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Foto por Inés Ripari
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¿Qué pasó con el fanatismo durante la pandemia?

El aislamiento dejó sin shows en vivo, sin partidos y sin raves a personas fanáticas que no se perdían estos eventos. ¿Qué pasó con ellas?

Un gesto: correr en dirección a la valla, perder la voz de tanto hinchar, bailar durante doce horas seguidas. ¿Cómo se construye un fanatismo y de qué manera es afectado por una realidad que impide el ritual? Las restricciones que se desprendieron de la aparición del virus impactaron tanto en los rituales íntimos como en los multitudinarios. Si en griego fanum es templo, entonces el fanatismo es la doctrina del templo, definido también como una adherencia extrema o una pasión exaltada: ¿Cuánto dejaste por algo o alguien? 

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Hablamos con fans de Luis Miguel, de Platense —un equipo de fútbol de Buenos Aires— y de las fiestas electrónicas, que nos contaron qué pasó en este año y medio con sus respectivos fanatismos.

Luis Miguel: ¿El fanatismo se mide por cercanía?

Fila 11. Eso fue lo más cerca que estuvo. A la cuenta de tres, dijo una, y el resto aceptó el riesgo que estaba implícito. La seguridad se distrajo: ese tipo gigante vestido de negro habrá mirado de menos o torcido la cabeza un segundo, para que, en ese descuido milimétrico, se le fuera de mano la cosa y corrieran todas hasta la valla. Era una época donde no se usaban sillas en las primeras hileras y dar puerta era sinónimo de agrietar la calma, de abrirle paso a una horda. “Estaba todo bronceado, la camisa, unos cristales en rosa y la piel”, dice Sandra, que ese día tendría veinticinco o veintiséis. Hizo bien en no perderse el show en Vélez porque esa noche llegó a estar a centímetros de Luis Miguel, con la rodilla recién operada, estiró la mano lo más lejos que pudo. No llegó a tocarlo pero él sí la miró, a todas y a ella sola también.

“Todo entra por los ojos”, dice Sandra cuando habla de la primera vez que lo vio, en la tele, en el programa “Finalísima” con Leonardo Simons. Llevaba puesto un saco del que se deshizo al aire para lucir una camisa; un saco que después reclamó, porque ese era un Luis Miguel distinto: no le sobraba la ropa. Ella tendría quince, él también y “engendrado acá, por eso la Argentina para él es muy importante”, cuenta Sandra, que hace dieciséis años que todos los días escucha por lo menos un tema de Luismi. Después de verlo en la tele lo puso a sonar en casete. “1+1 = 2 enamorados”, esas fueron las primeras melodías que la cautivaron. 

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Foto de Inés Ripari

Sandra lleva acumulados casi seis mil días de fanatismo. Vio diez veces la temporada uno y seis veces la temporada dos de la serie basada en su vida. En el último recital, el del 2019 en el Campo Argentino de Polo, puteó de arriba a abajo a todas las pendejas que fueron por Netflix y les pagó la entrada el papá. “Porque no escuchaban y a él le gusta que lo escuchen”, justifica. La única vez que no lo fue a ver fue cuando nació su hija en 1996 porque estaba pariendo. Ella pariendo y él cantando, como en una sincronía perfecta. De fondo, en las vitrinas del kiosko que atiende en el borde del Parque Saavedra tiene colgados dos fotones: él en un plano corto, bronceado, ojos celeste mediterráneo, sonrisa con dientes separados. Pero Sandra prefiere al de ahora: por la voz, por los falsetes.

Sueña, de manera recurrente, que está en primera fila. Por no haber llegado a juntar la plata se perdió de estar en una de las cenas íntimas que se organizaban en un momento en Costa Salguero, el cordón fiestero que da al río en la Ciudad de Buenos Aires. La pandemia no es un obstáculo para su fanatismo: puede ver una y otra vez los recitales por YouTube. No solo se sabe las letras de las canciones, también las líneas textuales de los videos, shows a los que fue o no fue, pero que vuelve y vuelve a ver.

“Ahí está el abuelo”, dicen sus nietos cuando lo ven en la tele. “Es el único hombre que no me engañó en treinta y seis años”, Sandra no tiene ninguna duda: “Yo estoy enamorada de Luis Miguel, es un amor incondicional, no me importa que esté viejo, que esté gordo, que esté muerto. Lo voy a amar para toda la vida, hasta el día que me muera”.

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Las inundaciones frecuentes en Saavedra, uno de los barrios del norte porteño, le llevaron varios posters y discos, no le queda tanto. Entre cambio y cambio, chau, reina, hola, mi amor, personas que le compran cerveza o cigarros, pone a sonar “Disfraces”. Sandra tararea, se la sabe completa, llora, se emociona y explica el trasfondo de la letra, que dice: Aquí me tienes con la máscara impecable de la noche / Maquillándote mi vida que se esconde / Tras de mi sonrisa, mis ademanes, tras mis canciones. “Ahora que estoy sola me aferro más a Luismi. Estoy contenta, escucho a Luismi; estoy triste, escucho a Luismi; tengo depre, escucho a Luismi. Me baja como si tomara cinco Alplax”, explica mientras mira en la pantalla del celular la cara de Micky, sus gestos, sus pasos en el escenario, esos movimientos que la deliran.

Club Atlético Platense: ¿El fanatismo se hereda?

Osvaldo tiene 85 años y desde los 7 es hincha del Club Atlético Platense; desde que la cancha estaba sobre otra calle, en otro barrio. “Se había muerto mi papá y económicamente andábamos muy mal. Entonces, llegaban los socios de Platense, sobre la calle Manuela Pedraza, y yo les abría la puerta y les pedía la propina”, cuenta el fanático más viejo del calamar. A partir de ahí, siempre: su nieto juega al básquet en el club y uno de sus hijos —actual vice— fue presidente entre el 2016 y el 2019. “Es parte de mi vida”, dice Osvaldo, y señala a lo lejos: “Mirá. Allá está la pileta de natación, hay una cosa medio celeste que se ve en el piso. Mis dos hijos aprendieron a nadar ahí. Sábado y domingo, días de semana. Es parte de mi vida”. Cuenta que durante estos dos años de pandemia pudo acceder a varias actividades como parte del equipo técnico. El vínculo de su hijo con el club le permitió estar cerca y presenciar alguna que otra cosa. Muestra unas zapatillas marrones y blancas con el escudo en la lengüeta, dice que se las regalaron un fin de semana los muchachos que lo cruzaron en el parque y lo invitaron a comer un asado con ellos.

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El abuelo paterno de Jerónimo vivió a dos cuadras de la antigua cancha. Desde ahí armó una familia, por defecto, también hincha del club. A su vez, sus seis hijos varones y su única hija mujer involucraron a su propia descendencia en el legado familiar: la pasión por el equipo marrón. “Desde 2003 hasta 2019 fui religiosamente a la cancha, en el peor de los momentos de Platense, porque nosotros descendimos en el 1999 y hasta el año pasado no volvimos a primera. Entonces fui a las canchas más roñosas de Buenos Aires y a algunas provincias también”, cuenta. 

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Foto cedida por Jerónimo

A comienzos de este año, Platense ascendió a la Primera División del Fútbol Argentino después de 22 años. “La gran ilusión era ir a la cancha a ver Platense-River, Platense-Boca. Y ahora con todo esto de la pandemia es tremenda la situación. Por un lado, que estemos en primera y, por otro lado, no poder disfrutar de eso que tanto esperamos”, dice. Y agrega: “Fue durísimo vivir el ascenso sin poder ir a la cancha. Nos reunimos en mi casa con todas las ventanas y el balcón abiertos. Llovía como si fuese la última noche del mundo. De tanto que gritamos vino la policía porque, imaginate, vivo en bajo Nuñez, todas gallinas envidiosas y asustadas por la vuelta de un grande a primera”. Según la última información que circuló en algunos portales de noticias, el Gobierno evalúa la vuelta de los hinchas a las canchas para fines de septiembre o principios de octubre con un aforo del 30%. Será que por fin la familia de Jerónimo verá a su equipo volver. 

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Fiestas electrónicas: ¿El fanatismo es el encuentro con otres?

Hay gente a la que no vio más. Porque la veía en la joda y no la vio más. Personas con las que está conectado en redes pero no se juntaría a cenar. Juani tiene 26 y empezó a frecuentar el circuito de las fiestas electrónicas hace siete años. Al principio, iba a una por mes; después, cada quince días; antes de que empezara la pandemia, salía todos los fines de semana. “El 2019 fue espectacular: venía todo el mundo, hacíamos fiestas privadas, manejábamos la noche nosotros”, cuenta. En estos últimos dos años perdió muchos vínculos. Dice que hay otros que se volvieron raros y otros que están ahí, que no es lo mismo. 

“Es terapia: toda la semana laburando y el sábado te rompés. Esperás el finde para eso. Es muy divertido; el público que se maneja, nadie te molesta, cada uno está en la suya. No hay piñas a la salida. La gente va al boliche y quiere más, nos vamos de after hasta las 12 y se baila mucho”, dice Juani cuando habla del porqué de su adhesión a las fiestas electrónicas. Al principio del aislamiento se metió en su casa a producir música. A medida que las restricciones avanzaban, empezó a plantearse un “nos juntamos o nos juntamos” entre su grupo de salida fijo. 

En los primeros años, las fiestas a las que iba eran masivas, de cuatro DJs y en campo abierto. Con el tiempo se fue metiendo en la corriente de boliches de Buenos Aires. Para el 2019, ya formaba parte de una junta de quince personas que se organizaban para ir. “En la joda se toma éxtasis y MD, pero lo que genera la droga es mucha empatía. Entonces todos están con la de ayudar al otro si se siente mal. No está el empujón del boliche, que pasa uno y te lleva puesto. El lema de la electrónica es el respeto por el otro”, dice con la certeza de que su fanatismo no tiene que ver únicamente con la electrónica sino con una combinación entre noche, música y droga. “No es que no pueda ir a ver un DJ sin drogarme, pero, sin lugar a dudas, si me tomo una pastilla voy a bailar más”.

¿El fanatismo es posible únicamente en el encuentro con otres? “Me cambió mi forma de ser. Veníamos muy bien, muy agarrados como grupo y se cayó todo”, confiesa Juani, que lamenta en entonaciones pinchadas el congelamiento de las actividades sociales masivas, ese ritual de la joda, que asegura que después se transformó en un fanatismo por la música porque lo que circulaban eran “tracks de electrónica” que no están en Spotify y guarda cada quien en su PC. “Ahora nos juntamos cinco, yo paso música y nos tomamos una para escuchar la música drogados y nada más”, dice y deja en claro que, aunque por ahora no se habiliten los eventos masivos, se necesita de ese encuentro para que exista el fenómeno.

Hay entre una experiencia y la otra, distintas maneras de llegar al fanatismo y habitarlo. En definitiva, el encuentro con el mundo supone un consumo o el acto mismo de consumir, y en el aislamiento eso que urgía, ese canibalismo compartido, ese galope cegado, el ritual que cada quien haya repetido de manera incesante, se detuvo. Lo que se retome, ¿volverá a ser igual? ¿Importa? Ya se trazó un bache con huellas evidentes en lo vincular. Será un trabajo individual y colectivo entonces ir reparando de a poco las consecuencias emocionales de la pandemia, recomponiendo cada ritual.