Politică

Banderas y cayetanos: ¿es posible un patriotismo español que no sea facha?

Desde Íñigo Errejón hasta C. Tangana, son muchos los que han propuesto apropiarse de la bandera española para defender ideas progresistas y de justicia social, pero hacerlo es más difícil de lo que parece.
reapropiarse la bandera de españa
Fotografía por Davit Ruiz/VICE

Estos últimos días hemos vuelto a un debate que se repite cada pocos años, casi siempre con la misma intensidad: ¿es posible un patriotismo español de izquierdas? ¿puede la bandera rojigualda convertirse en un símbolo que nos represente a todos por igual? ¿Por qué deben renunciar las fuerzas progresistas a los sentimientos de unidad y fraternidad nacional, especialmente en un momento en el que la extrema derecha agita el fervor chovinista?

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En esta ocasión el desencadenante de la polémica ha sido la famosa conjura de los cayetanos. Su exhibición diaria por los barrios más pijos de Madrid –y cada vez de más ciudades– ha hecho visible hasta qué punto la bandera española, incluso en su versión más mercantilizada –tejida en pulseritas, convertida en paraguas o impresa en un fachaleco– lleva años siendo el patrimonio exclusivo de una ideología enormemente reaccionaria.

La extrema derecha apenas ha tenido que hacer nada para ganarse el usufructo de este símbolo nacional. Como explica la socióloga Helena Béjar, el solapamiento entre fascismo y españolismo se forjó durante y después de la dictadura, en un proceso al que llamó “la dejación de España”: tras la muerte de Franco, la izquierda se posicionó contra toda forma de patriotismo y reivindicó España como mera plataforma institucional, abriendo una vía simbólica para que los ciudadanos pudieran ser españoles sin sentirse españoles; una conciencia nacional light que, durante la transición, encontró acomodo en una idea de normalidad democrática que se validaba en experiencias globalizadas como la entrada en la Unión Europea o la celebración de los Juegos Olímpicos.

En los últimos años, sin embargo, ha habido varios intentos de revertir esta situación. Tanto el PSOE como Ciudadanos han tratado de aprovechar los conflictos territoriales en Catalunya y el País Vasco para explotar electoralmente la bandera. El “patriotismo constitucional” fue durante un tiempo la fórmula estrella con la que querían sumarse al carro del fervor nacional sin llamarse a sí mismos nacionalistas, pero fracasaron tan estrepitosamente como los intentos de “construir pueblo” por parte de la izquierda populista, que tampoco quería aceptar la etiqueta nacionalista. Para hacernos una idea, basta con googlear “íñigo errejón patria” para ver cómo el politólogo lleva desde antes de la fundación de Podemos teorizando sobre la necesidad de disputar la idea de España a la derecha y asociarla al orgullo por la sanidad y la educación públicas, la legislación LGTBI+ o la lucha feminista.

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Pero volvamos a los cayetanos y a sus manifestaciones. Tras el estallido de protestas en contra del gobierno, desde muchos sectores de izquierdas se ha comenzado a señalar la necesidad de arrebatarles el monopolio simbólico de la españolidad, de modo que las rojigualdas empezaron a proliferar en Twitter, ya fuera como foto de perfil, como emoji en el nick

o con largos hilos clamando por su reapropiación. Incluso C. Tangana se sumó a la polémica con un tuit que repetía las consignas más obvias -“hay que apropiarse de la bandera de España”, “tiene que dejar de significar fascismo/derecha”-, pero que añadía un nuevo elemento al debate: comparaba el proceso de resignificación con el juego de capturar la bandera.

El tuit tenía algo de provocación, en la medida que reducía implícitamente el debate nacional a un juego de niños donde las banderas son objetivos intercambiables. Pero al mismo tiempo recogía el testimonio de una crítica tradicional al nacionalismo, según la cual el amor a la patria es una pasión peligrosa y ciega que se sustenta en una mitología inventada sobre el pasado glorioso de la nación. La bandera aglutinaría en un solo símbolo toda esa arbitrariedad moral: se asume que, como en el juego de capturar la bandera, hay algo infantil en disputarse un trozo de tela, y se equiparan así todas las formas de nacionalismo posible como una misma locura egoísta y algo ridícula.

La analogía del juego que propone Tangana tiene otra virtud, y es que permite gamificar el proyecto de reapropiación de la bandera española. Hay un elemento lúdico en el hecho de revestir un símbolo con nuevos significados y utilizarlo fuera de su contexto original: podemos pensar en el Gaysper de VOX o en el Pikachu bailarín que se convirtió en un emblema de la resistencia popular en las recientes protestas antigubernamentales en Chile.

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La convicción de fondo, en todo caso, es que se tendría que poder hacer lo mismo con la bandera española: capturarla, secuestrarla, apartarla de su contexto para convertirla en algo completamente distinto, mucho menos peligroso y excluyente de lo que es ahora. Y no solo esto. Como acabamos de ver, y por más paradójico que suene, muchos piensan que esto puede hacerse desde el rechazo más absoluto al nacionalismo, adoptando la bandera solo desde una perspectiva instrumental, con el objetivo último de evitar que la ultraderecha monopolice el sentimiento de españolidad.

El problema es que ya se ha demostrado que desde este pretendido antinacionalismo resulta casi imposible reapropiarse de la bandera. Esta no es solo un trapo, un lienzo rojo y amarillo sobre el que pintar aquello que nos venga en gana a cada momento. No es equiparable a apropiarse de un insulto o a cualquier expresión cultural concreta: la bandera representa una identidad nacional, y la estructura de sentido de esta identidad es mucho más profunda que la de una expresión lingüística o que un personaje de ficción. Incluso los críticos más feroces del nacionalismo, como el sociólogo Stuart Hall, han reconocido que la identidad nacional es uno de los principales vehículos a través de los cuales mejor se codifican las diferencias culturales: mientras vivamos en un Estado-nación, es imposible pensarnos al margen de ese marco mental.

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Así, si los intentos por arrebatar la rojigualda a la extrema derecha fracasan una y otra vez, quizá no debamos achacarlo al hecho que históricamente esta bandera haya estado asociada al franquismo y a la restauración borbónica. Precisamente, se supone que un proceso de resignificación tiene que trabajar en transformar esta asociación, y hacerlo sin menospreciar los sentimientos -tanto los positivos como los negativos- que tal símbolo lleva aparejados.

Al contrario, si estos intentos han fracasado es porque tratan de articular formas descafeinadas de patriotismo, y siguen sin tomarse en serio lo que significa realmente adoptar una identidad nacional. Que toda nación sea una comunidad imaginada, un constructo social, una ficción histórica que no tiene por qué ajustarse a los hechos, no significa que sus efectos prácticos sean más débiles, o que su capacidad narrativa para posicionar socialmente a los sujetos sea menor que otros aspectos identitarios supuestamente más materiales, como la clase o el género. Podemos querer ampliar, discutir y hasta volatilizar los límites de esa nación, pero siempre será el referente desde el cual -o contra el cual- nos posicionamos como sujetos políticos: es lo que Michael Billig llamó “nacionalismo banal”.

Dicho a lo bruto: las identidades nacionales no se sacan solo para aparentar. Su arraigo cultural es enorme, y difícilmente se pueden usar en una negociación política como meros instrumentos al servicio de otra finalidad. En la medida que representan una continuidad histórica y geográfica –que, insisto, puede llegar a ser tan arbitraria y convencional como dividir dos equipos para jugar a capturar la bandera–, también delimitan una comunidad ética de obligación y respeto hacia el futuro y el pasado de esa comunidad. Y esto no es algo que se pueda conseguir en apenas dos días, poniendo unas cuantas fotos en Facebook y repitiendo muchas veces que nuestra patria es el sistema público de sanidad.

¿Todo esto quiere decir que no es posible defender un mundo sin nacionalismos? ¿Que toda imaginación política estará siempre secuestrada por el juego de banderas? No necesariamente. Pero lo que parece claro es que cualquier intento de arrebatar la españolidad a la ultraderecha deberá empezar por entender (y sobre todo no menospreciar) el papel capital que todavía juegan las identidades nacionales en el imaginario político contemporáneo. Y así, quizá, si dejamos de caricaturizar las banderas como trapos estúpidos agitados por fanáticos, cuestionando hasta qué punto el nacionalismo determina también nuestra perspectiva, será posible comenzar a resignificar unos símbolos que todavía hoy nos incomodan. Porque tomarse en serio las identidades nacionales significa también tomarse en serio el sufrimiento que han causado y que siguen causando.

@eudald31