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transas

Viaje culposo

He visitado los resorts más bonitos del mundo, incluyendo uno de México... gratis.

Todas las ilustraciones por Evie Cahir.

En 2010 una amiga mía empezó a editar una revista de viajes y le pregunté si podía publicar un artículo que yo había escrito sobre un sastre cachemir, durante el mes que pasé viviendo en una casa flotante en Cachemira. Me había quedado en el bote del sastre durante el invierno, y yo era la única invitada. George Harrison se había quedado ahí 47 años antes, cuando estaba aprendiendo a tocar la cítara con Ravi Shankar. Redacté el artículo en la máquina de escribir del dueño del lugar. Pero mi amiga que hacía la revista, una estafadora como yo, no podía pagar dinero real. En cambio me compensó con “noches de hotel”.

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Me explicó cómo funcionaba: Me acercaría a hoteles independientes con una copia de su kit de prensa y una propuesta. A cambio de dos noches de hospedaje, yo escribiría una reseña de 500 palabras del lugar. Ella me recomendó que me alejara de hoteles grandes y corporativos, porque los reporteros tendrían que pasar por tantas aprobaciones que frecuentemente desechan las solicitudes de inmediato. “Necesitas un lugar pequeño”, dijo mi amiga, “donde alguien pueda tomar la decisión ahí mismo”. Ella agregó: “No te molestes con intentarlo en lugares baratos. Es extraño, pero entre más caros son, es más probable que acepten”.

Yo crecí en un estado de volatilidad financiera. Hasta que tuve 18 y mi abuela murió, mi abuelo nos visitaba a mi mamá y a mí en nuestro hogar en Houston, desde su mansión en Lake Charles, Louisiana, y por una semana, el dinero fluía como agua. Una Navidad, guardó todos los recibos de lo que había gastado y orgullosamente los puso en un álbum de fotos: sumaban diez mil dólares. Pero cuando se iba, el dinero se acababa y pasábamos del festín a la hambruna. A veces nos cortaban la luz, el agua o el teléfono. A veces gastábamos 80 dólares en jitomates. Mi mamá podía llegar a gastar ocho mil dólares en antigüedades chinas, pero nos quedábamos sin gasolina camino a casa. No era tan malo, sólo que era una situación loca.

La experiencia me acostumbró a la buena y a la mala vida. A mis veintitantos, después de que me mudé de Houston a Nueva York para ir a la universidad, me robaba todo lo que necesitaba: comida, libros, ropa. En esa época, podía disfrazar mi nerviosismo perfectamente. Era tan natural que no tenía ni que esconder mi robo. Una vez salí de Whole Foods con mis brazos llenos de comida. Cuando pasé por el sensor, un libro de nutrición macrobiótica que tenía en algún lugar del montón, lo hizo sonar.

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Me detuve y lentamente volteé hacia la cajera. Me dejó pasar. “Hace eso todo el tiempo”, me dijo. No me moví.

Doce años después vivía del seguro de desempleo en Nueva York. Mi mamá y su jefe irían a la India y ella le pidió que también comprara un boleto para mí. Subarrendé mi departamento en Nueva York y me terminé quedando en India por un año.

Después de que entregué mi artículo sobre Cachemira, intenté probar suerte con la transa de los hoteles. Mandé una serie de correos electrónicos con propuestas y kits de prensa a hoteles de Hong Kong. Iba a volar de regreso a Estados Unidos pronto y tenía una escala indefinida en Hong Kong así que el momento era perfecto.

Dos accedieron. Uno era un hotel enorme que acordaba dos noches en intercambio y el segundo fue J Plus —el hotel boutique de Philippe Starck— donde el gerente tenía una tarifa para medios de 150 dólares.

La había cagado con el primer hotel cambiando la fecha de mi hospedaje —estaba nerviosa y seguía pensando razones neuróticas por las que se tenían que cambiar las fechas—. Los asusté. Recuerdo estar temblando mientras lanzaba correos y luego me sorprendía cuando todo funcionaba. También recuerdo que la computadora me redirigía una y otra vez a un hotel de Hong Kong de 50 dólares la noche, como si el destino me dijera “No, Amie. No lo hagas”.

Cuando llegué a Hong Kong, el hotel Philippe Starck me ofreció un coche desde el aeropuerto por 125 dólares. Me preocupaba que si no lo tomaba, daría una mala primera impresión. Sentí que las personas de relaciones públicas del hotel esperarían que el reseñista viajara en coche, usara ropa buena, tuviera una tarjeta de presentación y una copia de la revista a la mano. Yo no tenía ninguna de estas cosas.

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En el reclamo de equipaje, encontré al chofer con el letrero y me acerqué a él. Le dije: “¿Puede esperar un momento?” Entré al baño con mi maleta, y me puse un traje sastre. Después saqué dinero del cajero automático (me sorprendí). Cuando viajo y saco dinero del cajero, siempre imagino un desastre.

A pesar de que el chofer me había recogido, indicándome que tenía clara la transacción, esperaba llegar a la recepción del hotel y que me dijeran que había un error, que mi nombre no estaba en la computadora o alguna otra situación trágica.

Mientras manejábamos por las calles de Hong Kong, viendo grandes anuncios de Prada y Gucci, planeé un discurso. Busqué el nombre de la persona de relaciones públicas a quien le había escrito desde mi smartphone, y ensayé una conversación que empezaría: “Soy reseñista de hoteles…”

La mujer de la recepción no era atractiva, o al menos no se veía especial. Yo había pensado que un hotel boutique en Hong Kong tendría un personal intimidante o al menos gente hermosa, así que esto fue una agradable sorpresa.

El lobby del hotel tenía pisos brillantes de mármol negro y muebles contemporáneos con un toque exótico: una mecedora africana con cuentas. La recepcionista dijo: “¿Tú eres la reseñista de hoteles? Pude modificar tu reservación para una suite”. Ella tomó mi tarjeta de crédito para los gastos incidentales mientras me registraba. “Lo siento”, dijo después de pasar mi tarjeta, “fue rechazada. ¿Tiene otra?”

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Le di 250 dólares en efectivo y subí a mi suite.

La habitación era impresionante. Sentía que estaba en una foto de Architectural Digest. Creo que la palabra que pasó por mi mente fue Malsano, lo cual es raro ya que no creo haber usado esa palabra antes. La suite tenía dos habitaciones con pisos de concreto. En la esquina de una había un asiento tapizado con piel blanca, junto a la ventana y con vista a la ciudad. Todos los muebles eran blancos, las cortinas fantasmales y traslúcidas.

Después de 15 minutos lo había asimilado y estaba completamente aburrida. Si estás sentada sola en un hotel, no importa cómo se vea. Así que bebí. Vi películas. Leí el folleto del cuarto que tenía una lista de antros. Me fui a la cama.

En mi segunda noche fui a un antro. Estaba casi vacío. Los bartenders estaban vestidos completamente de negro y tenían unos micrófonos raros de diadema. El piso era de mármol negro. En una mesa estaban unos empresarios gringos emborrachándose.

Me fui y caminé por una calle de tables. Señoras viejas sentadas en taburetes afuera de los bares. Comían arroz y verduras en empaques de unicel. Decidí entrar a uno, pero la mujer que cuidaba el antro me hizo alejarme, y todos sus amigos hicieron lo mismo. Finalmente, me dejaron entrar a un lugar que estaba vacío. Adentro bailaba para mí una mujer con un bikini de bandera estadounidense. La veía, mientras yo pensaba en cuánto quería la experiencia de viajar. La mujer me vio a los ojos y fue incómodo. Me di cuenta de que en mi traje parecía lesbiana.

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El dueño se me acercó y me preguntó: “¿Te gustan las mujeres?”

“No”, le dije. “Soy escritora”.

Nunca escribí la reseña para el hotel J Plus, pero eso no me detuvo para pasar el siguiente año utilizando el trato de las reseñas de hoteles para conseguir hospedaje gratis en otras ciudades. Conseguí hospedaje gratis en Francia, Portugal, España, Croacia y Colorado. Escribí todas las reseñas.

Después fui a Bali y me quedé en cuatro hoteles. Me dije — mentí— a mí misma que iba a escribir las reseñas. Nunca lo hice.

En diciembre de 2012 me volví una artista de la transa consciente, una verdadera estafadora. Estaba visitando a mi hijastra en Austin, Texas, y conseguí habitaciones gratis sabiendo que nunca escribiría las reseñas. Para ser más precisa: quería escribirlas pero sabía que ninguna revista las publicaría, aunque intentaba autoconvencerme de que encontraría una forma. Eso fue lo más consciente que pude ser en el asunto.

Le escribí a seis hoteles de Austin, y una mujer de relaciones públicas me contestó. Me introdujo a un nuevo fraude: comidas de cortesía. Ella sugirió que también debería reseñar restaurantes en Austin. Ella me puso en un spa fuera de la ciudad. Acepté por dos noches y después reservé otro intercambio de hotel. Por mucho tiempo deseaba quedarme en buenos hoteles. Ahora lo estaba haciendo pero seguía insatisfecha. Histérica ambiciosa como soy, le dije a mi esposo que se robara dos almohadas y una manta de piel falsa del segundo hotel, donde no nos quedamos.

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Pero lo de la comida gratis me confundía. Sentada en un restaurante tailandés una noche, me preocupaba no haber entendido bien. Me angustiaba tener que pagar, lo cual era inaceptable. Le escribí a la mujer de relaciones públicas. Traté de hacerle preguntas con rodeos. Ella recibió mi correo en la noche, a mitad de una posada en su oficina. Ella me contestó: “Amie, es de cortesía”. Después escribió otro email: “Cortesía, cortesía, cortesía, ¡desde luego!” Después escribió un tercer correo en el que se disculpaba por su tono, explicando: “Fiesta de karaoke en la oficina… ¡Pobre de mí!”

En marzo pasado fui a Río. Ahí es donde todo se empezó a caer. Me aceptaron una oferta con ciertas especificaciones. Propuse escribir un artículo de Brasil a cambio de hospedaje en cinco hoteles. Cinco hoteles de lujo diferentes en diez días. Había conseguido unos usando mi nombre, los demás con el de mi esposo. Para este punto ya ni siquiera me molestaba utilizando la palabra reseña. A veces sólo ofrecía una promesa vaga de una mención en alguna publicación que no tenía conocimiento de lo que estaba haciendo.

Entre otros hoteles, nos quedamos en Casa Mosquito, un hotel boutique en Ipanema. La humedad del océano hacía que el viento se sintiera gentil. Las calles estaban tranquilas y la oscuridad escondía el polvo.

Casa Mosquito estaba a una cuadra de la playa. Los cuartos eran pequeños pero amueblados cuidadosamente, y el dueño, Benjamin, no estaba seguro de cómo recibirnos. Llegamos a registrarnos tres horas antes, y él todavía no llegaba a trabajar. El recepcionista lo llamó, y unos minutos después llegó vestido con una playera. Era guapo y tendría unos veintitantos. Tenía barba. Se veía agitado, como si hubiera salido hasta tarde la noche anterior. Nos pidió que esperáramos mientras respiraba fuertemente, revisaba frenéticamente sus correos y acomodaba sus libros.

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Dije con voz baja: “Anda bien coco”.

“Ummm, ¿tú crees?” respondió sarcásticamente mi esposo, que fue cocainómano. Cuando Benjamin estaba listo para hablar con nosotros fue educado pero firme: el check-in era hasta las tres en punto. Puso nuestras maletas en un clóset y nos dijo que tendríamos que esperar.

Esa noche, cuando trajimos cuatro botellas de dos litros de Coca de dieta, galletas, queso, salami y mangos del supermercado (el minibar, nos habían dicho, no era de cortesía), Benjamin y su novio estaban cenando en la cabecera de la larga mesa del vestíbulo. Era una habitación con mucho estilo, techos altos, alfombra de piel y piso de caoba. El hombre mayor que estaba con Benjamin daba una sensación de autoridad. Nos asustaba que quisiera que comiéramos con él. Pero más que eso, nos asustaba que nos preguntara quiénes éramos y cuáles eran nuestras intenciones con el hotel. Nos escabullimos con nuestras bolsas de plástico llenas.

Más tarde, cuando leímos comentarios sobre Casa Mosquito en TripAdvisor, uno de los huéspedes se había quejado sobre el personal y como respuesta, Benjamin lo atacó por "traer compras del súper como si fuera un hostal".

Noté en nuestro último día que mi esposo y yo no éramos lo únicos que le temíamos a ambos dueños. Él único empleado en la recepción de la oficina era portugués. Había sido contratado por su experiencia laboral en el campo de la administración hotelera y por la foto en su currículum. Pero obviamente él trabajaba con miedo de sus patrones. Siempre temblando ligeramente, caminaba con el culo apretado.

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Una mañana, nos trajo café sin leche, y cuando le pedimos leche, él nos dijo: “Sí”, y desapareció. Una vez más pedimos leche. Quince minutos después él regresó con una jarra pequeña. La sostuvo de arriba, y cuando llegó a nuestra mesa, algo sucedió, la tapa de la jarra de leche cayó y se derramó en nuestra mesa. Él entró en pánico y levantó nuestros manteles. Volteó a su alrededor para buscar un trapo. Estaba desorientado y nos disculpó, a pesar de que fue él quién derramó la jarra, decía: “Está bien”. Nos dijo que nos cambiáramos de mesa.

Luego fuimos a caminar a un lado de la playa de Ipanema y un hombre tiró mostaza en el zapato de mi esposo y luego se ofreció a bolearlo. Mientras boleaba el zapato filosofaba de la vida. Respiraba profundo, y decía: “Nada de estrés”, y nos cobró 50 dólares. Nos sorprendió, y le dio vuelta a su cajón para bolear para mostrarnos su hoja de precios. Estaba escrita a mano: un zapato, 50 dólares. Dos zapatos, 75. Empecé a quejarme. ¿Quién creía que era este hombre para transarnos así? Mi esposo le pagó.

En abril, después de que regresamos a Estados Unidos y de nunca haber publicado mi reseña de Casa Mosquito —contrario a lo que yo había prometido—, Benjamin me mandó un correo para quejarse. Le dije (honestamente) que mi historia había sido rechazada. Él no estaba nada contento. Le sugerí que podía incluir una mención de Casa Mosquito en mi columna de hoteles embrujados que escribo de vez en cuando. Estuvo menos contento:

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Querida Amie,

Esto es realmente vergonzoso ya que teníamos un acuerdo con un intercambio…

Tú quizás entenderás que yo acepté el acuerdo de alojarte por dos noches gratis por una publicación en la revista VICE. Reseñar el hotel en línea es realmente… ESTOY DECEPCIONADO.

Un hotel embrujado… estoy seguro de que estás bromeando.

¿Parece CASA MOSQUITO estar embrujado???

Aun no había aprendido mi lección. Siguió así. Me hospedé gratis en Seattle y la Ciudad de México.

Luego, de pronto, y sin decidirlo conscientemente, paré de robar habitaciones de hotel. Creo que paré porque toda la cosa parecía muy vergonzosa. Hospedarme en bonitas habitaciones de hotel había sido una fantasía para mí, pero luego de tener la experiencia me di cuenta de que era la fantasía la que me intrigaba, no la realidad.

Quedarse en este tipo de hoteles, francamente, está de la chingada. A menos que seas un millonario, está de la chingada si estás pagando porque es mucho dinero. Está de la chingada si no estás pagando porque estás preocupado y nervioso todo el tiempo. Cuando empecé a reconocer las implicaciones de nunca escribir mis reseñas, estuvo aún más de la chingada, porque significada que yo era una ladrona. Me di cuenta de que estaba robando. Hasta ese punto, me había creído la mentira de que era una reseñista respetable de hoteles y restaurantes.

Para justificar mis acciones, me aferré a esa mentira. Incluso estaba deseando escabullir pequeñas reseñas de hoteles a este texto, pero mi editor no las aprobó porque era obvio que yo estaba sintiendo culpa. Él me preguntó: “¿Estás intentando meter reseñas de hoteles a la revista otra vez?” Tuvimos un gran desacuerdo acerca de las fotos. Yo argumenté que las imágenes glamurosas de La Suite, en Río; Las Alcobas, en la Ciudad de México; el Sorrento, en Seattle; el Legian, en Seminyak; Mama Ruisa, en Santa Teresa, y el Imperial, en India —todos los hoteles a los que aún les debo reseñas— entretendrían al lector y satisfarían a los dueños de los hoteles que había transado.

No se la creyó.