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Cultură

Yo no elegí las historias, las historias me eligieron a mí

Desde la cárcel, Sylvia Arvizu encontró en la escritura un ejercicio que la acerca a la libertad.

Un agradecimiento especial a Mauricio Bares y Carlos Sánchez.

Foto por Arturo Méndez.

Sylvia Arvizu, es comunicóloga de profesión, graduada en la Universidad de Sonora. Durante muchos años se dedicó a la radio, trabajó para la estación La Kaliente como locutora y animadora. En la locución tuvo mucho éxito con su personaje La Shiva; conducía los eventos masivos y bailes que organizaba la estación de radio.

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Ahora está en el Centro de Readaptación Social (Cereso) de Hermosillo, cumpliendo una condena de 20 años, tras haber sido acusada por su ex marido de causarle lesiones graves. Sylvia lleva siete años adentro, pero fue ahí donde empezó a escribir, publicar y ganar concursos intercarcelarios de literatura.

Esta es la sexta ocasión que la visitamos, ya que antes le hicimos una serie de entrevistas para el documental que Arturo Méndez y yo produjimos, Aprendí violencia (un proyecto cinematográfico apoyado por el FECAS, y la Fundación Sonorense de Liderazgo AC, en el que también participan Francisco Pizo Ortega y Carolina Duarte). Elegimos a Sylvia como personaje porque lejos de ser inocente o culpable, es un ejemplo de cómo una persona puede tener éxito ante la adversidad y porque su carácter no le permite ser víctima. En vez de dejar pasar el tiempo, lo ha aprovechado publicando lo que escribe y organizando actividades que le sirven a ella y a otras reclusas para ejercer el último reducto de libertad que tienen: el lenguaje.

Sylvia es autora del libro de crónicas carcelarias Breve azul (La Cábula, 2008) y actualmente trabaja en su proyecto Mujeres que matan, donde a partir de las historias que sus compañeras comparten con ella, elabora una narrativa única y brutal, que ha sido recogida en editoriales como Nitro Press y revistas como Replicante. Para este número fuimos a platicar con Sylvia sobre su vida, su infancia, cómo es escribir desde la cárcel y le pedimos que nos desmintiera algunos mitos que allá afuera se tienen sobre vivir en prisión.

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Al entrar al área de visita, hay unos columpios y otros juegos infantiles; bancas de herrería como las que vemos en los parques, un espacio techado en donde los hermanos de congregaciones cristianas imparten la palabra, y otro donde hay bancas de piedra. Ahí nos quedamos, para apartarnos un poco de la algarabía.

Sylvia se ve más delgada que la última vez que la vimos, nos saluda con entusiasmo y nos dice que está a dieta, que dejó de comer Gansitos y comida chatarra.

Trae una blusa atigrada, un pantalón de mezclilla, el cabello recogido en un chongo y lentes oscuros. Nos saluda contenta, con esa energía que la caracteriza, y pregunta si queremos algo de tomar. Es buena anfitriona, siempre ha dicho que ha tenido que ver el Cereso como su casa y a las demás presidiarias como hermanas, a las que tiene que escuchar y, en algunos casos, tolerar. Es con ellas con quienes comparte todo lo que posee, hasta su tiempo y sus historias.

De forma inusual, el ambiente está un poco tenso, las reclusas empiezan a gritar al unísono el nombre de una compañera, porque una celadora la anda buscando, la necesitan en la entrada del área femenil. Todas están a la expectativa, quieren saber para qué la llaman.

—Se sienten medio tensas porque hubo un traslado. Y es horrible eso, es más feo que cuando llegas y que cuando te sentencian— explica Sylvia, mientras enciende su cigarro, como poniéndonos al tanto de lo más reciente que ha pasado en su vida, a su alrededor. —Le hablaron a una chava y ya después no volvió. Vimos a sus amigas que le echaron la ropa en una bolsa. Y todas: “¡A la torre, la Daniela ya no volvió!” Se fue al limbo. Se la llevaron a otro Cereso del estado. Y eso es bien feo. Porque es volver a empezar y no sabes a dónde vas, las poquitas cosas de las que te llegas hacer, se pierden; luego las andan vendiendo o se las quedan otras chavas. A veces hay traslados masivos de 10, 15 personas y todas nerviosas, porque en cualquier momento pueden decir tu nombre, te esposan y te meten al camioncito. “Te vuela la greña”, dicen aquí. ¡Está canijo!

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Lejos de verse preocupada por esta situación, Sylvia sonríe y se agacha para abrir la botella de su vicio: una cocacola. Al mismo tiempo que se escucha salir el gas del envase, ella hace el sonido con su boca e improvisa un anuncio de cerveza y le da un trago a su bebida. Una vez instalados, empezamos la plática.

VICE: ¿Cómo fue tu infancia?
Sylvia Arvizu: Aunque no éramos ricos, no éramos tan pobres. Yo me acuerdo que no nos faltaba nada en mi casa. Sí tenía juguetes y los usaba, pero recuerdo que mi favorito era la manguera, con la que ordeñaba la gasolina del pick up, mi papá.

Y siempre que se quedaba tirado, llegaba fúrico y gritaba: “¡La manguera del pick up, ¿dónde está?!” Y yo queriéndolo ocultar, pero con las manos apestosas a gasolina era evidente que yo me la había robado, y debajo de mi cama siempre la encontraban.

¿Y qué hacías con ella?
Me ponía un extremo en la boca y otra en la oreja y me escuchaba. Me acuerdo que visitábamos a mis abuelos maternos, vivían en Chihuahua, y viajar a la sierra en las vacaciones. Implicaba un viaje de ocho horas, diez horas; mis hermanas iban enfadadas durmiéndose, yo iba fascinada hablando, narrando todo lo que veía en el camino: que si el cerro, que si va a llover, que el menonita que pasó vendiendo queso, que si llegamos a Cananea. Según yo tenía mi propio programa de radio.

¿Cómo empezaste a escribir?
Mi papá me regaló un cuaderno con pasta verde, en donde tenía presupuestos de su trabajo; él es albañil, y traía siempre ese cuaderno en donde anotaba todo lo de su chamba. Y un día que vino a la visita, cuando recién entré, me dio el cuaderno y me dijo: “Escribe, mija, como terapia, como desahogo, de algo te va a servir”. Y jamás en mi vida pensé llegar aquí, y fui escribiendo todo lo que me pasaba y lo que veía. Llegaba a mi celda al final del día y escribía.

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¿Qué le dices a alguien que va llegando a la cárcel o igual a quienes están afuera?
Que el chiste es crear, hacer cosas, generar ideas, porque el peor de los enemigos que tenemos es el ocio. Tanto adentro como afuera es un enemigo. Aquí en la cárcel las cosas se magnifican, como estamos aquí encerradas y somos muchas, empiezas a hablar de las demás, a lastimar, se hacen alianzas entre grupitos, riñas, se magnifican las emociones porque es un concentrado y tu mente no está trabajando en nada, nada más en eso.

No quiero sonar muy trillada, pero el tiempo es muy valioso, porque en mi caso veo que el tiempo pasa, todo mundo hace cosas allá afuera y yo siento que me siento estancada. Sé que cuando salga va a ser difícil, porque en los trabajos tienen límite de edad para contratar y que estés actualizada. Por eso me pongo hacer mil cosas.

Tus personajes son reales y son historias de chavas que conoces aquí adentro, ¿cómo eliges a esos personajes y sus historias?
Yo creo que no elegí las historias, las historias me eligen a mí, porque son las que se me quedan en la mente y en el corazón.

¿Dentro de esa realidad has manejado ficción?
Todos los personajes son reales, pero llevan un poco de ficción. Hay una delgada línea entre las dos: cosas que no le pasaron a esa persona, pero yo se los pongo, porque se me pasó la mano con la pluma, ya sea porque a mí me pasó o porque a partir de lo que ellas me cuentan, yo saco conclusiones.

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Y desde el inicio, no se qué tanta realidad o ficción lleve lo que me cuentan, porque no tengo cómo comprobarlo. Sólo confío en lo que me cuentan y lo escribo.

Has dicho que la literatura para ti inició como algo terapéutico, ¿qué otro beneficio te ha dado?
Escribo si tengo la inquietud o la necesidad, porque se convierte en necesidad la literatura, llego a mi celda y me pongo a escribir. Me gusta la retroalimentación de la gente que viene a la visita. [Una vez] llegó una señora que me dijo que le gustó mucho mi libro y hay gente que me aborda que me dice: “Me gustó mucho la historia del tullido”, “la del pollero”. Y es así como: órale, ¿no? No los conozco y son tan cercanos a lo que haces. Es como alegría, emoción y me siento orgullosa con mis personajes, aunque sean reales, pero es chistoso que personas que nunca has visto, comenten al respecto.

También una vez, el abogado de una chava, me pidió lo que escribí de ella, y gracias a ese texto le bajaron los años de sentencia. Y me dio mucho gusto.

¿Cuáles son tus escritores favoritos?, ¿qué estás leyendo ahorita?
La poesía de Abigael Bohórquez, tiene una edición muy bonita que se llama Heredad. Carlos Sánchez, Fernando Vallejo me gusta por sarcástico, por burlesco, es muy irónico. Acabo de descubrir a Javier Valdez y a Diego Enrique Osorno, y me gustaron. Acabo de leer a Álvaro Mutis, el Diario de Lecumberri y encontré coincidencias con él. Y los clásicos Juan Rulfo, Isabel Allende.

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¿Qué haces con todo el tiempo libre, además de escribir?
Me gusta mucho reírme, me gusta platicar con las amigas, llamarle a mi hija, tocar la guitarra, cantar, hacer teatro, que es lo que estamos retomando ahorita.

¿Qué música escuchas?
Yo escucho de todo, pero ahorita agarré la moda de la bachata. Aunque me encantan las baladas, el romanticismo, la trova. Me encanta Joaquín Sabina, puedo ver el concierto Dos pájaros de un tiro, mil veces mientras barro y no me enfado. Ya pronto vamos hacer un cineclub aquí, los miércoles, pornografía vamos a ver [risas], no es cierto. Al rato todas alborotadas.

¿Y qué películas o series ven?
Yo tengo un montón de DVDs y los presto o los rento. Y cuando estuvieron de moda Capadocia y esas series, las chamacas andaban vueltas locas. Pero a mí me parecen totalmente fuera de la realidad.

No conozco las cárceles del sur: Santa Martha Acatitla o Puente Grande, pero aquí en Hermosillo el “aqueo”, que se le llama o cierre de las celdas, aquí nos guardan y yo puedo andar de una celda a otra. El uso del uniforme aquí no lo hay, recibimos llamadas. Y creo que los personajes están exagerados, tal vez sí veas una Bambi [personaje de Capadocia encarnado por Cecilia Suárez], una desmadrosa golpeadora, pero no como las de la serie, tanto el lenguaje como el comportamiento, sí está exagerado.

Pasan elementos de seguridad que realizan un operativo: se dirigen a las celdas a realizar inspección y cateo. En dirección contraria a ellos viene una mujer de baja estatura, muy delgadita, de tez morena, con pantalón aguado, camiseta roja, de talla grande y una gorra volteada hacia atrás. No se acerca mucho y le habla a Sylvia.

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Chinchu: Sylvia…
Sylvia: ¿Qué onda, mijo? —le contesta. Y luego me aclara: —Tengo un hijo ahora, le decimos Chinchu. Tiene 20 años, está bien joven.
Chinchu: ¿Qué hago?, ¿me meto?
Sylvia: Quédate tú ahí en el cuarto, pásale. —De nuevo Sylvia se dirige a mí: —Pobre Chinchu quería ver las caricaturas a gusto, pero ya llegaron los del operativo. Le digo que se quede allá en el cuarto, para que esté presente.

¿Es tu nueva compañera de celda?
Sí, ya me contó su historia. Dice que desde chiquita, le robaba la ropa a sus hermanos y cuando iba a la escuela, se quitaba la falda y se ponía un short o un pantalón. Que ella se sentía un niño. Su familia tenía un aguaje y ahí en una peda, por su condición de lesbiana, unos le dijeron: “Te vamos hacer mujercita” y la violaron. Pero vieras cómo se levanta cada mañana, me da envidia de la buena, se levanta con una sonrisa de oreja a oreja. Y tiene una sonrisa hermosa. A veces pienso que no es bueno tanto pensar las cosas, que la ignorancia, más las habilidades que tengas, te hacen más feliz.

¿La cárcel es como en las películas o como afuera creemos que es?
Número uno: la cárcel no es como la pinta allá afuera. Es una realidad.

¿A qué te refieres?
En cuanto a agresiones, crueldad, ataques, no es como en las películas, es peor [risas] ahaha no es cierto. Aquí por lo menos, está muy rélax.

Mmm… que toda la gente es mala. Es un mito. Es que pensamos que por el hecho de estar aquí, ya son asesinos, culpables, malos y no es cierto, hay gente buena que te tiende la mano, que te apoya, hay gente muy leal, que se muere contigo en la raya. Que la vida se acaba cuando entras aquí no es verdad. Hay cosas peores que pueden pasar.

¿Cuando llegas te roban tu dinero?
Eso sí es cierto. Sí te roban tu dinero, con consentimiento o no. “Dame dinero para un cigarro para mí y otro para ti”, y nunca llegan: ni el cigarro, ni el dinero. Pero es igual afuera.

¿Cuando llegas te golpean?
[Risas] Mito totalmente. Pero sí se acercan a mitotear a preguntar, eso es real. Yo tenía otro mito, que cuanto más tiempo pasan en la cárcel, la gente se hace más dura.

¿Y no?
No pasa, al contrario, a mí los días festivos me duelen, que alguien falle en una promesa me duele más ahora, más que al principio.

¿Te haces lesbiana acá adentro por necesidad?
Eso sí es cierto, lo hacen por necesidad fisiológica o económica. No que se hagan lesbianas, sino que tienen relaciones con mujeres y cuando salen, ya si les gustan los hombres siguen con hombres. Pero sí es verdad.

¿Todo el mundo se droga aquí adentro?
No es cierto. Que todo el mundo aprende a tocar la guitarra tampoco, de ciento cincuenta que somos, sólo dos lo hacemos.