sobre quién tomaría la mercancía. Y como muchos de los chatarreros que conocí, Jay tenía un historial de adicciones; al principio la chatarrería lo había ayudado a financiar su hábito. Sin embargo, ahora que estaba relativamente limpio, una de las mayores preocupaciones de Jay era comprar chatarra robada de los adictos a precio de ganga a todas horas de la noche y luego vender esa chatarra a deshuesaderos al día siguiente.

Shorty era un tipo muy locuaz. Mientras empujaba su carrito por la calle, contó varias historias de la vida de chatarrero. La más interesante, y una que no tenía manera de comprobar, era acerca de un millonario encubierto que ganó su fortuna almacenando chatarra de propiedades como Case Western Reserve y University Hospital, grandes instituciones en Cleveland que manejan una gran cantidad de terreno y equipo en la ciudad.

“Este güey abrió su casa”, dijo Shorty, “todo lo que desbordaba era metal. Podría ganar dos mil dólares en una hora con la venta de esas cosas”. La historia era el cómo convertirse de pobre a rico versión chatarreros, algo así como “si se lucha lo suficiente, cualquiera puede hacerse rico haciendo esto”.

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Si bien es muy difícil creer que los chatarreros por sí solos están haciendo millones por metal hurtado, con un ingreso promedio de Cleveland de tan sólo 27,470 dólares, y una de cada tres personas que viven por debajo del índice de la pobreza, el robo de metal supera muchas de las otras oportunidades de trabajo —tanto legales como ilegales— en la ciudad. Teniendo en cuenta que la oferta es interminable, los riesgos de ser descubiertos son bajos y la distribución es tan fácil como caminar por la calle 55 Este, casi parece una profesión sensata para muchos.

“Me gustaría haber sabido acerca de la pinche chatarrería cuando tenía 20 años”, dijo Shorty cuando llegamos al centro de reciclaje de New Western Reserve, un pequeño y sombrío deshuesadero escondido en la esquina. “A estas alturas, probablemente tendría mi propia empresa seria y viviría disfrutando, casado, con 25 niños”.

Afuera de una casa en Slavic Village, la herrería fue completamente retirada, excepto por el porche.

Shorty entonces hizo un ritual que presencié decenas de veces durante mi viaje, él vendía mercancía claramente robada a los deshuesaderos, y no se hacían preguntas: Un empleado tomó la carga de Shorty y la colocó en una amplia báscula en el piso de cemento, donde se pesó y tomó una foto. A continuación, un empleado de una ventanilla imprimió un boleto, que podía canjear por dinero en otra. Cuando Shorty reclamó el dinero, ellos vincularon la carga de chatarra a un perfil digital que el dehuesadero conserva en un archivo que incluye su foto. Este nuevo procedimiento es un mandato de la reciente legislación diseñada para permitir a la policía rastrear chatarra robada, pero de acuerdo con funcionarios policiales de Cleveland del barrio de Central, como el vicesargento Heather Misch del Tercer Distrito, esta medida no está ayudando.

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Parte del problema es que es casi imposible diferenciar entre la chatarra que no es robada, —por ejemplo, cuando un propietario legalmente bota algunos lavabos antiguos o cableado— y chatarra que fue robada de un edificio desocupado u ocupado. También está el hecho de que los robos de metales a menudo no se denuncian, por lo menos en el caso de las casas abandonadas, porque no hay ningún propietario para darse cuenta de que han sido robados durante mucho tiempo. Los chatarreros criminales también viajan a través de la frontera de la ciudad y del estado para vender mercancía, o derretir su metal para enmascararlo, dañándolo o agrupándolo con otra chatarrería de manera que es más difícil de rastrear.

Pero Shorty no tenía que hacer nada de eso en el deshuesadero local. Fue capaz de deshacerse de su carga de chatarra y otros trozos de metal, a menos de un kilometro de distancia, y sin problemas. Cuando recibió su dinero, me presumió la factura sostenida entre sus manos y sonrió. ¿El resultado de cinco horas dedicadas a rastear las calles por metal? 5.54 dólares.

En la última década, la chatarrería se ha convertido en un fenómeno importante en EU. Al igual que con la mayoría de las actividades clandestinas e ilegales, los números exactos son difíciles de cuantificar, pero Gary Bush, un experto en el robo de metal en el Instituto de Industrias de Reciclaje de Metales (ISRI, por sus siglas en inglés), en Washington, DC, cree que el aumento en la chatarrería en los últimos años ha sido significativo. ISRI creó un sistema de alerta de chatarra en 2008, que ha hecho más fácil a los departamentos de policía y los deshuesaderos alertar a los demás de la actividad de chatarrería criminal. Algunos escuadrones del departamento de policía, generalmente encargados de investigar delitos relacionados con droga y sexo, también han comenzado a investigar el robo de metal, y de acuerdo con ISRI, este tipo de denuncias aumentaron más del 500 por ciento entre 2009 y 2012.

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Mientras tanto, la imagen del chatarrero tranza ha penetrado la conciencia cultural. El nuevo drama criminal de AMC, Low Winter Sun, con sede en Detroit cuenta varias historias que tienen nexos entre la chatarrería y el tráfico de drogas, y el rapero de Detroit, Danny Brown, alteró el himno de drogas “Trap or Die”, de Young Jeezy, para explorar la vida del robo de metal con su tema “Scrap or Die”, reinventando la chatarrería como forma de lucha de clases contra los propietarios: “Esta palanca de metal nos va llevar a través de la puerta”, escupe. “Venimos a tomar todo, nigga, a la mierda con el propietario”.

Tiene perfecto sentido que Detroit —el ícono viviente y símbolo estereotipado del colapso postindustrial de EU— sirva como escenario de tanta mitología chatarrera. El chatarrero es el antihéroe perfecto de esta historia, saliendo de las sombras y filtrándose a través de los deshechos de la economía estadounidense, tratando de obtener una ganancia de cualquier manera que pueda. Muchos chatarreros entraron a ese estilo de vida para sustituir de alguna forma la pérdida de trabajo y ahora, con 14 millones de hogares sin ingresos en Estados Unidos, son en gran parte un recordatorio de la crisis financiera que no se ha resuelto y sus efectos prolongados en ciudades del país. Qué mejor figura para encarnar las contradicciones resultantes de esta recesión que las termitas postindustriales. Son a la vez algunas de las creaciones más malignas de la recesión, literalmente desmantelando el futuro de sus ciudades, así como emprendedores estadounidenses —en el más clásico de los sentidos— como un intento de recoger los pedazos de una economía quebrada por necesidad y con valor.

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Aunque las historias de este tipo de “dificultades estadounidenses” en periódicos y revistas son a menudo de Detroit, Cleveland tiene un problema de chatarrería mucho más grave que Motor City. Es cierto que Detroit segunda a Cleveland en cuanto a denuncias de robos de metal a nivel nacional, pero ni siquiera se clasifica entre los diez primeros cuando analizas estas denuncias per cápita. Cleveland tiene 73 denuncias por cada diez mil habitantes, según un estudio realizado por la Universidad de Indianápolis. La ciudad que le sigue, Flint, Michigan, cuenta con 66 denuncias por habitante —Cincinnati y Dayton, Ohio, también encabezan la lista—. Cleveland sigue siendo el número uno, y la chatarrería aquí incluso ha llamado la atención del FBI, que recientemente ha investigado y hecho redadas de grupos organizados que buscan transportar metal robado a otros estados y que han robado incluso de las subestaciones eléctricas reguladas por el gobierno federal.

A nivel nacional, la mayoría de los expertos consideran parte del reciente auge de chatarrería —iniciado alrededor de 2008— como una consecuencia de los altos precios del acero y cobre, el cual fue resultado de una mayor demanda de estos metales en todo el mundo. Según Joe Pickard, economista en jefe del ISRI, en ese entonces los precios de la chatarra empezaron a subir y alcanzaron su punto máximo en 2011, cuando el cobre pagaba cuatro dólares por medio kilo. La mayoría de los propietarios de los deshuesaderos, policías y chatarreros informados creen que este aumento de la demanda fue el resultado de un triunfante paso en la industria de la construcción en China, sin embargo, Joe me dijo que cree que también tiene que ver con la producción minera de EU al fallar en sus objetivos. De cualquier manera, el 30 por ciento de la chatarra que se desmantela ilegalmente de las casas y bodegas del país probablemente llega a otros países, donde luego se venden de vuelta a los compradores de Estados Unidos en forma de mercancía barata y bienes de consumo. Y aunque la producción minera en EU ha incrementado en los últimos dos años, y la industria de la construcción china se ha enfriado considerablemente, los delincuentes que aprendieron a desmantelar entre 2008 y 2011 no muestran signos de haber sido afectados, sino que han adaptado sus habilidades para despojar hogares abandonados por la crisis hipotecaria.

Esto es lo que ha hecho de Cleveland un lugar propicio para el crecimiento de los chatarreros. Según el regidor local Anthony Brancatelli, quien está liderando un esfuerzo para luchar contra el desmantelamiento metálico de la ciudad, la fuente aparentemente ilimitada de chatarra facilitada por el mercado de bienes raíces es otro factor clave responsable del auge del negocio. Y Anthony lo sabría: en su delegación está Slavic Village, un barrio polaco, negro y latino que se vio más afectado por el embargo hipotecario que cualquier otro código postal en EU, y sigue siendo devastada por el robo de metal.

Una mañana, me encontré con Anthony en un restaurante polaco pintoresco en el corazón de Slavic Village. Se tardó 15 minutos antes de que pudiera llegar desde la entrada de la cafetería a la mesa donde yo estaba sentado, porque tenía que dar la mano y saludar a cada persona en el lugar con una broma simpática que era lo suficientemente ingeniosa para impresionar, pero no demasiado arriesgada para ofender. Parecía un funcionario público perfecto, e incluso en ese día de verano ardiente lucía un vestuario político: un saco mal ajustado y un pin.

Con un pan tostado y huevos revueltos, Anthony me explicó cómo se pueden rastrear los problemas de bienes raíces de la ciudad a los finales de los noventa, cuando la gente estaba comprando casas al por mayor: la compra de las propiedades, invertían moderadamente en ellas y luego se vendían a precios inflados. En aquel entonces, viviendas de mala muerte costaban como cien mil dólares, y eran propiedades sobrevaloradas que fueron la primera ola de embargos hipotecarios en la ciudad. Luego, en la década de 2000, el mercado inmobiliario se hizo muy competitivo gracias a los ridículos mecanismos de financiamiento. Las hipotecas se repartieron como dulces y la gente compraba muy por encima de su presupuesto sin capacidad de pagar sus deudas.

Henrietta Cookie Kolger, la dueña del dehuesadero Tyroler, pagándole dinero a chatarrero por un surtido de metales.

Fue en este momento, alrededor de 2008, que los precios de chatarrería comenzaron a alcanzar niveles récord. Lo atractivo de estos altos precios ha creado numerosas organizaciones criminales de chatarreros. Los tipos como Jay comenzaron a trabajar en equipo y alquilar equipos de construcción industrial para obtener cargas de mercancía más grandes. Entonces los chatarreros fueron hurtando los barrios que no estaban todavía completamente abandonados y poco después comenzaron a desaparecer las tapas de las alcantarillas e incluso las subestaciones eléctricas se convirtieron en principales objetivos.

“Estaba tan mal”, dijo Anthony, “que los contratistas estuvieran llevando sus vehículos al deshuesadero, ya que estaban recibiendo más por una camioneta jodida de lo que ganarían si estuvieran trabajando”.

Mientras el resto del país estaba tratando de salir la crisis hipotecaria, el índice de la delincuencia y embargo de viviendas en Cleveland se mantenía en 9.5 por ciento. Anthony está convencido de que la ingeniosa destrucción de propiedades abandonadas es la única solución a los problemas de vivienda de la ciudad. Es miembro de la junta directiva del Cuyahoga County Land Bank, que compra propiedades arruinadas y las destruye o —en casos raros— son restauradas y se venden a nuevos propietarios. Anthony me dijo que han tomado 500 propiedades en los últimos cinco años.