Víctimas de la conservación

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Así es como el mundo se acaba, no con una explosión

Víctimas de la conservación

La industria del ecoturismo está salvando a los animales de Tanzania, pero al mismo tiempo amenaza a los indígenas.

Fotos por Noah Friedman-Rudovsky

Antes de que le dispararan el 9 de julio de 2014, Olunjai Timan mató una vaca y su esposa hizo estofado. Como no quería perderse la comida, el cauteloso pastor masái mandó a dos de sus hijos a cuidar el ganado de la familia. Pero antes de que Timan terminara de comer, los chicos llegaron corriendo. Por error habían llevado al ganado a pastar a la propiedad adyacente a sus tierras, en Loliondo, en el noroeste de Tanzania: un tramo de 48 kilómetros cuadrados operado por Thomson Safaris, la compañía de ecoturismo de Boston, Estados Unidos.

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Los hijos de Timan sabían que esto estaba prohibido, ya que la compañía no permite que haya ganado pastando en la zona durante la temporada alta. Los guardias de Thomson se les acercaron, según los chicos, y dispersaron al ganado. Incapaces de reagrupar a las reses, los chicos regresaron por ayuda.

Timan se enfureció y dejó su comida. El padre de siete hijos tomó su lanza y fue en busca de su rebaño. Le llevó una hora reagrupar su ganado, el cual aún estaba en el lado equivocado de la línea imaginaria que divide sus tierras de la compañía. Arreaba su vacada a casa cuando apareció un vehículo con dos guardias y dos policías locales. Esto no lo sorprendió —los guardias de Thomson están desarmados y los locales dicen que siempre llaman a la policía cuando encuentran intrusos—. Según Timan, los hombres bajaron de la camioneta. Luego escuchó una voz que decía: "¡Dispara, dispara!" Uno de los hombres disparó un arma y metió una bala en el muslo derecho del pastor.

Timan intentó correr pero sólo podía caminar. Los residentes de las bomas (granjas) locales dijeron escuchar sus gritos. A través de celulares, los vecinos se alertaron entre sí. Pronto apareció otro policía y lo escoltó hacia una ambulancia.

Mientras Timan recibía ayuda médica, las masas se iban acumulando. Cientos de jóvenes masái con los lóbulos de las orejas caídos se juntaban, armados con lanzas y gasolina. "Querían quemar el terreno de Thomson Safaris", recuerda Joshua Makko, jefe de la villa de Timan, Mondorosi, refiriéndose al complejo de lujo, donde los turistas pagan 535 dólares (unos ocho mil pesos) la noche por un paquete de safari todo incluido. Era la segunda vez que personal de Thomson le disparaba a un aldeano, pero los residentes de Mondorosi y villas vecinas dicen que, durante los últimos nueve años, los guardias de Thomson y la policía que los respalda han hostigado y atacado a los masái que meten ganado en esa propiedad —acusaciones que Thomson Safaris niega—. En la cultura masái, la tierra es la reina y las vacas son riqueza, poder y respeto. Durante algunas horas pareció que este incidente haría hervir la zona.

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Esta región es una meseta verde en un valle rodeado de comunidades masái donde los hombres tienen más de una esposa y las casas están construidas con bloques de barro, paja y estiércol de vaca. El pasto abierto, los ríos temporales y el agua de la propiedad en disputa la han vuelto un lugar de riego y pastoreo preciado para los ganaderos de la región durante décadas. Pero en 2006, los dueños de Thomson Safaris, una pareja estadunidense formada por Rick Thomson y Judi Wineland, pagaron 1.2 millones de dólares por la propiedad. Como en Tanzania, un país socialista, está prohibido que los extranjeros posean tierras, los Thomson fundaron una compañía llamada Tanzania Conservation Ltd. y pusieron las escrituras del terreno a nombre de ésta. Resultó que esta tierra era excelente para el pastoreo y además tenía potencial para ser un sitio turístico. Estaba en la entrada del parque nacional Serengeti y la invasión humana había alejado lo que alguna vez fue una amplia población silvestre, que incluía jirafas, ñus y grandes felinos. Thomson y Wineland estaban seducidos por el reto que sería traer de vuelta a los animales.

El primer paso era ponerle "límites al pastoreo por salud del ambiente y para controlar el sobrepastoreo", me dijo Daniel Yamat, un masái quien es gerente de proyectos de la tierra en disputa. Esta tierra es una parte de la Reserva Este Serengeti a la que la compañía llama "Enashiva", una palabra masái que significa "felicidad". Thomson Safaris hizo público que el pastoreo estaba prohibido durante gran parte del año, particularmente en temporada alta (primavera y verano), la mejor época para que el ganado paste.

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Algunos residentes del área obedecieron. Otros no. "Es cuestión de supervivencia", dijo Makko. Sus ancestros alguna vez vagaron por lo que ahora es Serengeti, pero la generación de sus padres se vio forzada a irse a Loliondo en los 50, cuando el área se declaró parque nacional y se prohibió que la gente viviera dentro del perímetro. Según Makko, el desarrollo turístico y las sequías —que se volvieron cada vez más intensas debido al cambio climático— dejaron a la aldea y a los vecinos con pocas opciones viables para su ganado. La tierra de Thomson era la mejor —y la única— opción.

Olunjai Timan muestra la herida de bala que, dice, le causaron los policías que acompañaban a los guardias de Thomson Safaris.

La intrusión ilegal de los aldeanos tenía consecuencias: guardias de Thomson dispersaban o confiscaban temporalmente al ganado, había golpizas y arrestos, detenciones prolongadas en la cárcel local y en dos ocasiones sufrieron ataques con armas de fuego, según el testimonio de los locales. Los residentes que se oponían a Thomson Safaris eran citados a interrogatorios policiales. Las autoridades locales empezaron a expulsar a los periodistas y voluntarios que iban a Loliondo a investigar. En 2009, y luego en 2011, el Comité para la Eliminación de la Discriminación Racial de la ONU ordenó al gobierno de Tanzania verificar las declaraciones de abuso de los derechos humanos en aquella propiedad, pero las peticiones no llegaron a ningún lado. Empezaron a circular rumores de una conspiración entre Thomson Safaris y el gobierno de Tanzania. En 2008, un reportero de Nueva Zelanda fue asesinado bajo circunstancias sospechosas poco tiempo después de haber investigado las operaciones de la compañía en Loliondo.

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En ese mismo periodo, la reputación internacional de Thomson Safaris, compañía hermana de Thomson Family Adventures, se disparó. La compañía y sus viajes han ganado muchos premios y reconocimientos, incluyendo una mención en la lista de las mejores compañías de viajes de aventura de National Geographic, el Premio World Savers de Condé Nast Traveler, el Premio Active Travel de Outside, y Wineland, la directora de Thomson Safaris, ganó un premio a la trayectoria por parte de la Adventure Travel Trade Association.

La página web de la compañía incluye un video promocional de Enashiva que no concuerda con las historias que se cuentan. Masáis sonrientes bailan y cantan; dan gracias por los proyectos comunitarios —incluyendo la construcción de escuelas y dispensarios— que la compañía ha realizado. Las excepcionales declaraciones de Wineland y otros oficiales de la compañía sobre las acusaciones de abuso presentan una narrativa alejada de la realidad: el supuesto conflicto es actuado. Un grupo de masáis es el agresor. La compañía, dicen, es la víctima.

El conflicto, como muestra la investigación de cinco meses de VICE, sigue desatándose y es emblema de un problema mucho mayor que enfrentan los grupos indígenas en todo el mundo: durante más de un siglo, los masáis han sido acorralados en tierras cada vez más pequeñas para poder conservar al ambiente y a los animales —y para hacer espacio para suites de lujo y ejércitos de turistas—. El mundo desarrollado ha alentado estos esfuerzos. El ecoturismo ofrece una nueva visión de cómo los occidentales pueden interactuar con la tierra y la gente.

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Sin embargo, los masáis de Loliondo no están solos en la disputa de estos supuestos beneficios. En todo el mundo hay más de 20 millones de kilómetros cuadrados —una masa de tierra casi del tamaño de África— que han sido clasificados por el gobierno y grupos conservacionistas como áreas protegidas. A cambio, los locales han sido sacados casi por completo de sus tierras. Aunque nadie cuente formalmente a la gente desplazada por el bien de la preservación ambiental, datos de la ONU y de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza estiman que el número total de gente desplazada es de casi 20 millones.

Éstos son nuestros refugiados de la conservación —desde República Dominicana hasta Kenia, de Bolivia a Brasil—. Están los twas de Uganda, expulsados de sus bosques tras ser acusados de matar gorilas de espalda plateada, cosa que no hacían. Ahora muchos son okupas y viven sin agua, en los límites de los parques que protegen a aquellos primates. Están los miao en el norte de Tailandia, a quienes llevaron a una escasez de comida cuando el gobierno, bajo presión del Fondo para el Medio Ambiente Mundial de la ONU, creó un sistema de parques nacionales. Esto presagió la llegada de hombres con armas y a los miao no les dieron más opción que dejar su estilo de vida.

Las fuerzas desplegadas contra los refugiados del conservacionismo se disfrazan de chicos buenos: ONGs ambientalistas y negocios ecológicos que desean construir un mundo más verde y amigable. Sin embargo, los peligros que traen para los pueblos originarios incluso han empezado a igualar a los de las grandes operaciones agrícolas, las minas y la exploración petrolera. En una junta de 2004 del Foro Permanente para las Cuestiones Indígenas, los 200 delegados firmaron una declaración que decía que "las actividades de las organizaciones conservacionistas ahora representan la mayor amenaza para la integridad de las tierras indígenas".

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Un anciano de Loliondo, Tiluto Olemguriem Lemgume, de cabello gris y ojos lechosos, recuerda el día que supo el lugar que tenía su gente entre las prioridades de las élites conservacionistas. En 2006, su boma estaba dentro de la nueva propiedad de Thomson Safaris. Según Lemgume, las autoridades locales le dijeron a él y a otros vecinos que "la tierra ahora pertenecía a un inversionista y que ya no podíamos vivir allí. Les dijimos que no teníamos a dónde ir. Dijimos: 'Éste es nuestro lugar. Ésta es nuestra casa'". Así que la policía llevó gasolina. Las bomas empezaron a arder. "[La policía] nos disparó", recuerda Lemgume. "Como si fuéramos animales y nos estuvieran corriendo".

Un león merodea un jeep turístico en un safari privado de &Beyond (que no está afiliado a Thomson Safaris), a orillas de Serengeti.

Las raíces del actual conflicto datan de cuando los mismos masáis desplazaban a otros. La tribu emigró del valle del Nilo en el siglo 15. Pisoteó y corrió a los grupos indígenas que estaban en su camino. A finales del siglo 18 ya dominaban parte de lo que hoy es Kenia y Tanzania. Rara vez cazaban y, aunque han cultivado durante siglos, su huella agricultora siempre ha sido mínima. El pastoreo de su ganado seguía un ritmo y nunca dejaban que el pasto se desvaneciera hasta el punto de la desaparición; además, dejaban suficiente para la vida silvestre nativa que compartía sus tierras. Su falta de interés en la mayoría de los bienes materiales y en las estructuras permanentes mantuvo intactos los espacios que habitaban. La presencia masái en el corazón de África Oriental fue, durante siglos, parte de una relación estable con el ambiente.

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Aunque sí ocuparon mucho espacio. Para los pastores, no hay necesidad más fundamental que tierra suficiente para alimentar a sus animales —vacas y, recientemente, ovejas y cabras— que funcione como base económica y como sistema social (mientras más vacas, más poder). Pero a principios del siglo 20, los líderes coloniales británicos en Kenia y Tanzania querían hacer sus dominios más productivos, por lo que dieron sus tierras a los colonos y a los granjeros. A mitad del siglo, bajo la presión de los conservacionistas internacionales, los británicos vieron el potencial beneficio económico de hacer del asombroso paisaje de Tanzania un conjunto de áreas protegidas, la mayoría de las cuales se encontraban bajo los pies de los masáis. Tras su independencia en 1964, los líderes de Tanzania apartaron un tercio de la tierra del país para conservación (una meta que se acaba de cumplir hace poco) y se embarcaron en décadas de corrupción para facilitar la inversión privada en la industria turística.

A los masáis se les dieron dos opciones: salirse de ahí a reservas del gobierno en una región lejana llamada Ngorongoro o instalarse donde quisieran, siempre y cuando no fuera en los parques. Lo que entonces era un Loliondo escasamente poblado, limitante con Kenia, parecía ser la mejor opción. En poco tiempo Loliondo se volvió un mar de shukas rojos —trajes masáis tradicionales— y hoy tiene más de 60 mil habitantes masáis, 90 por ciento de los cuales aún dependen del pastoreo para sobrevivir.

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Mientras los masáis eran forzados a vivir en territorios cada vez más pequeños, su entrada al mundo moderno con hospitales, escuelas y una economía de mercado transformó las condiciones de vida del grupo. En pocas décadas la esperanza de vida de los masáis se incrementó varios años, mientras que la mortalidad maternal e infantil disminuyó. Su población pasó de 40 mil personas en Kenia y Tanzania juntos a principios del siglo 20, a las casi 700 mil que actualmente viven sólo en Tanzania.

Todas estas personas necesitaban una amplia tierra para que sus vacas sobrevivieran, lo único que ni ellas ni el país tenían. Y entonces encontraron una solución: los masáis debían cambiar. Las antiguas prácticas del grupo, alguna vez vistas como simbiosis con el ambiente, ahora fueron clasificadas como "sobrepastoreo". Al conservar amplias vacadas y rebaños de ganado, se ponían a sí mismos, a la vida silvestre y a su país en peligro, según el gobierno. Las escuelas en las zonas masáis empezaron a dar materias de sustentabilidad ambiental. Hubo campañas de educación pública que subrayaban la necesidad de tener menos ganado. Las ONGs introdujeron nuevas especies que ofrecen más carne por cabeza.

El turismo también fue promocionado como la mejor forma de que los masáis se beneficiaran económicamente de la tierra sin seguirla "lastimando". Podían vender artesanías y cobrar por paseos en sus casas o por realizar danzas tradicionales. Las compañías turísticas llegaron a Loliondo a principios de los 90 con su propio objetivo de regresar a las cebras, rinocerontes y leones a las áreas donde los pastores alguna vez vivieron. La región era llamativa para las empresas, ya que al establecerse justo afuera del Serengeti tenían acceso a poblaciones de vida silvestre —las cuales no respetan los límites del parque—, pero con tarifas menores y con menos problemas burocráticos que si operaran dentro de la reserva. A la Ortello Business Corporation (OBC), una ostentosa agencia radicada en Dubái que lleva a la realeza árabe a cazar felinos exóticos por placer, se le repartieron grandes "lotes de caza", lo que le dio a la compañía el derecho de llevar a cabo sus expediciones a lo largo de virtualmente todo el territorio de Loliondo.

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Poco tiempo después, Wineland y Thomson leyeron un anuncio en el periódico de una parcela que estaba en venta. Se vieron tentados no sólo por la posibilidad de reestablecer poblaciones de vida silvestre en el área, sino también por la proximidad de la propiedad a los masáis. Como pioneros en el negocio del turismo de aventura internacional, la pareja se había especializado durante décadas en "turismo de comunidades" en más de diez países. En lugar de atraer a la gente con los animales exóticos, dijo Wineland, siempre ponían "fotos de gente en la portada de sus folletos y promocionales". Habían hecho trabajo comunitario en otras áreas masáis de Tanzania y estaban emocionados por llevar su modelo de negocios a Loliondo.

Para Wineland y Thomson, hacer que su negocio beneficiara a los masáis era un objetivo primordial. "Creemos en las relaciones simbióticas", dijo Wineland. "El turismo tiene que beneficiarnos a nosotros, a nuestros clientes, a la vida salvaje y a las comunidades". Ellos esperaban que esta tierra fuera la nueva joya del emergente imperio ecoturístico de la compañía, "algo hermoso para nosotros y para nuestra misión".

Thomson Safaris y otras compañías de tours en la región "donan" escuelas, hospitales y pozos de agua a los masáis.

En diciembre fui a Loliondo para entender exactamente qué salió mal. ¿Cómo era que las personas detrás de una compañía con intenciones aparentemente buenas se encontraba envuelta en un conflicto que incluía denuncias de hostigamiento a indígenas, tiroteos, acusaciones de conspiración gubernamental y asesinato? Esperaba que la investigación revelara una verdad más amplia sobre los crecientes conflictos entre los grupos indígenas y los movimientos de conservación y turismo experimental de todo el mundo.

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Antes de llegar recibí muchas advertencias sobre compañeros periodistas, activistas e investigadores que habían sido expulsados del área por meterse en este problema. No era sólo el caso Thomson. OBC, el operador turístico más grande de la región, había estado en la mira durante años por acaparamiento de tierras y corrupción política. La resistencia masái y la atención internacional ayudó a detener una propuesta que habría convertido a más de 103 mil kilómetros cuadrados de tierra masái en un "corredor migratorio de vida silvestre" que sería arrendado por la compañía. Pero justo antes de mi llegada, el parlamento de Tanzania estaba intentando presionar de nuevo la legislación y la región se estaba calentando. Me dijeron que me alejara de la autoridad local más importante, el comisionario del distrito, quien dicen que irá hasta donde sea para hacer de ésta un área amigable para los inversionistas.

Aún así, en mi primera mañana en Loliondo, a diez horas de la ciudad más cercana, no esperaba que mi primera entrevista fuera en una zanja. Mi entrevistado, un viejo y asustado sacerdote de la aldea Sukenya llamado Olushipa Rogey, llevó nuestro carro lejos del camino y me llevó caminando a donde el suelo arenoso se sumía; incluso alguien a pie tendría que caerse para poder vernos.

Rogey usaba un descolorado traje a rayas que parecía más viejo que él mismo. Su reloj, que no funcionaba, colgaba de su muñeca con una cuerda. Trazó con el dedo una profunda cicatriz que iba desde su nariz hasta el labio. "Esto es por lo que dije de Thomson", me contó. Sukenya es una extensión de tierra árida y matorrales de cactus que se alarga hasta la tierra de Thomson Safaris. Rogey fue uno de los primeros aldeanos en cuestionar la restrictiva política de pastoreo de la compañía. Empezó a organizar reuniones secretas para planear estrategias como respuesta y fue amenazado públicamente por el gerente de la compañía —algo importante en la cultura masái, donde el respeto y la cortesía son primordiales—. Poco tiempo después, dijo, sufrió un ataque mientras caminaba a casa de regreso de la iglesia. Fue el tipo de ataque violento personal que es poco usual en las áreas rurales, por lo que él y otros estaban convencidos de que era una advertencia por parte de la compañía. Thomson Safaris nunca fue relacionado formalmente al crimen.

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Aunque Rogey parecía decir la verdad, yo seguía dudando. La policía lo clasificó como un asalto (le robaron la cartera). La policía es amigable con la compañía; de acuerdo con Thomson Safaris, los oficiales a veces están estacionados en el campamento para proteger a los turistas de los animales salvajes y son llamados como apoyo en cualquier asunto de seguridad, pero yo no tenía pruebas de eso. ¿En realidad este asalto era para amenazarlo? No entendía el nerviosismo de Rogey ni el porqué del escondite, y no lo entendería sino hasta días después. Él sólo dijo que mientras Thomson incrementa sus caridades, ganándose a muchos de sus vecinos, él ahora es como un paria local y no quería que lo vieran conmigo. Antes de que partiéramos me dijo varias veces que tuviera cuidado, que el gobierno y las agencias tienen informantes en todos lados.

Después de hablar con Rogey pasé la tarde en el terreno de Shagwa Ndekerei, un hombre carismático con, según él, cien vacas, dos esposas y 11 hijos (este último número lo dibujó con sus dedos).

Su boma, en Sukenya, está en un cerro. Su patio trasero tiene una vista espectacular de los pastos y del bosque, pero ésta no le causa placer. "Ésa es la tierra Thomson", dijo mientras se sentaba a mi lado. (El campamento no era visible, pero aún sigue en pie; los viejos de la aldea calmaron la turba en julio después del disparo a Timan). Luego explicó la historia. La tierra era propiedad colectiva de los aldeanos hasta 1984, cuando pasó a la compañía cervecera estatal, Tanzania Brewieries Ltd. o TBL. Para transferir las escrituras a Tanzania Conservation Ltc. era indispensable tener el permiso de las aldeas adyacentes. Los locales dicen que el gobierno y la compañía falsificaron los permisos. Los residentes estaban indignados e incluso demandaron, pero el caso fue rechazado debido a un tecnicismo.

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El hijo de Ndekerei lo mira en su boma.

Como fuera, la venta era una mala idea. La tierra no era particularmente fértil y los animales, tanto los salvajes como los domésticos, se comían los lúpulos que apenas lograban brotar. La compañía cultivó casi 65 mil kilómetros cuadrados (casi el tamaño de Nuevo León) durante algunos años, antes de abandonar el área por completo. Eso sí: la compañía nunca prohibió el pastoreo. La mayoría de los locales olvidó que habían perdido el título de propiedad.

Esto cambió en 2006, cuando la ya para entonces privatizada TBL puso las escrituras a la venta. Ndekerei dijo que había escuchado rumores de que una compañía de tours las iba a comprar y creía que, como era ley y costumbre, los aldeanos serían consultados. Pero ninguno de los dueños de Thomson Safaris visitó el área para hablar con los residentes antes de la venta. El acuerdo se cerró, los dueños de la agencia adquirieron las escrituras y los problemas empezaron.

Los hijos de Ndekerei fueron arrestados hace algunos años mientras llevaban al ganado a pastar en la tierra de Thomson Safaris. Los documentos policiales y los testimonios de los aldeanos revelan más de 60 supuestos incidentes como éste, y hay rumores de que en varias ocasiones la gente estuvo en arresto domiciliario durante varios días sin comida. Después de mi viaje descubrí que la compañía tiene una "política de pastoreo" de diez hojas que explica cómo y cuándo se permite el pastoreo, dependiendo de un desconcertante orden de factores, pero éste es un documento interno que no se distribuye entre los locales. Ndekerei me dijo muchas veces que le habían dispersado su ganado o que habían "confiscado" sus vacas, lo que significa que los guardias llevaron a sus reses a sus corrales del parque para retenerlas allí. Durante los siguientes días escuché decenas de historias similares. Después me encontré con abogados de los masáis que tienen una lista de más de 80 incidentes de arrestos o de ataques físicos perpetrados por los guardias o la policía, muchos de los cuales tienen una especie de documento que los corrobora, como un informe de hospital. Los abogados dijeron que ya que las víctimas no sabían que debían pedir informes y que, cuando sí se los daban, el guardar documentos para la posteridad no es una costumbre masái, las cifras reales probablemente son mucho mayores.

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Ndekerei se esforzó para decirme que no se oponía al cambio. La clave de la supervivencia de los masáis, dijo, es tomar lo que quieren de su nueva proximidad al mundo moderno y dejar de lado lo que no necesiten. A todos sus hijos, por ejemplo, les quitaron un diente incisivo a los cuatro años para poder alimentarlos con popote en caso de que se desmayaran de hambre. Sus hijos también van a la escuela y él los lleva al hospital cuando están enfermos.

"El problema no es el turismo", dijo Ndekerei. "Eso puede estar bien. Claro, dejen que las mujeres les vendan joyas a los extranjeros. Construyan una escuela. El problema es cuando otros toman decisiones sin preguntarles. Si alguien llega a tu tierra y no tiene una conversación contigo y no obtuvo el terreno de forma legal, ese hombre no puede encajar en tu sociedad. No está bien que decida qué es lo correcto para todos".

Después conocí a un adolescente llamado Tajewu Nayoi cuando su familia sacaba a las cabras y ovejas del corral. Vestido con una chamarra amarilla para el frío montañoso, me contó lo que le pasó una mañana de mayo de 2011. Él y su primo Tobiko, de 11 y 13 años respectivamente, sabían que no debían entrar a la tierra de Thomson Safaris. Pero, dijo, "las vacas nos llevaron allí. Están acostumbradas y les gusta pastar allí". Fue más fácil dejar que el ganado dirigiera que luchar en su contra, por lo que entraron al territorio prohibido.

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Olushipa Rogey dice que tiene cicatrices en la cara y cuello causadas por un ataque violento hace varios años que atribuye a su activismo contra Thomson Safaris.

Después de que pastaron un rato, dijo, un vehículo de seguridad de Thomson Safaris se les acercó. Intentaron correr, pero los alcanzaron. Un hombre fue hacia Nayoi y empezó a golpearlo con un palo. Los otros hombres dispersaron las vacas. Él recuerda que los guardias dijeron algo como: "¡No tienen permitido traer a sus vacas aquí! ¡Ésta es tierra de inversionistas y nosotros la protegemos!"

Después de algunos golpes lograron correr y esconderse en el bosque. El brazo de Nayoi se hinchó y empezó a punzarle. La cabeza de Tobiko sangraba. Se quedaron en el bosque hasta que sintieron que los guardias se habían ido y entonces corrieron de vuelta a su granja.

Las oraciones de Nayoi eran de poco más de algunas palabras. Se congeló frente a la cámara, así que rápidamente la bajamos. Aún perplejo, se agitó y miró hacia abajo, ocasionalmente tocando su brazo, el cual, dijo, aún le duele cuando carga cosas pesadas. Su hermano mayor, Robert, me explicó que desde el accidente el niño habla menos y casi siempre está nervioso. También lo había asustado nuestra llegada. Desde lejos, nosotros éramos caras blancas en una camioneta blanca. Él pensó que éramos "gente de Thomson" que venía por él.

"Somos víctimas de nuestra propia conservación", me dijo Maanda Ngoitiko otro día. Ngoitiko es la fundadora del Consejo de Mujeres Ganaderas (PWC, por sus siglas en inglés), una organización de mujeres masáis que da becas a niñas y organiza grupos a favor de los derechos de la mujer en todo el país. Pero la llegada de los operadores turísticos a Loliondo la ha llevado a ser parte de la lucha por la tierra. PWC era la fuerza principal detrás de la victoria del año pasado contra la expansión de OBC y Ngoitiko juega una pieza clave al organizar los esfuerzos para combatir los abusos de Thomson Safaris. A cambio, los representantes de la compañía culpan a PWC por el conflicto en el área, alegan que ella grita: "¡Apropiación de tierras!" sólo para alzar el perfil de PWC y asegurar financiamiento de los donantes liberales occidentales.

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"Thomson Safaris y el gobierno me han culpado muchas veces de estimular el conflicto", me dijo. "Sinceramente, éste es mi hogar. Aquí es donde mi papá está enterrado. Ésta es mi vida. También tengo la obligación de luchar por la tierra y hacer justicia. No importa que Thomson Safari dé miles de millones [de dólares] al área, queremos la tierra de vuelta. Se los hemos dicho muchas veces y nunca quieren entender".

Mientras los pastores masáis se quejaban de hostigamiento, Ngoitiko se alió con sus compañeros aldeanos para planear una respuesta: una nueva demanda que desafíe la compra del título de Thomson Safaris. En 2010, tres aldeas adyacentes al campo de Enashiva presentaron un caso que alegaba que el ex dueño de la tierra, TBL, la cervecera estatal, había abandonado la propiedad mucho tiempo antes, por lo que legalmente era parte de la aldea antes de que la agencia de safaris la comprara. Ya que los masáis no habían sido consultados en cuanto a la venta, esto invalidaría la transacción de 2006 bajo la ley de Tanzania. El juicio empezó en el Tribunal Superior de Tanzania a finales del año pasado.

Maanda Ngoitiko es una mujer masái que dirige la ONG Consejo de Mujeres Ganaderas, que busca empoderar a las mujeres de las comunidades masáis.

Estuve varios días dándole vueltas a Enashiva desde lejos. El pasto abierto y el bosque se veían desde las casas de casi todos los que conocí. (Mi visita fue en temporada baja, por lo que no había huéspedes). Desde algunos ángulos, el sol se reflejaba en el techo del campamento.

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No sabía si me dejarían entrar a la propiedad de Thomson Safaris, dada su hostilidad hacia los periodistas. Sin embargo, el gerente de la compañía en Arusha agendó una visita. Entonces allí estaba yo, a varios días de mi estadía en Loliondo, en la sala de espera de Enashiva Nature Refuge, hundiéndome en una silla de piel sintética y viendo una enorme foto en blanco y negro de una pareja de leones abrazados. Un tapete de yoga se asomaba bajo un sillón.

Frente a mí, Daniel Yamat, el gerente de proyectos de Enashiva, se recostaba en el sillón de cuadros rojinegros. "Nosotros [los humanos] somos egoístas", comenzó. "Creemos que el espacio es nuestro. ¿Pero qué hay de los animales?" Cuando Thomson Safaris adquirió la propiedad, "apenas podías ver una gacela o una cebra", dijo. En tres años, una familia de 36 jirafas empezó a venir regularmente y ahora —a casi una década de la adquisición del terreno— los visitantes regularmente ven ñus, jirafas, cebras, licaones e incluso leopardos y chitas. Yamat dijo que los huéspedes pueden disfrutar a los animales sin estar junto a las masas de gente que hay en el Serengeti y que de hecho pueden hacer tours a pie en lugar de sólo ver desde un automóvil. Enashiva, dijo, se trata de "buscar el arte de la coexistencia, donde conservemos a los animales y que la existencia humana no los ponga en peligro".

Los huéspedes también van a Enashiva a disfrutar una "auténtica experiencia masái", dijo. En otras partes del país, los turistas visitan bomas, pero "muchas están escenificadas. Aquí vas y encuentras lo que sucede", dijo.

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Yamat promocionó el trabajo caritativo de la compañía en el área y me dijo que Thomson Safaris se esfuerza por ser buen vecino y un buen negocio local. Casi todo el personal es masái y la compañía usa sus vehículos como ambulancias cuando los aldeanos necesitan ir al hospital. Mencionó varias veces que si no fuera porque Thomson Safaris ofreció pastoreo sin restricciones en su tierra durante una sequía en 2009, la pérdida de ganado en el área habría sido mucho peor.

También dijo que parte de la visión de la compañía es "prepararlos para poder ser mejores", refiriéndose a su propia etnia en tercera persona. Explicó que para que una familia satisfaga sus propias necesidades sólo necesita 7.5 vacas por persona. "La forma de progresar es ir a la escuela y recibir servicios médicos", dijo, y mejorar sus vidas en otros aspectos, como al usar el desarrollo y la infraestructura que las compañías turísticas traen consigo. Esto no ha sido fácil de vender. "No puedes enseñarle nuevos trucos a un perro viejo", dijo.

Daniel Yamat, a la derecha, es el gerente de proyectos de Thomson Safaris en las instalaciones de la disputada Enashiva. Yamat es masái y dice que su gente debe modernizarse y dejar atrás muchas costumbres pastoriles.

En cuanto al pastoreo, Yamat dijo que diariamente hay ganado en la propiedad y que la mayoría del tiempo lo hacen sin ser molestados, especialmente debido a que no hay forma de que los únicos ocho guardias de la compañía puedan ver qué pasa en los 48 kilómetros cuadrados de terreno. Cuando encuentran pastores, se les "pide muy amablemente" que saquen a sus vacas de la propiedad y la mayoría de los pastores, dijo, lo hacen rápidamente. En cuanto al decomiso de ganado del que oí hablar, explicó que a veces los guardias se encuentran con ganado sin dueño y entonces retienen a las vacas "bajo custodia" hasta que el dueño regrese por ellas.

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En cuanto a los arrestos de los mismos pastores y a las acusaciones de violencia policial, culpó a los pastores masáis que responden agresivamente a la diplomacia de los guardias. Yamat me mostró una foto de un guardia de Thomson Safaris vendado y ensangrentado a causa de un incidente con un pastor en la propiedad. "Quien haya sido arrestado por la policía, no fue por haber estado pastando", dijo. "Fue porque vinieron a atacarnos".

La alegación de que los locales a veces son los agresores después fue corroborada por otros. "Vinieron a lastimarnos", dijo un joven al que llamaré Leroy que conocí en Arusha y que trabajó para Thomson Safaris como personal en Enashiva y en otras propiedades en Tanzania durante casi una década. (Él se salió varios meses antes de conocernos). Los únicos incidentes que presenció entre pastores y la compañía fueron en febrero de 2014, cuando los aldeanos llegaron a pelear: un grupo llegó al campamento "armado con arcos y flechas y nos amenazó" (no había huéspedes en ese momento). Los guardias llamaron a la policía y el grupo se dispersó después de que los oficiales dispararan al aire, según Leroy.

Yamat ofreció dos razones por las que creía que la compañía era víctima de un pequeño grupo de locales. La primera tenía que ver con las viejas tensiones en el clan, difíciles de percibir para los extranjeros. Ya que Thomson Safaris había trastornado el orden de las cosas al crear empleos y hacer trabajo caritativo para ciertas comunidades locales, los grupos que solían tener más poder inventaron historias sobre la compañía.

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La segunda razón era Maanda Ngoitiko, la activista de los derechos de la mujer que se ha convertido en una obsesión de Thomson y sus defensores. "Simplemente ve esto", dijo Yamat, entregándome dos hojas de papel. Las páginas eran impresiones de la página web de PWC: sus fuentes de financiamiento de 2011 y 2012. Explicó que si seguía buscando, encontraría que Ngoitiko inventó un conflicto con Thomson Safaris para enriquecerse y hacerse de un perfil internacional. Además, dijo, ella estaba usando dinero de una operadora turística rival para sacar a Thomson Safaris de la zona. Insistió en que el recorrido que Thomson Safaris tenía planeado para mí, me ayudaría a ver que todo se trataba de un conflicto ficticio.

"Todo lo que hacemos es con buenas intenciones", dijo Yamat. "Terminamos teniendo consecuencias indeseables".

Un guerrero masái lleva a su ganado de vuelta al corral.

Salí de Enashiva siguiendo el coche de Yamat y sintiéndome bien. Aún no me habían arrestado como a otros reporteros y estaba a punto de conocer la versión de Thomson Safari. Luego, a medio camino de regreso a Sukenya, Yamat detuvo su auto en un campo abierto mientras un montón de masáis aparecían en el horizonte, rodeándonos. Sin que yo supiera, la compañía había organizado una gigantesca reunión comunitaria para que escuchara directamente las versiones de los locales. Yamat no se quedó —"para que veas que es totalmente imparcial"— y nos llevó con William Alias, el jefe de una aldea, quien se aseguró de que tuviéramos "todo lo que necesitáramos".

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Bajo la escasa sombra de los árboles deshojados me encontraba entre un enorme grupo de hombres de un lado y un contingente igual de grande de mujeres, del otro. Me presenté y mi fotógrafo y traductor dieron paso a que la gente empezara a hablar de lo que pensaban de Thomson Safaris, del turismo, el desarrollo y la vida masái en el siglo 21. Pedí que quienes hablaran se fueran alternando entre hombres y mujeres.

El primero en hablar fue un hombre llamado Gabriel Olikilie. "¡Las ONGs son un cáncer para la sociedad!" dijo refiriéndose a PWC y a otras ONGs locales que se unieron a la campaña en contra de Thomson Safaris. Luego lanzó una diatriba de diez minutos en un inglés impecable. "Escriben mucho en Facebook, bla, bla, bla, aterrorizan a los inversionistas para que dejen de ayudar a los pobres. ¡Los necesitamos! ¡Estados Unidos: necesitamos inversionistas! ¡Europa: necesitamos inversionistas!" arremetió. "Debemos usar nuestra propia tierra para beneficiarnos. No podemos seguir así —con pobreza e ignorancia—. Las ONGs bloquean nuestro desarrollo". Cuando terminó quiso sentarse. Le recordé que tenía que decir todo en masái para que todos entendieran. Aceptó a regañadientes.

Un hombre objetó y dijo que la reunión era un fraude. Sólo a algunas personas, a aquéllas que hablaban bien de la compañía, se les había informado de la reunión, alegó. Aún así escuché casi tres horas de testimonios sobre el bien que Thomson Safaris ha hecho a la comunidad. "Usan sus vehículos para llevarnos al hospital", dijo un hombre cuando la crítica terminó. "Construyeron escuelas e intentan mejorar nuestras vidas", añadió una mujer. Varias mujeres dijeron estar agradecidas por los ingresos extra que tenían al vender collares a los turistas.

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Después de la junta, mi traductor y yo nos acercamos a varias personas para pedirles entrevistas personales al día siguiente. Luego, exhausta —tenía casi cinco meses de embarazo en aquel momento— necesitaba descansar. Le dije a Alias que tendríamos que posponer nuestra visita a los proyectos financiados por Thomson hasta el día siguiente. Creía que yo tenía la obligación de entrevistarlo; le dije que lo haría, pero que al final del día, después de hablar con los demás. Insistió en que visitáramos sólo una escuela que quedaba de camino y acepté. Lo seguimos en carro, pero cuando descubrimos que iba en dirección opuesta a la casa de huéspedes donde me quedaba, le dijimos que nos íbamos a regresar. Eso no le gustó.

A la mañana siguiente hice una entrevista en la casa de huéspedes. Mientras terminaba, Noah, mi fotógrafo (que además es mi hermano) entró. "Tenemos problemas", dijo.

Me llevó con un hombre flaco de labios delgados y mandíbula prominente, vestido con un traje fino, que nos saludó con la mirada. Nos dijo que nos sentáramos en el área de comida de la casa y se presentó como el comisario del distrito de Loliondo, Elias Wawa Lali. Nos pidió nuestros pasaportes y visas. Unos minutos después estaba sentada con el jefe de seguridad de Loliondo. "¿Qué pasa en su país cuando alguien rompe la ley?", preguntó mientras hojeaba mi pasaporte. "¿Se van así nomás?"

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Una tensa reunión comunitaria organizada por Thomson Safaris en la que los aldeanos debatieron sobre el papel de los operadores turísticos y las ONGs.

Empezó un interrogatorio de tres horas. Los oficiales que nos interrogaron empezaron con acusaciones de que habíamos tomado fotos de niños sin permiso de los padres. Éste era un cargo extraño, dado el número de extranjeros en Tanzania que diariamente toman fotos de niños masáis. Luego dijeron que no teníamos los papeles de la visa en orden, aunque tuvieron que retirar lo dicho cuando su propio agente de migración llegó y les dijo que todo estaba bien. También estaban molestos porque no habíamos seguido el "protocolo": a nuestra llegada debimos haber ido con el comisionario del distrito a explicarle nuestra investigación y que nos diera permiso (es cierto que no lo hicimos, ya que queríamos tener la historia y no ser expulsados, como había sido el destino de otros periodistas que siguieron este requisito).

No obstante, rápidamente pasaron de lo que hicimos mal a buscar nuestros motivos subyacentes. Querían saber quién "nos había enviado a Loliondo" y no estaban satisfechos con la explicación de que habíamos llegado por voluntad propia y no a petición de alguien que pudiera ganar algo de la disputa. Querían saber quién había arreglado nuestra entrada a las comunidades, quién nos había enseñado los alrededores los días anteriores y los nombres de las personas con las que habíamos hablado. Se llevaron las cámaras de Noah y revisaron las fotos para ver si había motivo de detención. Una vez que quedó claro que no revelaríamos nuestras fuentes, pasaron una hora enfocándose en nuestro traductor y amenazándolo con "pudrirse en la cárcel" si no soltaba la sopa. (A pesar del miedo, no dijo nada).

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Yo estaba frenética llamando a abogados mientras el bebé hacía una guerra dentro de mi panza. Noah y yo nos comunicamos por mensajes de texto hasta que nos ordenaron no usar el celular. Cuando traté de insistir en que le dieran a nuestro traductor una oportunidad de que nos dijera lo que decían, el comisionario del distrito le dijo que no tradujera una sola palabra y me gritó: "¡Cállese!"

Aunque estaba muy alterada, no estaba sorprendida. Era claro quién había mandado al comisionario del distrito. Noah lo había visto entrar junto a Alias, el contacto de Thomson Safaris, a quien hice enojar el día anterior. Noah lo confrontó, preguntándole si él nos había entregado a las autoridades. "Sí", dijo Alias, "fui yo".

Así que sacamos nuestra última carta. Después de horas de amenazas de ir a la cárcel, cuando fue claro que nos echarían —o algo peor—, explicamos que planeábamos usar nuestro último día para visitar los proyectos de Thomson Safaris, hablar con sus partidarios y entrevistar a Alias, como se lo prometimos —todo era verdad—. De repente nos dieron un periodo de gracia de 24 horas bajo la condición de que nos agregaríamos al programa que nos fuéramos a las 7 de la mañana del día siguiente. Alias y a sus hombres insistieron en ir en nuestro auto; uno de ellos luego nos aclaró que el comisionario le dijo que no nos dejara solos.

El tour de los proyectos de la benévola compañía duró varias horas. Vimos un pozo fundado por OBC, una vivienda de maestros construida por Thomson Safaris y una escuela que ayudaron a financiar. "¿Ya ve?", me dijo uno de los hombres, "los inversionistas son los que se preocupan por los masáis". Pero hubo una extraña tendencia en nuestro último día: incluso la gente con la que Alias me llevó no negó las acusaciones contra Thomson Safaris.

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Durante mi última entrevista, un hombre de Sukenya, llamado Olegelumo Olaise, me dijo que "los Thomson son buenas personas porque intentan ayudarnos". Sin embargo, mientras más hablábamos, confesó que su "corazón sufrió" cuando Thomson Safaris tomó la tierra, ya que su familia dependía de esa área para el pastoreo. Me contó que aún va allá a pesar de la prohibición y de que los guardias de la compañía han decomisado su ganado varias veces. Dijo que corre cuando ve que un vehículo de Thomson Safaris se acerca, pues teme que, en caso de ser atrapado, "me detengan, me castiguen o me disparen".

Un guerrero masái camina en las llanuras del distrito Loliondo, en Tanzania.

Después de irme de Tanzania sabía que tenía que hablar directamente con Judi Wineland y Rick Thomson. No fue nada fácil. Casi siempre se niegan a dar entrevistas e incluso demandaron a un bloguero anónimo que reportó las acusaciones de las que yo estaba escribiendo. (La denuncia acaba de proceder y el sitio ya no existe). Nos escribimos varios mails hasta que al fin aceptaron que los entrevistara. Ellos, como el comisionario del distrito, preguntaron si me había contratado un grupo de Ngoitiko o alguna otra ONG con algún interés en el caso. "Estoy muy interesada en hablar con usted", me escribió Wineland en un mail. "¿Ha considerado que la historia que le contaron es totalmente ficticia? […] Algo no está bien, Jean".

Pero ambos consintieron y nos conectamos por Skype: yo desde mi casa en Vietnam y ellos desde un "lugar con mucho viento", dijeron. "Cuando viajamos nunca le decimos a nadie dónde estamos".

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Platicamos durante más de dos horas. Empezaron desde el principio, hablando del amor de Wineland por los viajes y los intercambios culturales que comenzó con "una guitarra y un grupo de mujeres" en cuartos de Japón, Corea y Guam a finales de los 60. Ella arrancó Overseas Adventure Travel —una agencia que ofrece viajes de aventura— en 1978 con sólo 300 dólares que sacó de un departamento en Harvard Square que apenas era más grande que un baño. Dijo que en ese momento era la única mujer que dirigía una agencia de turismo de aventura en EU y llevó mochileros a Nepal, Kenia y Perú para que se sumergieran en otras culturas.

La conexión de la pareja con Tanzania empezó a principios de los ochenta, cerca del lago Natron, un área masái no muy lejos de Loliondo, donde aún hay una placa que conmemora a Wineland y a un grupo de mujeres fundadoras de la primera escuela en la región. Ella habló de sus "buenos amigos masáis" y recordó tener "discusiones con los viejos que duraban días" sobre la educación, el patriarcado y el futuro de los masáis. "Tenían claro que el turismo sería algo bueno", dijeron.

El anuncio del periódico de 2006 de la venta del terreno en Loliondo fue "sólo la oportunidad para continuar con el trabajo y la pasión que empezó en lago Natron". La pareja ya tenía otros tres negocios en Tanzania, pero ninguno tan cercano a las aldeas masáis, donde, creían, los habitantes se podían beneficiar del trabajo caritativo que la pareja planeaba llevar a cabo.

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Le pregunté a Wineland si había investigado la historia de la tierra y la región antes de comprarla. "¿Si sabíamos que había controversia? No, no sabíamos", me dijo. Ellos no visitaron el sitio para consultar con los locales antes de comprarlo. Cuando Wineland oyó que algunas personas pensaban que la tierra le pertenecía a la comunidad y que no se las deberían haber vendido, nadie prestó atención. "Hay millones de historias", dijo. Enfatizó la transparencia de la venta citando una investigación del gobierno de Tanzania que concluía que la compra fue legal.

Wineland insistió en que tuvieron largas conversaciones con "los viejos de la aldea" sobre sus planes una vez que compraran el título, en las que les explicaban que esperaban que su negocio beneficiara a las comunidades locales. "Había mucha emoción" en aquellas reuniones, recuerda la pareja. "Fue muy alentador para nosotros".

En cuanto a las acusaciones de abuso, insistieron que sus guardias son "muy buenos con la gente" y que saben que si ponen una mano sobre un pastor serán despedidos. La única ocasión en que la policía se involucra es si el personal o los huéspedes son seriamente amenazados, dijeron. En cuanto a los cargos de abuso y de disparos, me retaron a que encontrara alguna instancia que fuera "verdadera". Expliqué que tenían razón —los informes de hospitales no prueban que los guardias fueran los atacantes—. ¿Y si los detenidos por entrar al terreno estaban a punto de agredir con lanzas a los huéspedes o al personal? No hay registros de que algún guardia de la compañía ordenara a la policía que quemara la boma de Lemgume en 2006. Busqué y busqué y no hubo evidencia tangible que ligara el disparo a Timan con un policía en Thomson Safaris. De cualquier forma es la palabra de la víctima contra la de la compañía. Podría tratarse de una elaborada conspiración.

Aldeanos masáis se reúnen en el Tribunal Superior de Tanzania, en Arusha.

Pero los fundadores de la compañía no saben por qué alguien o algún grupo iría tan lejos para desacreditar a Thomson Safaris. Reiteraron que podría ser que los vean como divisores de los clanes y provocadores.

En esos momentos me era difícil inclinarme por cualquiera de los dos. En Loliondo me dijeron que Thomson Safaris usa las históricas tensiones de los clanes para su beneficio, y no al revés. En cuanto a los cargos de que los activistas locales tenían un objetivo financiero detrás de la resistencia, yo ya había investigado las acusaciones de Yamat y ninguna resultó cierta. La ONG de Nogikoto dio a VICE acceso a todos sus documentos financieros; además, pude hablar con los donantes. No encontré nada que sostuviera que las ONG usaran la disputa para enriquecerse a sí mismas. Tampoco Nogikoto era empleada de una compañía de safaris rival, como dijo Yamat. Yamat también me dio muchas otras "pistas" que igualmente eran callejones sin salida —como la idea de que la herida de Timan no podía haber sido causada por una bala, una teoría que un patólogo forense que consulté en EU refutó.

Aún así, quería escuchar a Wineland y Thomson. Ellos dijeron que la prueba de que no eran culpables es que aún operaban y que incluso el gobierno de Tanzania les aplaudía. (Su compañía ha sido homenajeada tres veces por la Comisión de Turismo de Tanzania: Operador Turístico del Año en 2001, Humanitario del Año en 2005 y el Premio de Conservación de Tanzania en 2009). Me contaron de la "investigación" gubernamental, un documento de varios cientos de palabras que concluyó que Thomson Safaris compró la propiedad de forma legal.

Les mencioné una conversación que tuve con un experto en problemas de propiedad de Arusha que me pidió no revelar su nombre. "No hay duda de que el gobierno está del lado de Thomson Safaris", me dijo. "[El gobierno] da una especie de respeto a los inversionistas siempre que paguen impuestos y traigan dólares de turistas. Para el público, el gobierno usa el razonamiento de poner al ambiente sobre todas las cosas. Los inversionistas pueden violar los derechos humanos y el gobierno no los investigará ni castigará por ello".

"[Si hubiera] algo ilegal en esto", me dijo Thomson como respuesta, "nos habrían detenido hace mucho tiempo y nos habrían echado de allí".

Wineland luego dijo que la meta de la compañía siempre ha sido más que sólo construir escuelas. Ellos planean a la larga "pasar la batuta" a los locales, pero falta mucho para eso. "Necesitamos enseñarles a hacerlo", dijo Wineland. El primer paso es llevar a un grupo masái a Kenia para que visite algunas comunidades que participan en este modelo turístico. Otra idea es enseñarles manejo de la vida silvestre antes de darles el control. En Loliondo nadie mencionó esta visión a largo plazo. Wineland dijo que la lucha de la comunidad está bloqueando esto. "Han sido nueve años de dificultad para hacer que todo suceda", dijo Thomson.

Antes de terminar la llamada, quería dejar una teoría sobre cómo, durante casi una década, podía haber una situación de dos realidades tan contrastantes. En Loliondo, varias personas me dijeron que habían conocido a Wineland o a Thomson y que parecían buenas personas. Tal vez, me dijeron los residentes de Loliondo, las cosas se habían puesto feas debido a la excesiva fuerza en el terreno. Tal vez Wineland y Thomson ni siquiera lo sabían.

No obstante, la pareja rápidamente desmintió esto. Dijeron que están en Enashiva varias veces al año y que siempre le piden a Yamat y a los guardias —en quienes dicen que confían ciegamente— reportes detallados sobre todo lo que ocurre.

"Pero", les pregunté, "a lo largo de todos estos años han intentado hablar directamente con alguno de los individuos [que hacen las acusaciones]?"

"¡A algunos ni siquiera los puedes encontrar!" interrumpió Thomson, balbuceando sobre cómo la policía dice que algunos registros de arrestos han sido falsificados con nombres ficticios.

"Pero a algunos sí", dije, "porque yo hablé con ellos".

Hubo una larga pausa y luego Wineland contestó: "¿Personalmente?" dijo. "No".

Un hombre masái jura dar testimonio fiel en el Tribunal Superior de Tanzania.

Afuera del edificio del Tribunal Superior en Arusha, en una fresca mañana decembrina, Makko, el jefe de la aldea Mondorosi, estaba con Ndekerei y muchos otros residentes de Loliondo. Ngoitiko estaba en camino. Poco antes de las 9 de la mañana, los hombres, vestidos con shukas y sacos de segunda mano, se formaron en un angosto pasillo lleno de repisas de folders manila desorganizados, seguidos de abogados con largas túnicas negras. Era difícil pasar; la puerta del tribunal estaba parcialmente bloqueada por una vieja podadora.

Presencié los primeros días de los procedimientos llevados allí por tres aldeas de Loliondo en contra de Thomson Safaris. "El caso se basa en un principio legal conocido como posesión adversa", me dijo Rashid S. Rashid, uno de los abogados de los masáis. "Si el dueño de una tierra no le prohíbe a alguien entrar a ella, no hace nada para cuestionarles el uso de la tierra durante cierto periodo de tiempo —en Tanzania son 12 años—, entonces esa propiedad se le otorga a esa persona. Es como los derechos de los okupas, pero mucho más fuerte". Rashid argumenta a nombre de los masáis que la cervecera que vendió el terreno a los dueños de Thomson Safaris abandonó la propiedad 16 años antes de que Wineland y Thomson siquiera vieran el anuncio en el periódico. Por tanto, la venta fue ilegal, argumenta, y las escrituras deberían regresar a sus verdaderos dueños: las aldeas. Wineland y Thomson se negaron a comentar sobre el juicio y no le dieron permiso a su abogado en Tanzania de ser entrevistado para este artículo.

Sea cual sea el resultado, la lucha significa mucho más que el destino de 48 kilómetros de tierra en el centro geográfico de África. "Ésta no es una historia excepcional de conservación malévola", dijo Ben Gardner, un antropólogo que dirige el programa de estudios africanos en la Universidad de Washington, EU. Lo que es único, dijo, es que los demandantes están argumentando a favor de la idea más controversial en la historia de las políticas conservacionistas: regresar la tierra a sus dueños originales. "Si algo está a la venta y lo compras, ¿cómo podrías ser culpable de hacer mal? Los inversionistas usan un velo de limpieza moral. No hace falta explicar la historia de los despojos, del colonialismo o de las consecuencias de los trabajos de conservación".

Con gran parte de los recursos naturales de los países desarrollados afectados y con los efectos del cambio climático multiplicándose cada año, cada vez más y más tierras de los países pobres están siendo acordonadas al servicio del patrimonio global, al que le importan muy poco las vidas de las personas dependientes de esos territorios. El daño social colateral de estas políticas conservacionistas supone una pregunta difícil.

¿Qué derechos son predominantes: los de la naturaleza o los de la gente que siempre ha vivido cerca de ella? Los masáis intentan mantener un balance delicado entre las elecciones que les dan y no todos tienen la misma respuesta. Después del viaje me la pasé pensando en la reunión comunitaria que Thomson Safaris arregló. A pesar de su fama como guerreros, el grupo era extremadamente cortés al hablarse entre sí. Fueron sus expresiones faciales, sus sutiles ruidos y sus protestas silenciosas (un contingente de mujeres se alejó durante el discurso de un hombre, por ejemplo) durante la reunión las que me hicieron darme cuenta de por qué el sacerdote de Sukenya que entrevisté el primer día quería ir a una zanja. Ésta era una comunidad cuyas costuras estaban desgarradas.

No siempre es tan difícil. Hay modelos de turismo basado en comunidades en Tanzania y en otros lados del mundo donde los locales mantienen los derechos sobre la tierra para poder negociar los asuntos más importantes para ellos, ya sean los derechos de pastoreo, superficies para la agricultura o acceso a la pesca. Por ejemplo, no muy lejos de Sukenya, la compañía &Beyond le renta terrenos a una comunidad local para ofrecer tours. Los miembros de la comunidad limitan su pastoreo y mantienen el orden. No es un arreglo perfecto, dijeron la compañía y los aldeanos, pero ambos se benefician de una coexistencia pacífica. También hay modelos de conservación en los que los nativos administran sus propios proyectos de negocios —ya sean turísticos o de otro tipo— en tierras protegidas. El éxito de estos proyectos será esencial para la salud tanto de los entornos naturales como de las comunidades en una era de cambio climático y de población en aumento.

Pero Loliondo puede estar muy lejos de este compromiso. Ahora hay sólo dos opciones. Si las aldeas ganan, Wineland y Thomson dijeron, ellos apelarán, pero si esto falla, respetarán el decreto y se irán.

Si las aldeas pierden el caso, es casi imposible que todo llegue a un fin. Varios residentes de Loliondo me dijeron que aunque están orgullosos de presentar la demanda, no confían en el sistema judicial de Tanzania, el cual es más corrupto que los políticos del país. Si el lado con más dinero y poder resulta ganador, es dudoso que alguien pueda calmar a los masáis. "Ya no estamos siendo cazados", me dijo el viejo Lemgume el día que nos conocimos. "Ahora nosotros cazamos. Es nuestra tierra y la vamos a recuperar".

Las empobrecidas comunidades masáis viven al lado de grandes lujos.