El Desplome

¿Toda la vida vamos a tener miedo?

Somos parte de un mundo y una época que nos convenció de que podíamos cambiar todo lo que nos molesta de nosotros si nos esforzamos lo suficiente. Y a veces simplemente no se puede.
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Mi primer recuerdo del miedo todavía me hace estremecer. No es particularmente especial o terrorífico, pero es la clase de evento que se fija de manera arbitraria en la cabeza, cuyo significado después intentamos desentrañar durante muchas horas de terapia, y que son importantes para la mente y para el cuerpo: para la propia identidad. Tengo ocho o nueve años, quizás menos. Mi papá me ha regañado porque tengo problemas para dormir: le tengo miedo a los fantasmas. A veces el miedo se me olvida y otras veces no me deja conciliar el sueño. Esa noche me dicen que sea valiente, que los niños ya no tienen que estar despiertos y que procure dormir en el cuarto, no en la sala donde todavía están los adultos viendo televisión. Lo intento. Trato que el miedo se vaya apretando los ojos y los dientes con toda la fuerza de mi cuerpo. Me digo en voz alta lo que los adultos me repiten: no es real, los fantasmas no existen, está todo en tu mente. A esa edad me parece que el hecho de que algo esté solo en mi mente es suficiente para que sea considerado menor o inofensivo. Después aprenderé que eso no es necesariamente cierto.

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Pero no logro ahuyentarlo. El corazón me palpita más rápido y cada vez que cierro los ojos lo que está en mi mente me atormenta. Lloro desconsoladamente. Ya tengo edad para entender la diferencia entre las amenazas reales de las que no lo son y lloro principalmente de miedo, pero también de frustración porque mi cabeza no consiga cooperar con la racionalidad. Ahora, además de asustada, me siento tonta. Pasa un tiempo que no logro organizar en el recuerdo: puede ser o media hora o cuatro horas de puro sufrimiento. Nunca me calmo, el temor solo empeora, los ojos se me llenan de lágrimas. De repente escucho pasos; es mi papá que, antes de irse a dormir quiere chequear, quizás por costumbre, quizás por compasión, si yo he podido conciliar el sueño. Entra y me ve aterrorizada sobre la cama; lloro más fuerte porque ahora tengo miedo, además de los fantasmas, de que me vaya a regañar. Pero a él se le encharcan los ojos. Trata de consolarme y no entiende por qué, si tenía pánico, si mi temor era tan legítimo, no lo fui a buscar. Puedo ver que se siente miserable por lo literal que me tomé su instrucción de ser valiente. Se siente cruel y mal padre.

Ya no hay más consuelo posible, ya me explicó de todas las formas que los fantasmas no existen, ya hablamos de esto, ya tengo prohibido ver películas de terror, ya prendimos la luz cuando sentí que algo asaltaba la habitación: solo le resta abrazarme. Me siento a salvo en ese abrazo, con esa certeza infantil de que nada nunca podría pasarme. Entonces me dice, lleno de culpa, y como último recurso para que me calme y pueda dormir, no solo esta sino todas las noches, que en un tiempo dejaré de tener miedo a los fantasmas. Que cada año que crezca seré más valiente y estas cosas que solo están en mi mente dejarán de causarme desvelo. Que me convertiré en una mujer intrépida, independiente y capaz y que nunca volveré a llorar de temor por los espíritus.

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Pero se equivoca, o me miente. Yo también me sorprendo de su error, pero reconocer que los papás son falibles es otra característica brutal de la adultez. Nunca logré superar el miedo a los fantasmas. Todavía dejo una luz prendida en mi casa a pesar de vivir sola hace casi diez años y todavía se me crispan los nervios cuando algo suena en la mitad de la noche. Nadie me lo prohíbe ahora, pero todavía me considero incapacitada para mirar películas de terror, todavía me da miedo mirarme al espejo cuando voy a orinar a la madrugada. Todavía tengo que enumerar una lista de razones lógicas por las que todo lo que temo es improbable y lo que es peor: a ese miedo solo se suman otro millar de temores. Pero mi papá ya no viene a abrazarme

Lo que está en mi mente no son solo brujas o espíritus de personas que murieron y vuelven en las noches. Ahora también siento pánico cuando pienso en el destino de mi vida, en el posible fracaso, en que mis ideas sean malas, en que siempre hay alguien que escribe, piensa y se expresa mucho mejor que yo y no logro que ello no me atormente, en que me quedo sin trabajo, en que cometí algún error impositivo y puedo ir presa, en que me enfermo, en que estoy en los más improbables accidentes, en que no sé si soy buena persona, en que mi avión se cae y, como si fuera poco, ahora también temo la muerte de mi papá. Que se enferme, que se accidente, que llegue su hora, porque va a tener que llegar y yo ya soy una adulta y tendré que poder lidiar con el duelo, pero ello me atemoriza hasta hacerme hiperventilar. También, desde hace unos meses, tengo el miedo constante de mi mente, temo enloquecer, temo que la tristeza no me deje respirar y también temo al miedo, a esto que en mi vida se siente tan real. En esta trampa infame y precarizante que es envejecer, solo siento que acumulo temores, mañas y carencias y que nadie me lo advirtió con suficiente honestidad..

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He hecho lo que corresponde que haga con mis pensamientos reiterativos, con mis miedos excesivos: he ido a aplastar el culo en una silla y hablar al respecto durante incontables horas de mi vida. He sido todas las clases de entusiasta de mí misma que existen en el mercado: una adicta al ejercicio, una desmesurada y mediocre amateur de la meditación, una consultora de bioenergéticos, una visitante de diversas terapias psicológicas adicionales al psicoanálisis y todavía no he llegado a la astrología, pero no demora en suceder. He intentado terapias de exposición a todas las cosas que me generan terror; he leído papers, he visto documentales, me he refugiado en la ciencia y también me he aferrado a una cruz que heredé de mi abuela en los momentos de mayor desconsuelo. ¿Seré más valiente alguna vez?

No tengo más ocho años y sé que no es elegante confesar el miedo. No estoy hablando de una fobia a algo específico: solo soy una persona cobarde. Soy esa persona que, si los demás no hubieran hecho la mayoría de las cosas a partir de las cuales he llegado a ver el mundo, nunca las habría hecho por mí misma. Ni fui ni nunca seré la intrépida niña que se lanza primero a un río: soy la que mira desde atrás, tiembla, desea secretamente que llegue un adulto y detenga el experimento y después padece la sola idea de no intentarlo, entonces salta, retrasando a los demás, convencida por los demás, infeliz de tener que hacerlo e infeliz de no querer hacerlo. Necesito de la presión de la valentía ajena para poder alimentar la propia, porque si de mí dependiera no haría ni el 80% de las cosas que hago en mi día a día.

No puedo vencer el miedo, en esa retórica bélica que está tan de moda para hablar de todo lo que aqueja. No es tampoco una cualidad que me salve del peligro. Ser miedosa no me hace una persona más responsable o menos impulsiva, solo me hace padecer. Soy esto: una cagona, una gallina, una persona ansiosa que, además de pensar en todos los escenarios catastróficos que sobrevuelan cada situación, no encuentra tampoco en eso que “solo está en mi mente” un argumento suficientemente incapacitante como para que la mejor solución sea farmacológica porque puedo, en términos freudianos, amar y trabajar.

 ¿Se supera el miedo? ¿Se tienen que superar todos los miedos? somos parte de un mundo y una época que nos convenció de que podíamos cambiar todo lo que nos molesta de nosotros si nos esforzamos lo suficiente. Y a veces simplemente no se puede. Es extraño pensar la vida como una estructura lineal de obstáculos que se van venciendo; esto es más como un espiral donde cosas que no dolían vuelven a doler en una forma diferente, con suerte con alguna herramienta distinta para sufrir menos cada vez. Quizás hay que aprender a habitarse con la propia miseria, que no es un super poder o una encantadora cualidad, que no sirve para nada, pero que igual está. Mientras prendo la luz de la sala antes de irme a dormir, con un poco de frustración y otro tanto de resignación por no ganarle a mis propios temores, por perder otra vez esta guerra contra mí, me repito una frase que Fabián Casas, un escritor argentino, dijo hace poco: hay que rendirse sin someterse. Rendirse es hermoso, todos deberían intentarlo alguna vez.