Hombre colombiano afroPuerto Merizalde Rio Naya
Fotografía de Ramón Campos Iriarte 
Identidad

Somos un país racista: cinco siglos de segregación en Colombia

¿De dónde viene ese racismo que seguimos replicando todos los días en Colombia?

El pasado 30 de agosto, el presidente colombiano Iván Duque revivió la discusión sobre el racismo en su país al protagonizar un evento transmitido en vivo donde, según organizaciones indígenas, se utilizó a miembros de comunidades amazónicas como “objetos decorativos” en un “espectáculo mediático”. Más temprano que tarde, Colombia debe desentrañar su larga tradición de segregación racial. 

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Texto realizado con investigación de Antonio Jaramillo y Jorge Soto.

Muy temprano en la mañana del 28 de abril, mientras los habitantes del pudiente barrio Bellavista de Cali aún dormían, un grupo de indígenas de la etnia Misak llegó sigilosamente hasta el mirador donde se erguía una enorme estatua de bronce del conquistador español Sebastián de Belalcázar. Antes que la policía pudiera impedirlo, la tumbaron de su pedestal. Hasta entonces, era la segunda estatua que los Misak derribaban, como parte de una campaña para resignificar aquellos espacios públicos donde se hace apología al genocidio indígena desencadenado por la guerra de conquista en América.

Desde tiempos remotos, las estatuas, símbolos políticos por excelencia, han sido objetivos primordiales del descontento social, de la ira popular, de los vencedores en la guerra o en los cambios de régimen. Recientemente, como parte de un movimiento global que abandera la justicia racial, decenas de estatuas de conquistadores, opresores coloniales, líderes confederados, fascistas y esclavistas han sido vandalizadas y arrancadas de sus podios por manifestantes en muchos países, desde las Américas hasta Australia.

Belalcazar, el fundador de Cali, fue un asesino. En 1534, antes de marchar desde el sur sobre lo que hoy es Colombia, dirigió una búsqueda de oro durante la cual quemó vivos a todos los nobles incas de Quito. En su influyente libro “La brevísima relación de destrucción de las Indias”, de 1552, Bartolomé de las Casas escribió: “…quemaron a Cozopanga, gobernador que era de todas las provincias de Quito, el cual, por ciertos requerimientos que le hizo Sebastián de Belalcázar, capitán del gobernador, vino de paz, y porque no dio tanto oro como le pedían, lo quemaron con otros muchos caciques y principales. Y a lo que yo pude entender, su intento de los españoles era que no quedase señor en toda la tierra.” 

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Belalcázar sometió sin reparo a sus víctimas indígenas al peor tormento inventado hasta esa época — la “tortura de Cuauhtémoc”— en el marco de una guerra de exterminio que eliminó, según los cálculos de algunos historiadores, de 30 a 40 millones de personas en 150 años —probablemente el peor holocausto en la historia de la humanidad.

La magnitud y las consecuencias de nuestra historia colonial pocas veces se enseñan en los colegios: prima una versión desagregada, episódica y anecdótica del pasado. Desde el siglo XIX, los programas y contenidos escolares colombianos han sido definidos por el Estado y pasan por “controles de calidad” con formatos oficiales que imponen una visión nacionalista e incompleta de la historia, basada en la eliminación física, cultural e histórica de lo indio y lo afro. Por eso, las intrépidas acciones de los Misak precipitaron un debate que sorprendió a muchos colombianos. 

Los conservadores criollos, a la par de los neocons gringos y los simpatizantes europeos del fascismo, como Pablo Casado (a quien Iván Duque agradeció públicamente por haber asistido a su posesión presidencial), han condenado la arremetida contra las estatuas y han llamado a defender los valores denuestra” sociedad. En los círculos de la extrema derecha se habla de una “guerra cultural” desatada por revolucionarios, marxistas y ateos empeñados en destruir las “tradiciones patrióticas”. Como es obvio, a los que salieron bien librados del genocidio y la esclavitud no les gusta que escarbemos en los archivos históricos. 

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¿Esclavista? ¿Colombia?

En el territorio que hoy es Colombia existió, durante tres siglos y medio, una economía esclavista que dio origen a muchas de las fortunas familiares que hasta hoy acentúan la enorme brecha social. La esclavitud de indígenas y negros en nuestro país fue proscrita oficialmente en 1851, es decir, hace sólo 170 años: estuvo vigente el doble del tiempo que ha transcurrido desde que fue abolida. Así, el legado de la dominación racial sobre la que se fundó la nación sigue muy vivo en nuestra sociedad inequitativa y excluyente.

En 2015, la senadora uribista Paloma Valencia propuso un referendo para dividir el departamento del Cauca en dos: un lado para los mestizos y otro para los indígenas. Pero más allá de lo absurdo de la propuesta, llama la atención que Valencia —una figura política del establecimiento— utilice con naturalidad la oposición entre “mestizo” e “indígena”, una categorización racial que surge en el siglo XVI.

Pues bien, para rastrear el origen ideológico del discurso segregacionista que circula sin tapujos en nuestra esfera pública, es pertinente reconstruir la historia de familias influyentes como la de Paloma Valencia, con base en registros del periodo colonial. Los antepasados de la senadora forjaron su poder político y económico a partir del “descubrimiento” del territorio caucano en nombre de la corona española y con la posterior explotación minera con mano de obra esclavizada.

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La familia Valencia se estableció en Popayán a finales del siglo XVII: el primer Valencia del que se tiene registro fue Pedro de Valencia y Aranda, quién migró desde Málaga, España. En 1748, su hijo, Pedro Agustín Valencia y Fernández del Castillo, primer Conde de Casa Valencia, fundó la Casa de la Moneda de Popayán y fue propietario de haciendas, minas y esclavos alrededor de los ríos Yurumanguí, Cajambre y Naya. Según el historiador William Lofstrom, para el siglo XVIII, la familia Valencia era la más rica de la región con una fortuna estimada en 300.000 pesos de la época.

El Legajo 2 del Fondo Minas - Cauca, que hoy resguarda el Archivo General de la Nación, registra que en 1753 Pedro Agustín y Sebastián Valencia piden al Rey entregarles tierras fértiles para alimentar a los esclavos que tenían trabajando en sus minas de oro:

“Don Pedro Agustín de Valencia, y don Sebastián de Valencia, hermanos, vecinos de la ciudad de Popayán, dueños de minas y esclavos por nuestros propios derechos […] decimos que nosotros somos descubridores y pobladores de las minas del río Yurumanguí en la provincia de El Raposo, las hemos estado trabajando dando el interés debido a su Majestad y a Dios, y por esto para la manutención de los esclavos que en dichas minas tenemos […] que son más de ciento cuarenta, necesitamos de tierras propias donde se siembren y cojan los frutos que son precisos para dicha manutención […]”. 

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Imagen del Archivo General de la Nación de Colombia

Los Valencia acumularon un enorme capital económico y social presentándose ante las autoridades peninsulares como conquistadores, esclavistas y fieles vasallos del Rey de España. Años después, tras la separación de la Nueva Granada del imperio español, los Valencia siguieron lucrándose con la esclavitud —aún cuando alrededor del mundo ya existía una fuerte oposición al sistema esclavista por inhumano y humillante. 

A pesar del esfuerzo de algunos miembros del congreso de Cúcuta de 1821, como José Félix de Restrepo, por proscribir la esclavitud, se impuso la voluntad de los parlamentarios —muchos de ellos caucanos— que defendían los “derechos de propiedad” de los esclavistas. Así, pasarían más de tres décadas a partir de la independencia del imperio español para que, en 1851, bajo la administración del liberal José Hilario López, finalmente se pusiera fin a ese flagelo. En todo caso, ni el congreso de Cúcuta ni la Ley 21 que liberó a los esclavos restringieron los enormes capitales económicos y políticos que amasaron las familias que controlaron la explotación esclavista durante siglos.

A comienzos del siglo XX, el poeta conservador Guillermo Valencia —tataranieto de Pedro Agustín, el autor de la carta al Rey— escribió un conocido aparte sobre las finanzas familiares de los Valencia, que revela su nostalgia por el latifundio y las épocas de servidumbre y trabajos forzados: “la libertad de los esclavos llevó a la bancarrota la industria minera de mis abuelos”. Sin embargo, en realidad, la fortuna y el poder de los Valencia se mantuvo. Guillermo León Valencia —hijo del poeta— explotó la influencia política de su familia para llegar a la presidencia de la República en 1962, durante el régimen antidemocrático del “Frente Nacional”. El presidente Valencia, amigo íntimo del general fascista español Francisco Franco, fue el artífice de la muy torpe ‘Operación Soberanía’, en la región de Marquetalia, que originó el conflicto armado entre el Estado colombiano y las guerrillas campesinas que pasarían a integrar el Bloque Sur y luego las FARC.

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Finalmente, el recorrido genealógico llega a Paloma Valencia y su propuesta de apartheid en el Cauca. Descendiente directa de usurpadores de territorios ya habitados, la senadora encarna el legado político y económico de una familia “mestiza” que ascendió al poder regional y nacional gracias a la explotación de esclavos indigenas y negros. Los Valencia, claro está, son sólo una entre varias familias colombianas que encarnan la conexión indeleble entre un pasado esclavista —y de sistemas de explotación etnorracial posteriores, como la mita y la encomienda— y, por consiguiente, un presente de poder y riqueza.

El racista que todos llevamos dentro

En países como Estados Unidos, la reflexión crítica sobre las raíces históricas del poder político y económico -que allá llaman critical race theory- lleva varios años cobrando relevancia y levantando ampollas en círculos conservadores. Durante el verano pasado, las protestas por el asesinato policial del afroamericano George Floyd impusieron, finalmente, el debate racial en el mainstream global. Hoy se habla de la necesidad de reconocer la historia y poner en marcha una justicia reparativa (“reparations”) que busque subsanar material y simbólicamente los daños que la esclavitud y la segregación han provocado en poblaciones que, por cuenta del racismo, entraron atados de pies y manos al juego capitalista. 

¿Cuáles son las implicaciones del pasado esclavista en las estructuras económicas, políticas y sociales colombianas? No es un interrogante nuevo: el tema se discute en ámbitos académicos hace décadas. Además, la propia lucha de las comunidades raizales e indígenas se ha abierto paso a contracorriente, logrando acciones afirmativas importantes como la Ley 70 de 1993, que busca amparar los derechos colectivos de las comunidades negras. Sin embargo, los avances se quedan cortos frente a la inercia de un sistema educativo que perpetúa el analfabetismo racial y el revisionismo histórico, y por otro lado, el afincado poder de varios clanes familiares coloniales y una cultura política andinocéntrica que institucionaliza, día a día, la subordinación de raza y de clase. 

¿Cómo reconocer nuestra historia, “desaprender” el racismo y redistribuir el capital social y económico que se concentró a punta de violencia? 

Carlos Alfonso Salazar Sarmiento, el director de la Unidad de Bienes y Servicios de la Alcaldía de Cali, anunció que la estatua de Belalcázar será restaurada y retornada a su pedestal en los próximos días. Y para apaciguar a los indios, se colocará una estatua de su elección en otro lugar de la ciudad. Colombia, como era de esperarse, se aferrará por lo pronto a una versión rebatida y victimizante del pasado, antes que aceptar que somos un país racista y que los tiempos están cambiando.