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Edición de la santísima trinidad

Rodando por la vida

Minusválida por un día.

Una silla de ruedas: mi boleto al mundo misterioso y emocionante de los discapacitados.

Mi hermano tiene parálisis cerebral hemipléjica y el muy cabrón se aprovecha de eso todo el tiempo. Siempre dice: “Soy un minusválido así que no puedo lavar los trastes”, o se gasta el dinero que le da el gobierno por su incapacidad en videojuegos y ropa. Llevo veinte años envidiándolo en secreto, añorando toda esa atención, regalos y bajas expectativas. Cuando tenía seis años, le tenía tanta envidia que decidí robarme una silla de ruedas de un muelle de carga. Doblé mis manos y mis pies de todas las formas posibles, y manejé esa nave como toda una experta, sólo para ver qué se sentía. La gente me sonreía y me saludaba; era como ser una celebridad.

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Desde entonces, mi curiosidad sólo se ha intensificado, hasta que un día me pegó: ya soy una adulta. Ya no necesitaba robar para asomarme al glamuroso mundo de los discapacitados. ¡Podía rentar una silla con mi tarjeta de crédito! Sería como la vez que Tyra Banks se puso un disfraz de gorda, sólo para demostrar que los obesos no son más que personas en busca de atención.

El primer paso fue llamar a mi hermano para discutir los puntos básicos de ser discapacitado. Me dijo que lo más molesto de todo era cuando la gente se refería a él como “discapacitado”. También me dijo que suele bloquear todas sus experiencias jodidas con extraños. Por lo que su percepción es que la mayoría de las personas tienen curiosidad o son excesivamente amables. Estaba ansiosa por descubrir todo un mundo nuevo de discapacidad atada a mi vehículo de cuatro ruedas.

Déjenme decirles que sentí todo el peso de la silla de ruedas en cuanto me senté. Vivo en Montreal, y era in-vierno. Para pasar un día “rodando por la ciudad” tendría que manejar por la montaña rusa de la muerte, congelada y resbaladiza. Mi mantra fue: “Sin mi silla, sólo soy una plasta de carne adolorida y con manchas de caca”. Llamé a un par de amigos para ver qué estaban haciendo, les planteé mi situación y les dije que nuestras opciones eran la galería de arte, el casino o el zoológico techado: los únicos lugares de la ciudad con acceso para discapacitados.

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En cuanto salí de la casa me di cuenta de que apenas podía empujarme por la banqueta. Había una gruesa capa de hielo, lo que quería decir que tendría que cruzarme por la mitad de la calle como una idiota o aguantarme el orgullo y pedirle a alguien más me empujara. Esto último no era opción.

Logré llegar al metro, cosa que implicó mucho trabajo aun estando sentada. Cuando intenté subir al tren, me atoré en el hoyo entre el vagón y la plataforma. Todo mundo quedó horrorizado cuando intenté usar los barandales del tren para jalarme hacia adentro. Nadie sabía qué hacer; estaban paralizados. Entonces sonó la campana indicando el cierre de las puertas y entré en pánico. Salté de la silla, la jalé y me volví a sentar. Todos se quedaron con la boca abierta. Aun así, me tomó el doble de tiempo llegar adonde quería: el zoológico.

Lo primero que noté en el zoológico fue mi altura. Ser parapléjica me dejaba con el mismo rango de visión que un niño. Es un horizonte rarísimo. Mi hermano me contó que le dice a los niños que lo que tiene es contagioso para mantenerlos alejados.

Escuchaba a niños y adultos decir “¡cuidado!” cuando me veían venir, y a uno que otro buen samaritano que me detenía la puerta para sentirse bien consigo mismo. Para ser honesta, fue increíble ver cómo la gente se estresaba por mi presencia, pero tenía que pretender que estaba acostumbrada a la atención.

Cuando llegó la hora de partir, llamé a una compañía de taxis que tienen camionetas adaptadas para sillas de ruedas. El empleado del zoológico que me acompañó hasta el sitio de taxis era extremadamente molesto y me hablaba como si tuviera cinco años. Se agachaba junto a mi cara y me hablaba despacio y fuerte. Un tanto ingenua, quise pensar que interactuaba así con todo mundo. Pero esto era precisamente de lo que mi hermano me había hablado: lo peor de estar discapacitado es que las personas subestimaban tu capacidad intelectual, y no sólo los extraños. Me dijo que los maestros, compañeros de clase y hasta la familia, eran increíblemente ignorantes sobre su problema y, descarada o incons-cientemente, lo trataban como si fuera intelectualmente inferior.

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Un paseo por el zoológico de Montreal, uno de los pocos lugares con acceso para discapacitados de la ciudad.

En un intento por obtener un resultado más positivo en mi experimento social, decidí ir a un torneo de básquetbol en silla de ruedas. Mientras veía el primer juego, noté algo extraño sobre los jugadores: se reían y parecía no preocuparles si ganaban o perdían. Esto me llamó la atención porque contrastaba con los partidos de básquet que solía ver de pequeña, en donde los jugadores eran tan grandes que parecían búfalos, con bigotes gruesos y camisas viejas recortadas; esos juegos eran intensos, llenos de gritos, sudor y sangre. Después de que pitaron el final, todos se pararon de sus sillas y se alejaron caminando. Nunca me he sentido más engañada.

Después, me preparé para una noche con mucho alcohol al volante en el único lugar que conocía cerca de mi casa con rampa para discapacitados. Lo bueno de estar en una silla de ruedas es que tus zapatos nunca se ensucian ni se mojan, y no tienes que caminar en tacones. Mi plan era llevarme a un tipo lindo a mi casa y hacer que me cargara hasta la cama, o al menos coger con él en mi silla.

Por desgracia, resultó que era “Noche de Regay” en el club, y por una extraña casualidad una lesbiana discapacitada era la reina de la pista y me tiraba la onda con sus ojitos de lesbiana discapacitada. Me eché unos tragos para sentirme menos incómoda, y en el proceso vislumbré otra ventaja de estar en una silla: el cantinero se acuerda de ti y de lo que pediste.

Después, decidí que era hora de bailar. Había pasado toda la semana estudiando movimientos en YouTube. Estaba lista para explotar todas las brazadas que había practicado, pero todavía me sentía incómoda por la lesbiana sobre ruedas que tenía a mi izquierda. La pude sentir a mi lado toda la noche, echándome miradas, sin duda esperando que hiciéramos lo que sea que las lesbianas discapacitadas pueden hacer.

Finalmente, estaba tan borracha que me desmayé con la cabeza en la barra (la cual tenía la altura perfecta). Sentí que me tocaron el hombro, y cuando desperté, la lesbiana estaba extremadamente cerca, gritándome madres que no entendí. Me asusté y rodé a toda velocidad hacia la salida mientras una persona pelirroja (mi visión estaba demasiado borrosa para distinguir su sexo) me ayudaba hasta al puerta. En cuanto salí del edificio, me fui volando a mi departamento y juré nunca volver a pretender que estaba discapacitada.

Esto me lleva a mi conclusión, o si fuera una feria científica de la escuela, “lo que aprendí”: Sí, estar discapacitada apesta, pero eso no tiene por qué definir a una persona. También me imaginé que nuestros amigos discapacitados podrían algún día fundar su propia versión de Israel, con minusválidos en lugar de judíos. Podrían vivir pacíficamente entre ellos, rodando por donde quisieran.

Lo que realmente debí haber hecho es concentrarme en cómo abrir mi corazón a los discapacitados. Quizá mi hermano realmente no puede lavar platos. Quizá merece recibir más dinero del gobierno. Y quizá sólo soy una pendeja que desperdicia su cuerpo perfectamente funcional, día tras día.