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Sexo

Trabajadoras sexuales nos explican su primer día de trabajo

"Observé mi piel de puta desnuda en el espejo y pensé, 'este es el dinero más fácil que he ganado nunca'".
Mujer comiendo una fresa
Fotografía por Nicole Bazuin

Este artículo se publicó originalmente en VICE Canadá.

Hace unas semanas, me pidieron que participara en un programa llamado Bedpost, un espectáculo que se anuncia como un cabaré erótico. Yo era uno de los dos narradores que, en ese episodio, compartía espacio con un grupo de humoristas, varias bailarinas de estética burlesque y un concurso, cuyo premio consistía en un vibrador valorado en 200 dólares. Aquella noche hice mi trabajo ante la indiferencia general del público. En un primer momento atribuí mi falta de éxito a los presentes, pero pensando en ello a toro pasado, me doy cuenta de que el fallo fue mío. El público se mostró muy interesado por el resto de las secciones del programa, especialmente por la historia de la otra narradora, una exdominatrix que contó cómo fueron sus comienzos en el negocio.

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Más tarde, después de que la pareja que ganó el vibrador nos invitara a todos a una ronda, entablé conversación con la exdominatrix, que respondió amablemente a todas mis preguntas. Hablamos sobre el estigma que pesa sobre el trabajo sexual, sobre el dinero y sobre muchas otras cosas, pero siempre volvíamos al mismo tema: el de su primer día de trabajo. Recuerdo que en mi primer día de trabajo, sufrí una crisis de ansiedad después de que un compañero me enseñara a usar la fotocopiadora, por lo que no quiero ni imaginarme lo que habría pasado si hubiera estado a cargo de los genitales de otra persona.

A lo largo de mi vida he conocido a muy pocas personas relacionadas con el negocio del sexo y con ninguna de ellas he hablado sobre el tema porque imaginaba que, si hubieran querido, lo habría sacado a colación ellos mismos. Sin embargo, la dominatrix habló con mucha naturalidad de su trabajo en todo momento, y eso espoleó mi curiosidad. Decidí contactar con unas cuantas amigas y conocidas del sector y preguntarles si les apetecía explicarme cómo fue su primer día de trabajo. Las conversaciones que se reproducen a continuación no pretenden ser un compendio exhaustivo de la vida de las trabajadoras sexuales, sino una mirada anecdótica a los comienzos de algunas de ellas.

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Renata Val*, dominatrix especializada el fetiche de los pies

Hace dos años, me mudé a Toronto después de pasar una temporada viviendo y trabajando en Europa. Mi novio y mi familia siguen viviendo allí, por lo que me sentía bastante sola y deprimida. Me había mudado a una habitación diminuta y poco iluminada en un piso con cuatro tíos. Durante los primeros tres meses, no salí de mi cueva y me pasaba el día acurrucada en posición fetal. Cuando agoté los ahorros que tenía, no me quedó otra que buscar trabajo. Movida por el aburrimiento y la curiosidad, acabé en Craiglist, y navegando por ese sitio web me di cuenta de que la mejor forma de ganar dinero era explotar el fetiche de los pies.

Momentos antes de mi primer encuentro a través de Craiglist, estaba extremadamente nerviosa, pero me esmeré para que mis pies estuvieran presentables. No considero que tenga unos pies especialmente bonitos; tengo los dedos un poco torcidos, pero tampoco están mal. Recuerdo que aquel día tenía ampollas porque había llevado zapatos de tacón alto bastante tiempo. Me apliqué una capa de pintauñas morado para tapar el esmalte descascarillado que ya tenía y crucé los dedos.

En un bar de la zona me esperaba Miles, un hombre de pelo canoso sorprendentemente atractivo. Después de charlar brevemente mientras tomábamos un café, nos subimos en su enorme todoterreno y nos dirigimos al aparcamiento subterráneo de unos grandes almacenes. Fue el único sitio que se me ocurrió para una sesión diurna de jueguecitos con los pies.

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No dejaba de mirar hacia fuera por el rabillo del ojo mientras Miles me masajeaba, lamía y chupaba los pies. Me preguntaba cómo reaccionaríamos si nos pillaran, o si a Miles se le pondría dura. ¿Tendría heridas en la boca de las que tuviera que preocuparme? ¿Debería fingir que estoy disfrutando como una loca?

Al salir del aparcamiento, el techo del todoterreno se quedó atascado en la parte superior del acceso al parking y no hubo forma de sacar el coche de ahí. Por alguna razón se me ocurrió que lo mejor era fingir normalidad, así que me bajé para ayudarle a empujar. El sonido del hormigón contra el metal era escandaloso y al final el coche acabó bastante dañado. Cuando por fin conseguimos sacarlo, me volvió a dejar en el bar en el que habíamos quedado, me dio 60 dólares y se fue. Nunca más volví a verlo.

Sigo quedando con unos cuantos tíos a los que les ponen los pies, pero he mejorado mucho desde la primera vez. Poco después de mi encuentro con Miles, empecé a venderle mis medias usadas a un estudiante de posgrado larguirucho que ha acabado por ser mi sirviente en casa: lo mando a hacer tareas, la colada o la compra, y a veces incluso le pido que me escriba algún trabajo. A cambio, él tiene el privilegio de chuparme los dedos de los pies. Es genial.

Mujer haciendo bomba de chicle

Foto por Richard Avery

Sovereign Syre, modelo y artista para adultos

Cuando acabé el posgrado, me propuse escribir una novela. El plan era explorar la Bretaña francesa, lugar en el que se desarrollaría la acción de mi libro. Toda mi vida había sido una buena chica que había triunfado en todos los ámbitos. Practicaba danza y había acabado el bachillerato con muy buenas notas. Pese a ello, me sentía una desgraciada y quería probar cosas nuevas.

Un día encontré un sitio web llamado God's Girls, una plataforma de porno alternativo muy suave, solo con desnudos. Los usuarios pagaban por ver a las chicas sin ropa. De repente, pensé que yo también podría hacerlo y ganar algo de dinero para mi viaje. A partir de ahí, luego empecé a hacer fotografía erótica. En ningún momento lo vi como porno, porque había un elemento artístico en todo lo que hacíamos y, además, no era en formato de vídeo.

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En un evento benéfico en el que estuve trabajando conocí a unas cuantas artistas del sector y empecé a seguirlas en Twitter. Me fascinaban su estilo de vida y la libertad que sentían con su sexualidad.

A través de estos contactos y de las redes sociales, la directora Nica Noelle se puso en contacto conmigo y me propuso hacer una película sobre mí, asegurándome que ganaría mucho más dinero que haciendo de modelo. Hay que tener en cuenta que yo entré en este mundillo en 2011, cuando en el porno empezó a surgir un elemento queer, alt y feminista que rompía con la tendencia anterior.

Desde el momento en que puse un pie en el plató, estaba hecha un manojo de nervios. Pocas veces en la vida eres tan consciente de estar a punto de cruzar una línea sabiendo que no hay vuelta atrás. El porno es una de esas líneas. No recuerdo demasiado de aquel día porque estaba muy nerviosa. Sí me acuerdo de que, cuando llegó el momento de grabar la escena, me dejé llevar por la otra chica, y de que al acabar sentí un gran alivio y una intensa sensación de libertad.

Durante los cuatro años siguientes solo hice escenas con chicas. Empecé con los hombres hace dos años, aunque creo que no he hecho más de diez escenas con ellos. La verdad es que ya no hago tantas películas; ahora me dedico más a posar y a grabar podcasts.

Hay tantas razones para empezar en el porno como personas en el mundo. En mi caso, ha sido lo mejor que me podía haber pasado. Soy consciente de que la sociedad ya me ha puesto el sambenito, y eso resulta muy liberador. Las trabajadoras sexuales somos personas, y el simple hecho de desviarnos de los estándares del buen comportamiento que marca la sociedad no nos hace peores personas. Estamos dispuestas a perder aceptación social si con eso somos más felices. Creo que la única persona que conozco que no lo lleva muy bien es mi hermano, que siempre me culpa de haberle arruinado para siempre su experiencia como usuario de internet. Mi padre, en cambio, dice que lo único que le avergonzaría de mí sería saber que tengo miedo.

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Pamela Isley*, masajista erótica

Mi amiga es la gerente del spa en el que trabajo. Volvió al negocio después de un largo paréntesis y siempre dice que no sabe por qué no ha vuelto antes. Al oírla decir eso sentí curiosidad. Mi trabajo era muy aburrido y rígido, y la idea de trabajar menos horas y cobrar más me atraía bastante. Pensé mucho en ello hasta que me di cuenta de que, por mucho que me lo planteara, nunca sabría lo que es hasta que lo probara.

Así que un día quedamos mi amiga y yo para hablar de todas mis dudas y preocupaciones sobre ese trabajo. Estuvimos hablando durante una hora y cuando terminamos me dijo que aquella había sido mi entrevista, que si quería volver y probar un turno la semana siguiente, estaría encantada de recibirme.

El primer día estaba supernerviosa. No tenía ni idea de qué esperar de mi formación, que al final resultó no ser muy extensa: una explicación general de la estructura de cada sesión de 30 minutos, unos cuantos vídeos de las distintas modalidades de masaje y ¡pum!, llega el primer cliente del día. El perfil de hombre es el típico que una espera encontrar en un lugar como ese: hombres de negocios corpulentos de mediana edad que se pasan a la hora del almuerzo para recibir un masaje erótico.

Lo de desnudarme delante de un desconocido no supuso un problema porque ya lo había hecho muchas veces como modelo de arte. Además, me sentía tan cómoda con el sexo como con la desnudez, por lo que no tardé en empezar a disfrutar mi trabajo. Uno de los masajes consistía en embadurnar al cliente con aceite e ir resbalando con todo mi cuerpo sobre el suyo. Era casi como un ejercicio de gimnasia. Al principio temía tener que terminar la faena masturbando al cliente, pero, modestia aparte, conseguí que se corriera en menos de un minuto. De hecho, conseguí que todos los clientes de ese día se corrieran en menos de un minuto. Debo de tener talento para esto.

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Pronto vi el filón que era ese trabajo, ya que me sacaba 110 dólares (103 euros) por 45 minutos de sesión. El primer día salí de ahí con un buen fajo de billetes y supercontenta con lo que había hecho. Me sentía empoderada por mis capacidades sexuales, como una rebelde en posesión de un oscuro secreto. Era consciente de que la emoción inicial se desvanecería con el tiempo, pero también estaba segura de que quería seguir haciéndolo.

Pamela Isley

Foto por Nicole Bazuin

Andrea Werhun, exprostituta de agencia

La primera vez que fui a un club de striptease, tenía una serie de prejuicios en la cabeza. Pensaba que las chicas serían bombones con la mirada perdida que lo último que les apetecería un lunes por la noche era quitarse la ropa delante de un montón de desconocidos. Me sorprendió comprobar que me equivocaba; de hecho, las chicas desprendían carácter, no dejaban de sonreír y ejecutaban movimientos gráciles y casi mágicos. Tras verlas actuar, sentí el impulso de unirme a ellas.

Tras varias tentativas, me di cuenta de que aquello no era lo mío y probé con la prostitución. Me habían dicho que era más íntimo y seguro y estaba mejor pagado que el trabajo de stripper. Por aquel entonces estaba estudiando en la universidad y vivía sola, así que la idea de poder pagarme el alquiler del piso con un par de horas de trabajo era como un sueño hecho realidad.

Una vez me decidí, conseguir trabajo fue lo más sencillo. Llamé a una agencia (basándome en sus tarifas y la calidad de su sitio web) y les ofrecí mis servicios. Concertamos una entrevista que tenía poco de entrevista, porque básicamente me dijeron que el trabajo era mío, me dieron cuatro indicaciones y me preguntaron cuándo quería empezar.

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Yo había llevado una libreta con preguntas sobre seguridad, uso de preservativos y ETS. Tras despejar todos mis temores, me pidieron que escogiera un nombre de guerra: Maryanne. En mi primera noche de trabajo, subida en aquel todoterreno de camino a un motel de las afueras, no podía parar de temblar.

La puerta de la habitación se abrió y me recibió un hombre de baja estatura. En la tele se sucedían escenas de una película porno con el volumen al mínimo. Una nube de humo de tabaco flotaba en el aire. El hombre me quitó la chaqueta y yo cogí el dinero. Charlamos un rato y al poco pasamos a la cama. Cuando hubimos acabado, me dijo que había quedado con un amigo en un bar y me pidió que cerrara la puerta al salir. Sola en la habitación, empecé a reír y a bailar. Observé mi piel de puta desnuda en el espejo y pensé, este es el dinero más fácil que he ganado nunca.

La vergüenza y el estigma que rodean al trabajo sexual a menudo superan los beneficios a largo plazo que aporta, como la flexibilidad y la buena remuneración. Es una carga horrible tener que estar siempre escondiéndolo por miedo a que te juzguen. Además, no es una decisión que deba tomarse a la ligera, no es un trabajo que uno haga "solo por el dinero". La industria del sexo devora las personas desesperadas. Si te vas a meter en este mundillo, es mejor que tengas un plan y una estrategia de salida. Cuida tu salud mental. Hazte análisis con frecuencia y habla de tus experiencias con gente en la que confíes. Sé sincera contigo misma y disfruta del trabajo mientras ves crecer tus ahorros.

*Se han cambiado algunos nombres para preservar el anonimato.

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Traducción por Mario Abad.