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Lenny Nuñez
El Desplome

La borrachera en aislamiento, el cuerpo y la soledad

Reflexiones etílicas de la vida en pandemia.

En mayo del año pasado, en medio del encierro más estricto, me di cuenta de que la copa de vino que me servía todas las noches desde hacía algunas semanas, primero para paliar la angustia de la cuarentena, después para poder dormir, tendía a convertirse en dos o tres a partir de los miércoles. El consumo de alcohol que hice toda la vida rodeada de amigas, conocidas y amantes se mantuvo o quizás incrementó cuando estuve en soledad. El silencio de esos días, las conversaciones contemporáneas sobre sustancias y emborracharme “para mí” y no para y con otrxs me hicieron reflexionar sobre el alcohol, la norma, el cuerpo y la soledad. 

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A mí me enseñaron que el alcohol se disfrutaba “con moderación”, que podía dejar que me relajara los músculos pero debía saber cuándo parar. Sobre todo eso: debía ser capaz de intuir en la laxitud de la lengua un límite. También me indicaron, con muchísimo énfasis, que la diferencia entre esos que “tienen un problema” con esta sustancia y los que “no lo tenemos” es que no bebemos solos, ni en el trabajo, ni desayunamos vasos de vodka. Nunca he podido integrar la primera enseñanza; como en la mayoría de situaciones de mi vida, con el alcohol me cuesta parar a tiempo. Envidio a esa gente que percibe el minuto exacto en el que hay que empezar a pedir agua, porque a mí suele escapárseme. En cambio, me esforcé siempre por separar la bebida de la soledad: hasta hace un año yo nunca me emborrachaba sola, casi no tomaba vino con la cena, no quería ser de esa gente que “tiene un problema”. 

Pero en el encierro, en la distancia de otres, las ganas de consumir alcohol no se diluyeron. Yo, mis amigas, conocidas y parientes, mudamos nuestras noches de bar a nuestras casas y descubrimos la borrachera en soledad. Algunas veces la llevamos acompañadas por cámaras y conversaciones de Whatsapp, otras veces no. ¿Esto quiere decir que, según lo que me enseñaron sobre el alcohol, tengo un problema? ¿El mundo y yo tenemos un problema? A mi juicio, durante el aislamiento millones de personas íngrimas estábamos tomando igual. Si todxs hacemos lo mismo, ¿sigue siendo un problema?

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María Moreno decía en su libro Black Out (2016) —una especie de biografía etílica mezclada con ensayos literarios situada en los setenta— que las mujeres además de ganar la universidad debían ganar las tabernas. Y hay en todo su relato una urgencia de pertenecer a un club del alcohol reservado para los muchachos, cuyos cuerpos resisten lo que los nuestros de damitas no. Reconozco ese deseo de consumir alcohol para romper la norma del comportamiento social con la que tan fuertemente fuimos adoctrinadas las mujeres, porque yo sí que me he emborrachado para demostrarles a varones que puedo más, que resisto más, que soy mejor, que soy más fuerte que ellos. Si la norma era que los espacios públicos y las borracheras ruidosas les pertenecían a los hombres heterocis, había una victoria (pírrica, por supuesto) para nosotras al ganar también ese derecho. 

Pero el comportamiento de los hombres heterocis no está exento de mandatos y para ellos el alcohol también ha sido un vehículo para romperlos. En la película danesa Druk, que me vi en medio del aislamiento con una copa de vino en la mano,  un grupo de amigos que están en la mitad de sus cuarentas, profesores de colegio, aburridos y un poco frustrados con sus realidades, deciden probar una teoría que sugiere que el cuerpo viene con un déficit de alcohol y que al suplirlo estando todo el día un poquito borracho se puede llegar a un estado de lucidez ideal. El experimento, para sorpresa de muchos, arroja resultados disímiles. Sin embargo, nos permite ver que todos estos hombres se ponen en contacto con sus emociones, sus frustraciones y sus angustias solo cuando se emborrachan. Además de eso, solo cuando están en pedo es que parecen adueñarse de manera lúdica de su cuerpo. Únicamente alcoholizados es que pueden bailar. Y sí que bailan. 

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Recuerdo que mi abuelo odiaba con furia a un joven Miguel Bosé que salía en televisión haciendo coreografías con trusa rosada. Durante años pensé que el rosado le parecía vulgar e inapropiado para un hombre, pero ahora creo que mi abuelo lo que odiaba era verlo bailar. Se sentía amenazado por cómo ese hombre movía sus extremidades y cómo hacía esa apropiación de su cuerpo. Para mi abuelo, ese nivel de conocimiento corporal debía serle siempre ajeno, siempre limitado, siempre prohibido.

La última escena de la película es una coreografía eufórica, bella, deshinibida y magistral de Madds Mikkelsen con una lata de cerveza mientras sus amigos lo celebran, y pienso que mi problema nunca fue el baile, aunque muchas veces el alcohol sí me ayudó a vencer la timidez con extraños. Lo que definitivamente me posibilitó la embriaguez durante mucho tiempo fueron   breves y algodonadas treguas con mi cuerpo. Olvidar por un rato las razones de mi desprecio hacia  mí. Creo que emborracharme fue lo único que me permitió bajar por años un minuto la guardia y dejar de sentir que mis comportamientos eran observados y juzgados. Más que eso, fue lo único que me permitió coger sin pensar obsesivamente en los que siempre he creído son mis defectos. Si yo me he emborrachado para dejar de ser hiperconsciente de mi cuerpo, los hombres se han emborrachado para habitar el suyo.

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A esta altura es posible decir que la existencia en sobriedad (de cualquier cosa) no es necesariamente mejor: más exitosa, más lúcida, más compasiva, menos reprochable en términos morales. La promesa de bienestar y felicidad para todos en un más allá sobrixs no siempre se cumple. Para algunas personas es sostenible el consumo de alcohol, para otras no. ¿Estamos llenando vacíos con vinos? Qué se yo, a quién carajo le importa. Puede que sí, puede que no, puede que muchos sepamos exactamente qué nos falta y algunos no lo descubran nunca.  

Si la forma de tomar “sana”, “moderada” y “bien vista” era estando rodeadxs de gente en brindis multitudinarios y festivos, el 2020 nos obligó a pensar el consumo de manera distinta y a encontrar mecanismos de regulación personales y subjetivos. Algunxs lo dejarán, otrxs se pasarán a otras sustancias; algunxs elegirán solo tomar un día de la semana, otrxs decidirán nunca emborracharse estando tristes: todxs diseñaremos nuevas reglas, redibujaremos nuestros límites y entraremos en conflicto, reflexión y muchas veces culpa al transgredirlos. Pero la realidad seguirá ahí: en compañía y también en soledad, sigue siendo tentador, brutalmente tentador, sentirse por un rato un cuerpo liviano, un cuerpo sin ley y sin pasado. 

* Esta es la segunda entrega de El Desplome, una columna bimensual de María del Mar Ramón sobre el mundo que se ha derrumbado y lo que estamos construyendo desde los escombros. Lee la primera aquí.