K-pop hacking
Vice Staff
Edición #8: Odio

K de K-POP: Mantequilla surcoreana para las masas latinas

¿Los y las fans del k-pop están haciendo la revolución?

El bochinche al que alude esta narración arrancó en Chile, en octubre de 2019, cuando estalló un movimiento contra el alza a la tarifa del transporte público de Santiago, una marejada de protestas que irradió por todo el país y que contó con el apreciado combustible digital de las comunidades de fans de la música pop surcoreana, quienes instalaron en Twitter los hashtags #ChileDespertó, #EstoPasaEnChile, #EvasiónMasiva, y #LaMarchaMásGrandeDeChile, que ayudaron a visibilizar no solamente las intensas movilizaciones sino también la sangrienta represión del gobierno de Sebastián Piñera.

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Esas y otras tendencias esparcidas en las redes sociales se combinaron con millones de personas que abarrotaron las calles de todo Chile durante semanas, para crear así la coreografía de una proeza que hasta entonces se consideraba más bien improbable, la añorada hazaña de enterrar de una vez por todas la vetusta constitución de Pinochet.

Me parece que un viajero del tiempo --en un descuido, en un traspié-- ha destripado una mosca, o tal vez una chinche, o a lo mejor una mantis religiosa, o de pronto una de esas terroríficas arañas tropicales que se le meten a uno bajo la piel, porque a lo largo de estos últimos dos años en América Latina se ha desatado una ola de levantamientos sociales que explaya su incendio al compás de la música pop de Corea del Sur, el k-pop.

Las angustiadas autoridades han intentado llamar a la Agencia de Variación Temporal pero la operadora les ha respondido que no, señores, que no estamos en el universo cinematográfico de Marvel, sino en la pinchurrienta realidad de toda la vida, nomás que ahora les toca hacer de tripas corazón e interpretar las demandas sociales de estes chiques latines aficionades a las bandas de k-pop, en especial a la mundialmente aclamada BTS, decidides por igual a practicar el cosplay de sus ídoles, a dinamitar las redes sociales, o a paralizar ciudades enteras hasta conseguir sus objetivos.

A finales del año 2020, en Perú, la intervención de les fans del pop surcoreano fue también determinante para descriminalizar en las plataformas digitales a las personas que protestaban contra la nociva Ley Agraria, quienes eran tachadas de terroristas. En este caso la estrategia del fandom –las comunidades de seguidores— del k-pop consistió en usar sus múltiples cuentas de Twitter para apoderarse del hashtag progubernamental, #TerrorismoNuncaMás, con el que se pretendía estigmatizar a les manifestantes, dándole vuelta a la tortilla y denunciando de este modo la campaña de terror cibernético de los trolls del gobierno peruano.

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Un poco más arriba en el mapa, en Colombia, para ser precisos, el paro general de abril y mayo de 2021, organizado para detener una abusiva reforma tributaria, contó también con la alianza inusual entre les k-popers y las expresiones de protesta pública que congregaron a miles de personas en las principales ciudades del país, unos inesperados movimientos de masas que se desplegaron con ardiente intensidad ya en plena pandemia del coronavirus, llegando el asunto por momentos a rozar los niveles de un levantamiento popular.

El ARMY, que es como se hacen llamar los clubes de admiradores de la banda surcoreana BTS, fue fundamental para sostener las trincheras digitales del paro colombiano, dado que atacaban con gifs, spam y fancams a cualquier tendencia o hashtag generado por los bots gubernamentales en Twitter, en Instagram o TikTok, de manera que si alguien hacía clic en #UribeTieneLaRazón, #ElParoDestruyóAColombia o #ParoAsesino, lo que los internautas se encontraban eran videos de jóvenes haciendo cosplay, danzando y tarareando canciones de bandas como Big Bang, Blackpink, o la arriba mencionada, la más destacada, BTS. Este boicot convertía a las tendencias generadas por los simpatizantes del gobierno de Colombia en “contenido spam” que Twitter retiraba de su plataforma, con lo que estos ciber-ejércitos conseguían cancelar los mensajes muchas veces violentos de los líderes reaccionarios.

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Pero estos sabotajes digitales auspiciados por el fandom del k-pop, como cabe esperar, no han dejado a todo el mundo con un buen sabor de boca. Pongo por caso a los locutores de una radio colombiana, quienes se vieron obligados a rectificar después de acusar a los integrantes de la banda BTS de “haber comprado su fama”, algo bastante parecido a lo sucedido hace poco en Alemania, país en el que resido, en donde cierto locutor de radio llegó al extremo de comparar a BTS con el infame bicho que mantiene de rodillas a media humanidad, el coronavirus; una irresponsable afirmación que, dicho sea de paso, también le orilló a ofrecer disculpas, abrumado frente a la avalancha justiciera del ARMY teutón.

Muchos críticos intentan –por los más variopintos motivos, políticos o no— rebajarles sus méritos, no obstante son innumerables las cualidades artísticas que distinguen a BTS, tantas que en realidad ameritarían todo un artículo aparte. Sus producciones se destacan entre las de sus pares del k-pop, por supuesto, pero también sobresalen con claridad al interior de toda la escena de la música internacional. Hace apenas un par de meses, sin ir más lejos, la revista Rolling Stone consagraba a BTS como las estrellas pop más grandes del mundo, un rango reservado para muy pocos a lo largo de la historia.

En lo personal a mí me gustan muchos de sus temas. Me vienen a la mente ahora mismo “Dynamite”, “Butter”, “Dionysus”, entre varios otros, aunque sobre todo me impresiona la órbita conceptual de la banda, su mantequilla de artistas en toda regla, un poco en el rumbo de lo que a nivel estético ha representado Lady Gaga para la música comercial de las últimas décadas. El álbum Map of the Soul: Persona, por ejemplo, a mí me hizo pensar que BTS propone una mística propia, que su calidad lírica produce una real transmutación de los oídos y de los odios. Rap Monster, J-Hope, Jin, Jung Kook, Jimin, Suga y V: alguien ha dicho por ahí que son siete artistas que representan siete aspectos de la personalidad humana.

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Mientras tanto el ARMY funciona, a su manera un tanto apropiacionista, como un surtidor de máscaras para los seguidores del k-pop, como un cripto-vehículo para las aspiraciones y las demandas de las nuevas generaciones aficionadas a la música: no olvidemos que BTS significa en español “Boyscouts a pruebas de balas”, de tal modo que sus canciones representan chalecos antibalas imaginarios que protegen en la pista de baile, en la vida diaria, o bien, para el caso latinoamericano, en las barricadas digitales y callejeras, ahí en donde los chicos exploradores, o las muchachas guías, se transmutan en herederes queer del Che Guevara, o de Violeta Parra, o bien en unos warholianos retratos colectivos que conectan con las performances del EZLN de Chiapas, o con el colorido de los pokemones de la “revolución pingüina” de les estudiantes chilenes del ahora lejano 2006, quienes adornaban su quilombo con los monstruos japoneses de bolsillo, los Pikachus, los Gengar, los Mauzi, mientras se zangoloteaban alrededor de los institutos al ritmo de temas musicales como “Fantasma”, del reguetonero puertorriqueño Zion. Nada nuevo bajo nuestro sol latino, todo nuevo bajo nuestro sol latino.

“No olvidemos que BTS significa en español “Boyscouts a pruebas de balas”, de tal modo que sus canciones representan chalecos antibalas imaginarios que protegen en la pista de baile, en la vida diaria, o bien, para el caso latinoamericano, en las barricadas digitales y callejeras”

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En cualquier caso es notable que las más recientes protestas en Sudamérica han recibido una inyección de estas sustancias cibernéticas de etiqueta surcoreana que funcionan casi como elementos criptográficos, sobre todo para los más jóvenes, quienes emplean la cultura k-pop, con su androginia, su desparpajo fashionista, su ambigüedad ideológica, como un código que los separa de los recalcitrantes sectores conservadores de las sociedades latinoamericanas. 

Pero mucho ojo que estas intervenciones sociodigitales del ARMY no han sido un fenómeno del todo exclusivo de Chile, Perú y Colombia: en Dallas, en junio de 2020, durante la irrupción del movimiento de dignidad negra, “Black Lives Matter”, la acción colectiva del fandom del k-pop logró saturar la aplicación iDallasWatch, el software usado por la policía gringa para controlar a los manifestantes. Haciendo uso de TikTok, el ARMY incluso se las arregló, al calor de la campaña presidencial estadounidense de 2020, para ilusionar a Donald Trump con llenarle de gente un evento en el que al final lo dejaron plantado. BTS también significa “Beyond the scene” (“más allá de la escena”), a lo mejor por eso se ha transformado el ARMY en un instrumento social característico de esta época de la “psicopolítica”, como la denomina el filósofo coreano-alemán Byung-Chul Han a este particular momento histórico en el que experimentamos de modo brutal la transformación paralela del Internet y de nuestra percepción de la realidad.

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Yo no me atrevería a declarar que el fandom de BTS ha comandado el frente cibernético de estos dos años de movilizaciones, pero tampoco se puede negar que el ARMY ha depositado una carretada de arena que terminó por echar al traste los antiguos aparatos de medición de los tiempos políticos en países como Colombia o Chile, empujándonos a aceptar que ya no es posible interpretar las coyunturas contemporáneas a través de los análisis tradicionalistas, tanto de la izquierda como de la derecha. En tiempos enrarecidos como los que vivimos, resulta mucho más conveniente leer la realidad de un modo creativo, fluorescente, abarcador, a la manera en que nos examinaría un antropólogo extraterrestre.

Pues la adhesión digital de la exitosa cultura k-pop surcoreana a las más recientes luchas sociales en Latinoamérica, ha dejado boquiabiertes a todes, sobre todo a las autoridades que no consiguen dejar de llamar a la Agencia de Variación Temporal de la serie Loki, a pesar de que la operadora les sigue respondiendo que no, señores, que no es posible restablecer la Sagrada Línea Temporal, que no estamos en el multiverso cinematográfico de Marvel, sino en la misma pinchurrienta realidad de toda la vida, ese territorio en ocasiones inhóspito, en ocasiones en llamas, en donde muchas veces no queda otra opción que ponerse a bailar la canción que nos toquen, como casi siempre, bien jodides pero bien contentes.

Alan Mills. Guatemala, 1979.
En el 2017 fue seleccionado como uno de los 39 mejores escritores menores de cuarenta años de América Latina, como parte del encuentro Bogotá 39, organizado por el Hay Festival.
Su libro más reciente es el ensayo Hackear a Coyote (2021).

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