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Distrito Feral

Sobre cómo mi cocodrilo casi se come a la señora que limpia mi casa

El reptil 'Lupe' terminó en una pecera gigante de mi hogar cuando la SEMARNAT hizo un decomiso de especies traficadas y luego se negó a cuidar de los bichos.

Yo llevaba algunos años operando un criadero de reptiles y anfibios en cautiverio. Nada excepcional. Boas, camaleones, ranas y pitones distribuidos en terrarios dentro de un cuarto climatizado que se levantaba en la azotea de la casa materna. Especies que en general se podrían catalogar como manejables. Aunque es cierto que algunos ejemplares presentaban retos complicados para su manutención, ninguno era realmente peligroso. Quizás las serpientes de mayor tamaño. Pero, tras un accidente con un pitón albino que casi me arranca el brazo, la verdad era que optaba por ser en extremo cauteloso.

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El equilibrio lo vino a romper la señorita con voz de perro gordo que aguardaba al otro lado de la línea telefónica. Me pedía que me presentara a la brevedad en las Oficinas de Vida Silvestre de la SEMARNAT. Cuando quise indagar para qué era requerida mi persona, recibí un ronco y largo bufido a manera de respuesta. Me sobresalté, hasta donde yo recordaba mis papeles estaban más que al corriente con la letárgica burocracia biológica. No obstante, el gobierno es el gobierno, y si uno quiere hacer las cosas de manera "legal" en este país, es importante seguirles la jugada. Así es que confirmé mi presencia para la mañana siguiente.

En una ocasión anterior, ya se me había citado para prestar labores extraoficiales en una dependencia de la PROFEPA. El encargo: ayudar en un caso de confiscación de reptiles. Siendo más exactos, brindar asesoría para la correcta identificación de unos camaleones comercializados ilegalmente. En realidad lo único que tenía que hacer era establecer, en mi opinión, a que especie pertenecían los saurios. Pensé que se trataría de algo similar.

La Dirección General de Vida Silvestre bullía en actividad. Fui conducido por un pasillo largo hasta un cubículo adornado con fotos de quetzales y ballenas jorobadas. Me recibió un funcionario menor con cara de oso hormiguero. Después de un saludo cordial y agradecerme el haber sido siempre cumplido, saltó directo al grano. Días antes se había realizado un decomiso jugoso en el aeropuerto. Unos contrabandistas japoneses habían sido sorprendidos en el acto. En el operativo se habían incautado varias decenas de organismos de procedencia ilegal. Los animales estaban resguardados en bodega.

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—Ajá —dije sin entender aún de qué iba el asunto.

—Pues que son reptiles —me contestó el funcionario resoplando por la nariz.

Lo que siguió fue uno de esos discursos enmarañados, clásicos de burócratas, en los que no queda completamente claro si lo que se le pide a uno responde al carácter de obligación, responsabilidad, favorcito o todas las anteriores. La cuestión es que las bodegas estaban demasiado llenas y no se daban abasto. Sin duda los animales tenían que ser trasladados a otro sitio. Necesitaban encontrar casa temporal, y pronto, en lo que se decidía su futuro a largo plazo. Era evidente que yo no podía albergarlos a todos, pero quizás podría ayudar con alguno. Sí ayudar, fue el término empleado. Asentí sin estar seguro de tener mayor elección en el asunto. Pensé que igual no sería tan grave. Después de todo, un organismo más en la colección no presentaría mayores problemas. Me volvía a equivocar.

—Y si pudiera ser hoy mismo, se lo agradecería rotundamente —me dijo el funcionario con su larga cara a manera de despedida.

La bodega era todo lo que uno puede esperar de una bodega judicial con bajo presupuesto. Condiciones de hacinamiento, suciedad, fauna sobreviviendo a duras penas. Me indicaron el anaquel que contenía a los organismos en cuestión. Varios contenedores de plástico opaco se amontonaban formando una pirámide. A través de las superficies traslúcidas era posible adivinar siluetas activas. Imposible determinar exactamente a qué organismos pertenecían. Comencé a leer las etiquetas. Cobra albina, cascabel cola negra, nauyaca terciopelo, cantil de agua. Se me formó un nudo en la garganta. Al parecer todos los contenedores albergaban serpientes venenosas. Imposible pensé, la verdad es que, tras una larga experiencia con serpientes fugadas en la casa, de ninguna manera estaba dispuesto a adoptar una venenosa. Si se llegaba a escapar la cabrona, había que mudarse a dormir a un hotel.

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Seguí examinando las etiquetas. Sólo una correspondía a un reptil no venenoso. En letra de molde decía: Cocodrilo. Destapé el contenedor para ser testigo de uno de los animales más tiernos del mundo natural: la cría de lagarto. Aquel que tenía en ese momento frente a mí era tan perfecto que parecía de juguete, con ojos verdes muy grandes y, a pesar de su diminuto tamaño, expresión feroz. Calculé que no tendría más de unas semanas de edad.

—Los demás se murieron ayer —balbuceó el encargado.

Estaba claro. Me llevaría al pequeño huérfano. ¿Cómo negarme? Sería sólo por un tiempo corto y lo más probable es que el bebé perteneciera a una de las dos especies de cocodrilos mexicanos que raramente rebasan los dos metros y medio de longitud. Por tercera vez en el día, me equivocaba.

Un par de horas más tarde el cocodrilito nadaba feliz en su nuevo habitáculo. Había devorado con ansiedad los charales ofrecidos y ahora exploraba su entorno. Aproveché para consultar la tabla de identificación biológica. Noté que no presentaba parpados protuberantes ni hocico chato, por lo que definitivamente no era un caimán. Conté escamas y analicé caracteres morfológicos. La conclusión del análisis me angustió bastante. Todo parecía indicar que no se trataba de un Crocodylus moreletii, como yo había pensado, sino de un acutus. Ni más ni menos que el cocodrilo más grande del continente americano. Una bestia pleistocénica que con facilidad podía alcanzar los cinco metros de largo y rebasar los quinientos kilogramos de peso. Menos mal que la petición del gobierno involucraba cobijarlo tan sólo durante un tiempo breve.

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Tres años después yo seguía sin tener noticias de la SEMARNAT y el pequeño cocodrilito ya no tenía nada de tierno. Ahora medía cerca de un metro de la punta de la nariz a la de la cola (casi todo cabeza con dientes afilados) y era capaz de matar a una rata de medio kilo como se aplasta a una mosca. Poco a poco había ido rebasando las dimensiones de sus distintos encierros, hasta ocupar una pecera gigante que habíamos heredado de un acuario clausurado. Resultaba un tanto obvio que le quedaba chica, pero no teníamos forma de ofrecerle algo más grande.

Debido a que determinar el sexo de un cocodrilo joven es una empresa complicada, decidí bautizarlo con el nombre de Lupe (mote sabido que, al menos en México, es valido para ambos géneros). Lupe era un animal inquieto, muy rápido y sumamente voraz. No conocía la saciedad. Siempre que olfateaba los trozos de carne que constituían la mayor parte de sus comidas, era víctima de un ataque de locura. Se impulsaba con la cola frenéticamente hasta que conseguía sacar la cabeza por encima del borde de su pecera y aventaba tarascadas al menor movimiento. Por supuesto que todos en la casa le teníamos un poco de miedo. Y cómo no iba a ser así, si la fiera podía dejarte manco en cuestión de segundos.

Estaba claro que no podría mantenerlo mucho tiempo más bajo mi tutela. Pero todos mis esfuerzos por averiguar algo en la Dirección General de Vida Silvestre, habían sido en vano. El funcionario que me encomendara la tarea de fungir como niñera ya no trabajaba ahí. Lo que es peor: el hecho no constaba en ningún acta. No existía registro alguno. En términos prácticos, el encargo nunca había tenido lugar; el animal era únicamente mi responsabilidad.

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Fue por esa época que cayó la gota que derramó el vaso. Yo me encontraba en Pachuca trabajando en un rodaje, cuando a Lupe se le ocurrió fugarse de su pecera. O bueno, siendo francos, quizás era algo que ya se le había ocurrido antes pero que, hasta entonces, no había sido capaz de conseguir. Reptó por encima del borde de cristal y se liberó. La casualidad quiso que ese día la puerta del cuarto de los reptiles estuviera abierta y así la bestia pudiera bajar los escalones que la separaban de la sala.

Era de noche cuando Lety, la empleada doméstica que trabaja en casa de mi madre, volvió de hacer el mandado. Entró cargando las bolsas de la compra despreocupadamente; ignoraba por completo que una presencia la asechaba desde atrás del sillón. Sin más preámbulo, el depredador se abalanzó sobre su presa. Unos cuantos metros se interponían entre él y la jugosa pierna de Lety. Por suerte, en su arranque la cola del reptil pegó contra la pata de la mesa, y tiró un florero. El ruido sobresaltó a Lety, que al voltear sorprendió el embiste. Más por reflejo que entendiendo realmente de qué se trataba, Lety interpuso las bolsas entre ella y la sabandija. El cocodrilo cerró sus fauces sobre un caja de cereal. Lety hizo entonces lo que cualquier mujer habituada a la vida de campo hubiera hecho: tomó una escoba y arremetió contra la fiera. El atacante se convirtió en víctima y se escabulló como pudo de vuelta al cuarto de los reptiles. Lety cerró la puerta con llave y sólo entonces cayó en cuenta del peligro que había corrido.

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Cuando regresé alarmado por la noticia, me encontré con que el cocodrilo se había vuelto a meter a su pecera. Ni idea cómo lo habría conseguido, pero estaba haciéndose güey en el fondo del agua. Al principio desconfié de la veracidad de la fuga. Sin embargo, al día siguiente lo volvió a hacer y para agravar la situación se le ocurrió ¿por qué no? meterse a la tina donde vivía Monstruón, la tortuga lagarto. Ahora bien, esta no era una tortuga cualquiera. Monstruón había sido rescatada de una veterinaria rascuache años atrás, y ostentaba una concha de cuarenta centímetros de largo y su cabeza era del tamaño de una toronja. Era fuerte como un oso y quizás sólo un poco más violenta que el intruso que en ese momento perturbaba sus dominios. No voy a ahondar en la complicada maniobra que fue necesaria para retirar a Lupe sin perder ningún dedo en el intento. Pero una cosa quedaba totalmente clara: el cocodrilo tenía que irse de la casa.

Lupe vivió durante algunos años en un estanque construido en un terreno familiar en Cuernavaca. Ahí comenzó a cazar ardillas, pájaros y cualquier otro animal incauto que se acercara a tomar agua. Ganó peso y talla de manera acelerada. Cuando tiempo después la propiedad fue vendida, fueron necesarias tres personas entrenadas para lazarlo e inmovilizarlo. Ahora vive en las instalaciones de una compañía que renta organismos para películas. La última vez que indagué sobre su estado, me informaron que mide poco más de tres metros.

Lety aún trabaja en casa de mi madre. El encuentro con el cocodrilo fue sólo una de tantas pruebas a las que se vio confrontada mientras yo y mis animales cohabitamos ese mismo espacio.

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@cotahiriart