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Sexo

Soy adicta al sexo

Es muy fácil decirle "puta" a alguien o hacer juicios de valor sin pensar en que una adicción es una enfermedad.

Autorretratos por Ahtziri Lagarde.

Hace un par de años mi terapeuta me dijo que era adicta al sexo. Durante mi infancia y pubertad, mi mamá nunca mencionó el tema, y lo único que me dijo al respecto fue: "Llega virgen al matrimonio". No le hice caso.

Una noche conocí a un tipo en el trabajo. Yo en ese entonces era bailarina en un teibol, al sur de la Ciudad de México. Después de un rato, me invitó a pasar un par de días en Acapulco y la idea me pareció increíblemente excitante.

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Para la tarde del día siguiente ya estábamos en la playa. Decidimos ir al bar de un hotel de lujo a tomar unos tragos acompañados de un par de tachas. Por la noche, ya en su casa, pusimos música y seguimos tomando. Me tropecé en una parte del jardín mientras bailaba y caí unos cuatro metros hacia abajo. No me pasó nada grave, pero mis codos y rodillas comenzaron a sangrar, así que me fui a la habitación. Me acosté en la cama e inmediatamente me quedé dormida. Un rato después, escuché que alguien entraba en la habitación. Era él. Se acercó y me acarició la pierna:

"¿Estás bien, tontita?", preguntó. En cuanto sentí sus caricias, un switch en mí se encendió. Podía tolerar el dolor en las piernas y los brazos, pero lo que no podía tolerar era la ausencia de su pene en mi vagina. "Mejor que nunca", contesté.

Se inclinó para besarme y me comenzó a quitar el traje de baño. El dolor no me permitía moverme mucho, así que dejé que él que se encargara de todo. En cuanto me penetró, todo el dolor se disipó y me sentí aliviada. Fue una sensación que me acompañó durante todo ese momento. Fue como si no estuviera consciente de estar muriendo de sed y de un momento a otro, alguien me diera una botella de agua.

Me di cuenta que estaba coleccionando situaciones y aventuras. En pocos meses pasé de tener dos, a más de treinta parejas sexuales. En algún momento le atribuí todo al alcohol y a las drogas, pero eso no era la raíz del problema.

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Nunca tuve una dependencia a las drogas o al alcohol. Sin embargo, cuando alguien tiene un amigo que no suelta la botella: "Es un pedote"; si tienes un amigo que no suelta el gallo: "Es un pachecote", pero si tienes una amiga que no suelta el pene, pues es una "puta".

Antes de los 21 años no tomaba, no fumaba, no me drogaba y no tenía ninguna dependencia en general. No sé si lo hacía por costumbre, por falta de curiosidad o simplemente por miedo. Hasta ese momento, independientemente del ambiente en el que me desenvolviera, siempre fui la chica "sana" del grupo.

Un día, la idea de irme a Europa se convirtió en un plan de vida. Puse en venta mi coche, mis muebles y regalé mi ropa. Incluso me despedí de algunas personas y hablé con el que era mi jefe para renunciar a mi trabajo de bailarina. Le dije que me retiraba.

Era el invierno del 2006 y mi ex novio y yo estábamos emocionados con la idea de iniciar una nueva vida. Teníamos planeado comprar los boletos el siguiente fin de semana y empezar el año del otro lado del charco. Él no trabajaba, así que el dinero que teníamos ahorrado era resultado de mi trabajo y la venta de mis cosas.

Unos días antes cambiamos el dinero en un centro comercial y fuimos a casa de su mamá a despedirnos de ella y de su familia. Después de cenar, su mamá nos preguntó si no era peligroso viajar con tanto dinero en un taxi o en el metro y después de considerarlo, decidimos dejar el dinero en su casa. Pasaríamos a recogerlo la mañana siguiente, antes de ir al aeropuerto. Esa noche, antes de dormir, discutimos acaloradamente acerca de algo que ya ni siquiera recuerdo.

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Al día siguiente desperté y él ya no estaba en la cama. Lo busqué en el departamento y no lo encontré. No podía llamarlo porque hasta los celulares habíamos vendido. Regresé a la habitación y me di cuenta de que sus cosas ya no estaban. Sentí el estómago en la garganta. Me vestí lo más rápido que pude, salí y llamé a su mamá desde la farmacia de la esquina.

—¿Sí?—contestó el teléfono.

—¿Está Jorge con usted? Se llevó todas sus cosas sin decirme nada.

—Sí, aquí está, pero a mí no me metan en sus problemas, ¿sí?

—¿Cuáles problemas? Voy para allá a recoger mi dinero— sentía que la rabia y la impotencia me hervían en la sangre.

—¿Quién dice que es tu dinero?—, preguntó.

—¡Usted sabe que su hijo no trabaja! ¡Sabe perfectamente que lo he mantenido durante tres años porque él nunca ha movido un dedo!

—Pues él dice que ese dinero también es suyo.

—Voy a llamar a la policía—, le dije y colgué.

Después llamé a mi madre: " Mamá, Jorge se fue con el dinero. ¡Ven por mí! Tenemos que ir a su casa y llamar a la policía". Vino a recogerme lo más rápido que pudo y en el camino me recordó lo mucho que odiaba a mi novio, las veces que me lo había advertido y ochenta versiones más del clásico "te lo dije".

Unas cuadras antes de llegar a la casa de mi ex suegra, vimos una patrulla estacionada. Le contamos a la policía lo que había sucedido y nos acompañaron. Cuando toqué la puerta de la casa, él ya se había ido. Le dije a mi mamá que teníamos que ir a la delegación a demandarlo, pero ella sólo contestó: "Olvídalo, hija, te salió barato".

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Me sentí exhausta, y dejé que me llevara de la mano a su camioneta. Empecé a asimilar lo que me estaba sucediendo y me sumergí en un profundo silencio mientras ella conducía.

Llegamos a la casa de mi madre y entré al que solía ser mi cuarto. Miraba la Plaza de Toros a través de las enormes ventanas cuando me dieron ganas de llorar y empecé a sentir que la mandíbula me temblaba.

—¿Ya habías comprado el boleto?—, me preguntó mi mamá mientras se sentaba en la cama.

—No, lo íbamos a comprar al último momento, como en las películas.

—Ay, hija, tú siempre has sido tan fantasiosa. ¿No te quedaste con nada?

—Traigo mil euros en la bolsa. Tal vez todavía puedo comprar el boleto y arreglármelas estando allá, ¿no?

—O podrías pagarme la recamara que te compré cuando vivías aquí.

Fruncí el ceño y volteé a verla. Sentí que me hacía pedazos. No quise digerirlo. Era la desilusión de la desilusión.

—¿Cómo?—, pregunté consternada.

—Sí, cuando vivías conmigo te compré una recámara, ¿recuerdas?—dijo con una sonrisa tímida.

Me horroricé al ver que estaba hablando completamente en serio.

—¿Esperas que te pague una recámara que me has comprado tú, mi madre, precisamente hoy, cuando mi novio se escapó con mis ahorros?

—Antes de que te quedes sin nada, ¿no? Yo estoy pasando por un pésimo momento económi…

—¡Sólo traigo euros!—, la interrumpí. —¿Cómo pretendes que te pague si no tengo ni pesos mexicanos?

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—Te los puedo tomar a diez cada uno —respondió.

Busqué los euros desesperadamente en mi bolsa y se los aventé. "Ten, quédatelos todos". Tomé mi bolsa y me fui completamente molesta conmigo misma. Mi mamá y mi novio se habían quedado con todos mis ahorros. Mi mamá y mi novio.

Me subí a un taxi y le pedí que me llevara a mi ex trabajo. Cuando llegué le pedí dinero a una compañera para pagar el taxi. La parte más horrible de todo, fue tener que volver después de haberme "retirado" y tener que responder una y otra vez a la pregunta: "Frida, ¿qué haces aquí?" Ante mi respuesta, los vi sentir lástima, compasión y en algunos casos, alegría.

El lugar me ofreció una habitación para dormir. Antes de meterme a la cama, una de mis compañeras entró al cuarto y me dijo: "Este viernes, Frida, este viernes vamos a armar un fiestón". Ese fin de semana fui con varias bailarinas a un after. Era la tercera vez que iba a uno pero la primera vez que lo hacía con la etiqueta de soltera.

"Toma, abre la boca", me dijo mi compañera de cuarto ofreciéndome una pastilla con la mano. "Esto te hará sentir mejor".

A la chingada mi güey, a la chingada mi mamá y a la chingada el mundo, pensé. Ése fue el momento en el que decidí mandar a la chingada también mi vida. Bailando, con las luces del lugar sobre mí, tomé cinco éxtasis.

Al siguiente fin de semana fui a Cocoyoc, Morelos, porque un amigo de la prepa iba a dar una fiesta. Llegamos el viernes y el domingo por la noche ya estábamos todos muy cansados. Estaba en la alberca con mi mejor amigo y salí un momento para ir al baño. En el pasillo me encontré a un amigo de mi mejor amigo que estaba muy borracho.

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—¿Vas al baño?—, me preguntó amigablemente.

—Sí, ¿quieres venir?—, contesté.

Me miró extrañado y, antes de que pudiera digerir mi oferta, lo tomé de la mano y lo metí al baño conmigo. Comencé a besarlo en la regadera y mientras lo desvestía, me detuvo un segundo para preguntarme si mi mejor amigo no se iba a enojar. "Es mi amigo de toda la vida, pero nada más", contesté. Abrí la regadera y prácticamente intenté violarlo, pero él estaba muy borracho y lo dejé en paz.

Cuando estaba borracha no me ponía a llorar o a hablar de lo que me había sucedido. Independientemente de la sustancia o la cantidad de alcohol que ingiriera, siempre terminaba pensando en sexo.

En esas semanas, uno de los dueños del lugar donde trabajaba me mandó llamar. Siempre había tenido un comportamiento casi paterno conmigo. Me contó que estaba triste porque su novia, de veinte años de edad, lo había dejado. Él tenía 58 en ese entonces. "Creo que deberíamos ir a distraernos a Acapulco", propuso sonriendo.

Acapulco, viejo amigo, pensé. De inmediato me di cuenta de que su actitud paternal había dependido simplemente de su ex amante. Pensé que nunca me había acostado con alguien tan viejo y la idea me excitó terriblemente.

Unos días después estábamos en su casa en Acapulco, teniendo sexo desenfrenado en su habitación y yo, me encontraba completamente sobria. Cogimos toda la noche hasta cansarnos.

Salimos un tiempo y en algún punto quiso que las cosas fueran más serias, pero él estaba casado. Empecé a mostrar desinterés hasta que dejó de hablarme.

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No fue ni la primera, ni la última vez que alguien me propuso una relación estable, pero yo no estaba interesada en eso. Muchas personas, incluso, llegaron a confundir mi dependencia con amor, y presumían alegóricamente que me traían loca y algunos, hasta cambiaban de actitud conmigo ignorándome o tratando de hacerme sufrir.

El amor y el sexo son juegos de poder, pero si no se está jugando el mismo partido, la estrategia no surte efecto.

Una vez que comprobé que el sexo no estaba relacionado con las drogas y el alcohol, como si fuera un triunfo, volví a las andadas y no me puse a indagar más allá.

A los 16 años perdí mi virginidad con el primer hombre que amé, y ese día, no tenía idea de lo que estaba pasando. Para cuando me di cuenta, ya tenía un pene erecto frente a mí. Fue doloroso y poco romántico.

Él tenía novia, así que fui su amante por tres meses y durante ese tiempo, creo que él experimentó conmigo todo lo que no podía hacer con su novia. Todas mis primeras veces fueron con él. Una vez inventé que tenía que irme de viaje por una semana porque necesitaba averiguar si realmente lo amaba o si podía vivir sin él. Al terminar esa semana, llegué erróneamente a la conclusión de que extrañaba más a su pene que a él. No me di cuenta de que el éxito de nuestra vida sexual radicaba en la desinformación, la experimentación y mi amor hacia él. Los dos desahogamos nuestras prohibiciones en el cuerpo del otro y eso, al menos en mi caso, cambió la perspectiva del plano sexual por siempre.

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Como un alcohólico que se bebe hasta los perfumes, no hice ninguna discriminación en el sexo. Amigos, desconocidos, solteros, casados y en algún momento comencé a flirtear con mujeres. Cada oportunidad representaba una aventura excitante, la emoción recorría mi cuerpo y cada vez quería romper un nuevo límite.

Un día comencé salir con un hombre de poco más de cuarenta años. En nuestro primer encuentro sexual, me di cuenta que tenía el pene muy pequeño.

—Es muy pequeño, ¿verdad?—, me preguntó.

Me quedé callada por un momento intentando elaborar las palabras justas.

—¿Es el más pequeño que has visto?—, me volvió a preguntar.

Me quedé callada sin saber qué decir. Él se arrodilló frente a mí y rodeó mis piernas con sus brazos.

—Dime que es el pene más pequeño que has visto. Hazme sentir miserable.

Hasta ese momento no había tenido una experiencia similar, pero me pareció perverso y refrescante.

—Es el pene más pequeño que he visto y que veré en toda mi vida—, contesté.

Inmediatamente comenzó a masturbarse y tuvimos sexo sadomasoquista.

Salí del cuarto para ir a la cocina por un poco de agua y mi roomate me interceptó para hablar conmigo. Me miró confundida y preocupada.

—Che, ¿no crees que estás yendo demasiado lejos?— me preguntó.

Me reí en su cara.

—Cálmate, sólo estamos jugando.

Cuando tienes una dependencia y ésta comienza a transpirar a través de tu vida cotidiana, la gente que te rodea te lo dice, y no siempre de las mejores maneras.

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Un día estaba en una fiesta con mi mejor amigo y empezamos a fumarnos un porro. Uno de sus amigos se nos acercó completamente borracho y le gritó: " ¡Quédate en el alcohol! ¡Cabrón, quédate en el alcohol!", después me miró de pies a cabeza con una mirada de desaprobación.

Una persona que bebía puntualmente cada fin de semana, es decir un alcohólico, me estaba juzgando por fumarme un porro. No tenía ningún sentido. Estábamos todos en el mismo barco. Yo pretendí que no me importó, pero me fui a mi casa muy triste.

Se empezó a correr la voz de que yo era una pésima influencia para mi mejor amigo. Fingí indiferencia y le dije que ya no me gustaba salir con sus amigos, que alguna vez fueron también los míos. Esos amigos que me conocieron por años, esos amigos que en algún momento me llamaron "santurrona"; esos mismos amigos que ahora me estaban llamando "puta", sin ni siquiera preguntarse el por qué del repentino cambio.

"De ahora en adelante, sal con ellos los viernes y los sábados nos vemos nosotros", le dije sonriendo. Cuando se quedó dormido, lo abracé y sentí un vacío mortal. Sabía que le estaba haciendo daño a la persona que más quería.

Cuando tienes una adicción quieres estar con personas que te justifiquen y que te entiendan, que compartan un mismo vicio, que no te juzguen.

Una noche me encontré una amiga de la adolescencia en el baño de un antro. Nos abrazamos eufóricamente y después de salir del lugar se quedó a dormir en mi casa. Mientras platicábamos de sexo y hombres, me hizo una pregunta que llamó completamente mi atención: " ¿Con cuántos hombres diferentes has estado en un mismo día?"

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La pregunta me pareció tan loca que me empecé a reír tanto como para que el whisky se me escurriera de la boca. Mientras me limpiaba con la sábana la observé. Ella sonrió con alivio. Nadie la estaba juzgando, había encontrado en mí una cómplice. Me contó que un día estuvo con tres hombres en un mismo día, uno en la mañana, otro en la tarde y uno más en la noche.

El día de mi cumpleaños volvimos a mi casa con unos amigos suyos y mientras entrábamos en mi departamento, el conserje vino a tocar a mi puerta. Cuando le abrí, me preguntó si podíamos hablar en privado. Salí descalza al pasillo y cerré la puerta del departamento.

—Los demás inquilinos se han quejado de que usted entra con demasiados desconocidos en el departamento—, me dijo en voz baja.

—Dígales que es mi vida y que pueden ir a chingar a su madre.

Había fumado mariguana y su visita me puso paranoica. No tengo problemas con el sexo, me repetía, yo lo controlo y puedo parar cuando quiera.

Es fundamental aprender a diferenciar a una persona que ha caído en una dependencia de aquéllas que buscan llamar la atención: Un adicto no grita a los cuatro vientos que tiene una adicción. Nadie nunca ha estado orgulloso de sus debilidades; no se puede presumir algo de lo que no se es consciente.

Tomarte una foto con una cerveza en la mano no te hace un alcohólico, por más que lo escribas en la descripción. Así mismo, los verdaderos fanáticos del sexo no van por ahí diciendo que son fanáticos del sexo, los falsos fanáticos del sexo son realmente fanáticos de la atención, ergo, los fanáticos de la atención no van por ahí diciendo que son fanáticos de la atención.

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Aceptar que tenía una dependencia del sexo fue algo demasiado duro de enfrentar. No salí de mi cama en semanas. Me la pasaba acostada sin querer ver a nadie. No soportaba convivir con la realidad y evitaba estar sobria. Cada vez que dormía, soñaba con una versión alternativa de mi vida. Soñaba con mi mamá, con mi viaje a Europa, con todo lo que salió mal. Era un poco como la escena final de Titanic, cuando la cámara recorre el barco por última vez y Jack está esperando a Rose sonriendo, con todos los pasajeros que aplauden alrededor. Cuando la sobriedad se empezaba a apoderar de mí otra vez, era como sentir un golpe bajo. Qué ironía, toqué fondo como el Titanic, pensé y sonreí.

En un ataque de desesperación, tomé una maleta y decidí empezar de cero en una nueva ciudad. Me llevé sólo cosas de valor sentimental. Observé mi departamento por última vez, apagué la luz y me fui.

Escogí una pésima ciudad para empezar de cero: Playa del Carmen. Pero en retrospectiva, pienso que no pude haber escogido un lugar mejor.

Quería trabajar en un bar, en un restaurante, en una tienda o en algo normal. En algo que no me permitiera pensar en sexo o drogas. En ese entonces me dijeron que para hacer esto, tenía que solicitar una tarjeta rosa para trabajar de día y una tarjeta azul para trabajar de noche. Vivía en el departamento de un ex novio de la pubertad que compartía la habitación con un amigo suyo, y los dos trabajaban como personal de seguridad en la que hasta la fecha sigue siendo mi discoteca favorita. Me dijeron que hablara con el gerente, que tal vez podía encontrar trabajo ahí como cajera, así que fui al hospital a tramitar la condenada tarjeta azul.

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La tarjeta azul garantizaba que estuvieras sano o que no tuvieras enfermedades de transmisión sexual (ETS). Me fui a formar a las siete de la mañana afuera del hospital. Había muchas prostitutas ahí, ya que al parecer la tarjeta era renovable. Nos sacaron sangre a todos y esperamos un par de horas para recibir los resultados. Salió una enfermera y empezó a gritar nombres y apellidos mientras entregaba las tarjetas. Cada vez éramos menos. Al final sólo quedamos un par de personas y yo. La enfermera se dio la media vuelta y la alcancé por detrás.

—Mi nombre. No lo mencionó—, le dije.

—La mandaremos llamar dentro de poco.

—¿Por qué?—pregunté confundida.

—No podemos entregar la tarjeta a personas con ETS.

No dije nada y se fue. Sentí cómo mi boca se secaba y mis piernas me temblaban.

—Tranquila—, me dijo una de las prostitutas —puede ser cualquier cosa.

—Pos' eso es lo que le preocupa —respondió otra chica riéndose.

—¿Ya les ha pasado?—, pregunté desesperada.

—¡Uy, sí! A todas nos ha pasado, 'mija. A unas les va mejor y a otras les va peor. Creo que esto lo hicieron por que una vez en un teibol, de esos pa' los gringos, a una morrita, más o menos como de tu edad, le gustaba andarse acostando con todos.

—¡Hasta policías se tiraba la muy puta!— agregó la otra.

—¿Y qué le pasó?— pregunté.

Me miró con una mezcla de preocupación y me di cuenta de que midió bien sus palabras.

—Dicen que un día llegó un tipo en silla de ruedas a verla. La mandó llamar y después de platicar un rato, ella se desmayó. El tipo le pidió perdón porque la había contagiado de sida.

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La dejé hablando sola y me entró un golpe de sueño. Miré el pasto y me pareció increíblemente apetecible. Me hubiera gustado acostarme en él y quedarme dormida, pero me limité a sentarme en la banqueta. Me quedé absorta en mis pensamientos y me pasó toda la vida por delante. Le eché la culpa al mundo y se la quité. Me odié y me perdoné. Me entraron ganas de llorar, pero me calmé.

Yo, que siempre he sido de lo más escéptica, me puse a platicar con mi difunta abuela. Le pedí que me hiciera el paro, que me sacara de ésta. Me sentí mareada y puse la cabeza entre las piernas. Cerré los ojos y comencé a ver pequeños circulitos rojos en la obscuridad.

—¿Lagarde?— escuché la voz de la enfermera.

Me paré de un salto y la seguí a un pequeño consultorio externo. Se sentó en una oficina y me pidió que me desvistiera y me acostara en una camilla.

Me revisó atentamente y me dijo:

—Además de una anemia muy fuerte, al parecer usted contrajo el virus del papiloma humano y vamos a tener que quemarle estas pequeñas verrugas que tiene por aquí. ¿Sí las ha notado, verdad?— preguntó.

—Pensé que eran por mi crema para depilar—, le respondí.

—No, las cremas para depilar no son tan traviesas—, me dijo sonriendo. — No es grave si se detecta a tiempo. Éstas tienen un tamaño discreto, pero después de una pequeña cirugía y unas vacunas, todo va a estar bien—, me dijo dándome unas palmadas en la pierna.

—¿Va a costar mucho?

—La microcirugía es gratis pero después va a tener que aplicarse unas pomadas que le vamos a recetar—, dijo mientras se quitaba los guantes.

—Es que no tengo ni un peso—, para colmo, había perdido mi cartera.

—¿Y no tienes a quién pedirle?

—No, en realidad no. Estoy sola en este mundo—, me di cuenta de que mi respuesta había sonado demasiado dramática cuando ya había salido de mi boca.

Me miró por unos segundos en silencio y me dijo:

—No te preocupes, yo te puedo prestar el dinero.

Es muy fácil decirle "puta" a alguien o hacer juicios de valor sin pensar en que una adicción es una enfermedad. Salir de un hoyo es difícil pero no imposible, y entre más profunda haya sido la caída, más cicatrices llevarás contigo. Hay fracturas que marcan por siempre tu manera de caminar y te hacen más propenso a tropezar, pero ser consciente de tus debilidades te ayudará a evitar los caminos más oscuros y fijarte bien por dónde andas.

Las adicciones no se curan, se controlan y ahora yo vivo controlando la mía.

Ahtziri es una fotógrafa mexicana que vive en Roma y está trabajando en su primer libro, conoce su trabajo en su cuenta de Instagram:

@instant_hunter