"Si no generas, tu familia no come": un día en la vida de un microbusero

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"Si no generas, tu familia no come": un día en la vida de un microbusero

Gustavo tiene la vista repartida entre su espejo lateral, la alcancía llena de cambio que tiene a su derecha y la calle angosta por la que acelera hasta que la aguja del velocímetro le marca 70.

Gustavo Adrián Reyes, de 44 años de edad, ha trabajado la misma ruta que va desde Viveros hasta Lomas de la Era durante más de 20 años. Fotos por Pablo Ríos Camarena.

Son las cuatro y media de la mañana cuando Gustavo Reyes se despierta. Pasará las próximas 15 horas trabajando, sin la seguridad o garantía que le proporcionaría un empleo con un sueldo fijo, y no sabe si regresará a casa con el dinero suficiente para alimentar a sus tres hijos y a su esposa.

Después de una rutina breve que los años de experiencia le han permitido amaestrar, sale a una esquina remota del barrio San Bartolo, situado en el Poniente de la Ciudad de México. Está listo para comenzar su primer trabajo del día como 'checador': se dedica a observar la calle, esperando que algún conductor de microbús se detenga a su lado. Cuando esto ocurre, marca la hora exacta y el número de unidad del pesero en una libretita que utiliza todos los días. El sol aún no ha salido y en la calle sólo se pueden escuchar un par de ladridos a la distancia. Su reloj marca las seis de la mañana.

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Permanece inmóvil en esa esquina durante cuatro horas, anotando el tiempo que pasa entre cada camión que se detiene a su lado y mencionándole a los choferes cuánta distancia le saca el compañero más cercano. Confía plenamente en el cronómetro que ha utilizado desde que empezó a trabajar como 'checador'. Gracias a las mediciones de Gustavo, los conductores podrán administrar su velocidad y permitir que 'el pasaje' se reparta entre todos los trabajadores de la ruta. Lleva 20 años anotando minuciosamente la diferencia entre cada autobús e intercambiando aquella información por una pequeña propina —de unos cinco o diez pesos— que los choferes se sienten obligados a darle. Una vez cumplidas las nueve de la mañana, toma un taxi hacia la esquina de Altavista y Avenida Revolución, donde relevará al conductor nocturno de la ruta que opera.

Después de una hora de espera en que Gustavo Reyes se dedica a trapear y barrer su automóvil, la ruta 43 comienza un ascenso que terminará en Lomas de La Era, un barrio de calles estrechas y casas pequeñas localizado en el poniente de la ciudad. Salió el sol y el calor penetra el parabrisas del camión. "Estos días son de vacaciones, los días pesados son cuando hay clases", dice Gustavo, que con una mano detiene el volante y con la otra recibe el pasaje de los clientes que acaban de subir. Tiene la vista repartida entre su espejo lateral, la alcancía llena de cambio que tiene a su derecha y la calle angosta y brusca por la que acelera hasta que la aguja del velocímetro le marca 70.

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El camión 148 de la ruta 43 es la segunda casa de Gustavo Reyes.

Conoce perfectamente la ruta que está recorriendo gracias a sus 20 años de experiencia, y poco recuerda del joven que empezó a trabajar ese mismo camino cuando apenas aprendía a conducir. A pesar de que forma parte de la 'guerra del centavo', en la que los camioneros aceleran a velocidades que duplican lo permitido por el gobierno capitalino —40 o 50 kilómetros por hora— e invaden los carriles laterales sin mucha precaución con tal de asegurar un cliente, Gustavo Adrián Reyes no pasa un sólo segundo sin sonreír. "Aquí, si no generas, no ganas. Hay que tener hambre". Saluda con amabilidad a los choferes que pasan en sentido contrario, hombres de los que conoce exclusivamente los hombros y la cabeza y con los que nunca ha entablado una conversación. Sin embargo, su amistad está inmortalizada por el compañerismo formado por años de recorridos diarios por las mismas calles a horas rutinarias, y sabe que su contraparte vive exactamente la misma situación que él.

Hay tres zapatitos infantiles colgados de la pantalla de vidrio que está a sus espaldas y que lo separa de los pasajeros. No sabe de quién son o por qué están ahí, pero Gustavo asegura que ese ha sido su hogar por más de cinco años. En su tablero, debajo del Cristo y junto a la estatuilla de la Virgen de Guadalupe, tiene una representación a escala de la iglesia de Juquila, un santuario Guadalupano situado en Oaxaca. "Son creencias y religiones, básicamente. Traemos Virgenes, Cristos, y la iglesita ahí enfrente. Algunos compañeros incluso traen la imagen de la Santa Muerte". Gustavo pasa la mayor parte del día en el camión —más de 13 horas en promedio—, por lo que lo ha adaptado para sentirse más en casa. Se toma su rutina a la ligera, pero sabe muy bien que su familia depende de él. "Tienes que salir adelante por tu familia", dice el conductor mientras saluda a dos jóvenes que se suben. Son clientes regulares y se niega a cobrarles. El chofer de la ruta 43 sabe que es indispensable que trabaje más de 12 horas sin parar, y asegura que no tiene tiempo alguno de descanso o relajación. "Estás cansado cuando llegas a tu casa a dormir, pero sabes que el siguiente día tienes que estar al pie del cañón. A mi alarma siempre le gano. Es un reloj biológico que ya traigo integrado", cuenta. Tiene que estar pendiente y al servicio de su patrón todo el día y todo el año, dispuesto a trabajar a cualquier hora y bajo cualquier situación. Los hombres que tienen mucho que pagar y poco de comer no se pueden dar un día libre. "Los choferes tenemos prohibido enfermarnos, si no, no come tu familia".

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Es una realidad que Gustavo conoce perfectamente bien, pero los arduos años de trabajo lo han hecho insensible a cualquier preocupación o molestia que crean las infinitas posibilidades que resultarían en el desempleo. Se olvida de la irritación que le causa la mala planeación del sistema de transporte y el poco apoyo gubernamental que recibe, y decide mejor pensar en aquello que le da propósito a su trabajo: su familia. Pero olvidar los obstáculos de los que sufre cualquier conductor de transporte público no los hace desaparecer. La falta de apoyo y de seguridad es evidente. "Yo le dije a mi patrón muchas veces de un seguro, del seguro social, que sale en 800 pesos. Si pagamos mitad y mitad, todos estamos contentos, pero el patrón me dijo que no". Es víctima de una profesión que prácticamente define el término de economía informal. "Diario tienes que entregar tu cuenta", asegura Gustavo Reyes, quién se refiere a la cantidad fija que le tiene que entregar al dueño de la unidad al final de cada día de trabajo. Aunque gana lo suficiente para alimentar a su familia y poder pagar los servicios de su casa, la falta de apoyo es una de sus mayores preocupaciones: "Si el salario mínimo son 80 pesos, te llevas alrededor de tres o cuatro salarios mínimos, pero la diferencia es que no tienes ningún tipo de prestación. Si yo me muero, ¿que le dice el patrón a mi familia?"

Gustavo Reyes detiene el volante con su mano izquierda en lo que la derecha se da la tarea imposible de cambiar las velocidades y recibir el dinero de los pasajeros que acaban de subir. Todo esto ocurre mientras el camión va a más de 80 kilómetros por hora en una calle estrecha.

Parecen nunca terminar las quejas dirigidas hacia los choferes que se atraviesan de un carril a otro sin aviso previo o a los que manejan a más de 80 kilómetros por hora en calles de un solo carril. Sin embargo, no es sorprendente que los conductores de microbús no tengan respeto alguno por las reglas de tránsito. Al no tener un sueldo fijo, su bienestar y el de su familia depende de la cantidad que logren recolectar en un día. "Si sabes que no vas cumpliendo con tu cuenta, tienes que generar".

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Las concesiones para los autobuses del transporte público emplean un sistema arcaico en el que cada unidad se vende a quien esté interesado, y el individuo que la adquiere se libera de cualquier contacto con el gobierno después de su compra. De ese modo, cada chofer que opere un camión tiene que generar su propio sueldo, y este varía todos los días. ¿Qué incentivo tienen los choferes para manejar con precaución cuando su seguridad y la de su familia están en riesgo?

Miguel Ángel Mancera, jefe de gobierno de la Ciudad de México, asegura que ha comenzado a eliminar la venta de las concesiones individuales para terminar con la llamada 'guerra del centavo'. "En este proceso de depuración, de compactación, vamos avanzando en este gobierno. Vamos a retirar varios miles de microbuses. Es el fin de los microbuses. La ciudad no puede seguir con este tipo de transporte" dijo el jefe de gobierno durante el Foro Forbes 2015. Aunque parece una idea prometedora, la manera en la que está tomando forma es muy peligrosa para los conductores actuales. Miguel Ángel Mancera se decidió a reducir la venta de concesiones, y esperará a que los autobuses que actualmente están en circulación dejen de funcionar o tengan algún accidente. De este modo, los trabajadores, que por años han tenido que lidiar con la falta de apoyo gubernamental, repentinamente se encuentran frente a la posibilidad de perder su trabajo sin aviso alguno.

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Se utiliza cada centímetro del autobús para asegurar el dinero que se otorga al patrón al final del día.

Aunque Gustavo acepta que se tiene que hacer un cambio en el sistema de transporte público, se encuentra en desacuerdo con el jefe de gobierno, y siente preocupación por su seguridad económica y la de sus compañeros. "El gobierno quiere evitar la guerra del pasaje", dice el chofer de 44 años "La solución es de dos partes; del gobierno y de los conductores". A pesar de que la idea y la iniciativa son interesantes, hay una inmensa falta de planeación que podría enviar al desempleo a miles de conductores de autobuses públicos.

Otro problema que parecen presentar los microbuses de la Ciudad de México es el de la contaminación. Aunque Gustavo asegura que todo depende del estado físico del camión, está completamente consciente de que la mayoría de los choferes se logran escapar por el camino más fácil cuando su vehículo tiene algún daño. Cada unidad se somete a una inspección anual en la que se verifica que los papeles del vehículo estén actualizados y este se encuentre bien físicamente. Sin embargo, cualquier falla que encuentre el inspector tiene que ser asumida por el chofer, quién tiene que mandar a arreglar el autobús con su propio dinero. Pero cuando resulta más barato pagarle una recompensa al inspector, los dueños de la unidad no lo dudan. "Es como todo, ¿me entiendes? Mientras haya dinero, te la pasan". Este es otro conflicto causado por la venta de concesiones a individuos que podría ser evitado con un mayor apoyo gubernamental o un cambio en el sistema. Un hombre que tiene que sacar algo de dinero de sus escasos ahorros opta por pagar una mordida para que el registrador no le exija reparaciones. Al final, el camión se queda en mal estado y agrava los problemas de contaminación y tráfico que existen en la ciudad.

Pero la corrupción y la falta de interés gubernamental no pueden ser atribuidos a hombres como Gustavo, que simplemente buscan lo mejor para su familia. Pasan horas inmovilizados, comiendo muy poco y en un ambiente incómodo, todo esto mientras se enfrentan a una profesión que se ha vuelto extremadamente insegura, ya sea por los accidentes que podrían dejar a los conductores sin trabajo, o por los robos y asaltos que ocurren a diario.

Gustavo, sin embargo, decide permanecer sonriente y simplemente recorrer la ruta que ha trabajado por 20 años, esperando lo mejor e ignorando las incontables posibilidades de peligro que le dan forma a su profesión. Cuando recorre las calles estrechas de La Era, no piensa en Miguel Ángel Mancera, en la gente que lo desprecia por su manera de conducir o en la corrupción y violencia que lo rodean. Simplemente detiene el volante con fuerza y se encarga de registrar cada rincón de la avenida, cada esquina y cada puesto en busca de alguien a quién saludar. Ha adquirido una cantidad de amigos incontable con los que solamente ha intercambiado un par de palabras, pero los considera una parte integral de su vida diaria.

Es de noche y ya no busca pasaje, por lo que cierra la puerta lateral de un jalón, causando un breve estruendo que es seguido inmediatamente por el sonido sutil de una palanca girando para encender las luces. Recorre los montes del poniente capitalino para llevar la unidad a casa de su patrón, como lo ha hecho todas las noches desde que tenía 23 años. Tiene la mente fija en sus hijos y su esposa. No le quita el sueño la política ni las quejas del público una vez que llega a su casa cerca de las 11. Lo único que le impide cerrar los ojos y dormir es el hecho de que el siguiente día tendrá que estar "al pie del cañón" una vez más.