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¿Salir con un marero?

“Ver, oír y callar”, es la consigna con la que viven miles de salvadoreños día a día, es la ley impuesta en "tierra de nadie".

Spleen Journal! es una revista bimestral que publica crónicas latinoamericanas, un proyecto sin fin de lucro que admiramos y respetamos. Cada lunes, VICE México comparte un artículo publicado originalmente en spleenjournal.com.

“Ver, oír y callar”, es la consigna con la que viven miles de salvadoreños día a día. Esta frase también puede encontrarse en las pintas de las paredes barriales, y a veces, te lo dicen los mismos vecinos; cuando interrogas a alguien o quieres saber lo que pasa en sus pasajes, nuevamente lo repiten. Igual sucede cuando cuestionas a los maestros sobre lo que se vive en sus escuelas, murmuran: es ley impuesta en “tierra de nadie”. Obedecer puede sumarse a esta ley.

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Pero también, cuando la oportunidad se presenta, en vez de huir o morir, otra opción: “ve a caminar con ellos”, pertenece y acepta salir con un marero. Aunque no te guste. Aunque tengas miedo, esa la realidad que viven muchas “cipotas” (mujeres en los diferentes departamentos de El Salvador).

‒Sí, lo llegué a pensar, irme con él, me decía que al andar con él nos íbamos a ir a vivir juntos, que iba a tener mi casita, que me iba a comprar un carro y que si yo llegaba a tener hijos con él, los iba a mantener. Que yo iba a tener todo lo que yo quisiera, eso me decía él…– sostiene Sofía al narrar el enganche romántico que le endulzó el oído; con el tiempo, se percató “que sólo le dio paja, mentiras baratas”.

Su historia inició hace tres años. Cuando recién cumplía los once, salía de su escuela al mediodía, entre risas y jaloneos con sus compañeras. Un marero puso su atención en ella y desde entonces la esperaba para acompañarla a su casa, “para que no anduviera solita porque era muy bonita y algo le podía pasar”.

Ella, aunque con temor de caminar junto a él por las calles, aceptaba. Alguna vez intentó decirle que no quería que la acompañara más, que la iba a meter en problemas con sus tíos y la respuesta siempre fue la misma: “A vos nadie te puede hacer nada, yo te cuido y conmigo nada te va a pasar”. Eso a esa edad te reconforta. Te hace sentir de alguna manera importante. Sofi sabía que él era miembro de la Mara Salvatrucha y en su colonia la mara lleva la palabra, la mara manda. De ahí que ser la mujer de un marero es ganarse el respeto, por miedo.

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‒Yo me sentía bien con él, era bien buena onda conmigo, me regalaba cosas y hasta me daba “pisto” –dinero– cuando necesitaba comprar algo que me gustara. En el colegio las bichas –chavas– desde que empezamos a andar, ya no me trataban igual, me respetaban. O yo creo que más bien me tenían miedo…

El respeto o el temor social debido a un cambio jerárquico que te da el relacionarte con un marero, es un tema recurrente al hablar sobre los noviazgos en estos grupos donde hay códigos y normas que cumplir por parte de las “cipotas”. Ejemplo de ello es que en el momento en que un marero se relaciona con una mujer, ésta debe de tener claro que no puede entablar ningún tipo de relación afectiva o sexual con un miembro de la mara contraria. Porque no es el hecho de que sólo lo estés engañando a él, sino también a su familia, “la mara”. Mismas reglas que deben seguir las “cipotas” cuando un marero termina su relación con ellas.

A esto, habría de agregar, que las hainas o novias se sienten respaldadas por un marero y sus “homeboys”, y a la vez limitadas por estos: dejan de ser una chica más, ahora son la mujer de uno de ellos y lo serán hasta que esa persona quiera.

Ese momento es cuando se rompe la línea difusa que se había dibujado, donde aún podías decidir si quedarte o dejarlo.

Como la experiencia de Sofi, viven cientos de adolescentes mujeres en El Salvador que toman la decisión mientras se puede, si es que existe la opción.

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Algunas generan estrategias para llevar la fiesta en paz: ellas dicen saludarlos, responderles si les preguntan algo, hacerles favores si se los piden, permitir que las acompañen a casa aunque no lo quieran. Al final ellos dicen que están ahí para “cuidarlas”, cuidar de la colonia y nunca les pasará nada y entonces, si llega el momento en que les pidan ser su novia, tendrán que tomar una decisión. Medida que muchas veces no sólo implican sus deseos, hay algo más, está su familia, están sus hermanos.

‒Yo quería andar con él porque ya me gustaba un montón, su modo, como se vestía, la música y el vacil que traía, pero mi mamá siempre me decía ‘pensá lo que vas a hacer, pensalo por tu hermanos, yo no te voy a perdonar nunca que a tu papá o a tu hermano les pase algo porque vos andás con tus cosas’.

Sofi, vivió este problema. Pero en otras familias salvadoreñas no se permite que las “cipotas” anden con mareros aunque sea como una estrategia de supervivencia o seguridad. Se considera que por encima del valor de la mujer, está el de los hombres de casa. Así las amenazan con correrlas y mandarlas a vivir con otros familiares debido a que –es un grito a voces– la mara se “cobra sus deudas” o venganzas con los hermanos, padres e hijos, los varones.

Esta realidad que experimentan la mayoría de las adolescentes salvadoreñas, en parte está supeditada al hecho de que viven grandes desigualdades sociales y se encuentran en un territorio controlado por maras. Sin embargo, estamos frente a un problema de violencia estructural y simbólica muchas veces normalizada por la mujer, donde este tipo de coerción sexual nunca aparecerá en estadísticas institucionales que enmascaran lo que es vivir en zonas de conflicto social entre pandillas. Terminará siendo, para la mayoría, algo normal, algo que ya no le parece extraño a la ciudadanía adormecida o temerosa que sigue viva bajo la consigna: “ver, oír y callar”.

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