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Guerra de Las Malvinas

Los soldados que sobrevivieron a fuertes maltratos en Malvinas

De jóvenes fueron torturados y humillados en la guerra, ahora son hombres con muchas historias y dolores que sanar.

“Auxilio, auxilio”, gritaba Javier Rodríguez en medio del bombardeo británico al aeropuerto de Puerto Argentino, custodiado por los soldados argentinos que, unos días antes, habían desembarcado en las islas Malvinas el 2 de abril de 1982.

Cuenta que su cuerpo estaba atado de pies y manos como si fuera Jesucristo. Sus superiores habían tenido el detalle de ponerle debajo unas rocas en punta, y dejarlo vestido solo con botas, calzoncillos y un poncho que apenas le cubría el cuerpo. 

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Sobre su cabeza volaban las esquirlas de las bombas y los pensamientos de una inminente muerte que no podía detener. Sus superiores lo habían estaqueado como castigo ejemplar por robar alimentos de un depósito militar y cazar animales en las islas.  

Su regimiento 25 de Infantería de Sarmiento, un pueblo del sur patagónico, había llegado el 2 de abril en un avión Hércules de las Fuerzas Armadas. Soldados, como Javier Rodríguez, habían desembarcado con dos meses de formación y tan solo 18 años. 

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Foto de Bruno Sgarzini

Ninguno sabía que su destino era las islas Malvinas, ocupadas por Gran Bretaña desde 1833 por su cercanía al Estrecho de Magallanes que conecta el océano Pacífico con el Atlántico. Ni que por 60 días escucharían los gritos de Javier por ser estaqueado en el frío invernal de las islas.  

Gerardo Báez había sido su compañero de escuela en Trelew, otra ciudad del sur argentino, y en la guerra, su compañero de armas. También sufría de hambre por los alimentos que no llegaban a los soldados argentinos de su regimiento, apostados en la bahía que rodeaba al aeropuerto de Puerto Argentino, renombrado por los británicos Port Stanley. 

“Su hijo forma parte de la fuerza combinada que recuperó nuestras Islas Malvinas. Es el deseo de esta jefatura participar con sus familiares y amistades, el orgullo de haber compartido con otros camaradas tan honrosa misión (sic)”, habían escrito a sus padres desde la Jefatura de las Fuerzas Armadas.

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Foto de Bruno Sgarzini

Gerardo ve esa carta casi todos los días cuando sirve mates a sus visitas en un quincho de su casa, preparado para hacer asados y coleccionar recuerdos de la guerra. Está encuadrada al lado de una foto donde posa, junto a sus compañeros, con la bandera británica que bajaron del mástil de Puerto Argentino el día del desembarco en las islas.  

“A los pocos días, nos ordenaron cavar trincheras, alrededor del aeropuerto, con nuestras camperas verdeolivas y botas militares secas y recién lavadas. Una semana después, la humedad de las islas, con las lluvias y el suelo mojado, invadía nuestros cuerpos”, relata a sus 50 años, jubilado de la policía de su provincia, Chubut. 

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Foto de Bruno Sgarzini

En las islas, los británicos los bombardeaban cuando salían en grupos de 40 para buscar comida en los depósitos militares con sus marmitas de lata. Tirados en el suelo escuchaban los silbidos de las balas y los estruendos de las bombas que caían cerca. En las trincheras se sentían como ratas sacudidas en una caja de zapatos

Por precaución, pasaban días sin comer hasta que no aguantaban más el hambre y se lanzaban a misiones imposibles; como sacar alimentos de un depósito del aeropuerto rodeado de minas antipersonas. 

Leopoldo Fortunato Galtieri, presidente de la junta militar que dirigía Argentina, calculaba que los británicos se quedarían solos por su amistad con los militares estadounidenses. Con el mismo mal tino, los planificadores del conflicto habían organizado el suministro de armas y alimentos para las tropas argentinas. 

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Con un mate en la mano, Gerardo narra, en su quincho, cómo los agobiaban los pensamientos sobre cómo llegar al otro día con algo en el estómago, y sin ser heridos por los aviones británicos. A su lado hay vitrinas con granadas, estampitas, sifones de soda y condecoraciones alusivas a Malvinas. También álbumes de fotos de su paso como soldado, y las reuniones con sus excompañeros.

“Una noche de junio, vigilaba, desde una de las trincheras frente al mar, que el enemigo no llegara mientras mis compañeros dormían. La neblina de noche, el silencio de las islas y el cansancio acumulado me durmieron hasta que el sargento, uno de mis superiores, me pidió una contraseña militar”, sostiene con algunas canas en su pelo y su piel marrón, inmóvil por la crudeza del relato.

“‘Soldado, ¿usted está dormido? ¡Salga ya de la trinchera!’, me ordenó. Afuera me recibió con un culetazo en el estómago y una patada en el culo. Ya en el piso siguió golpeándome hasta que me obligó hacer ejercicios militares, como saltos de rana, cuerpo a tierra, con su fusil apuntándome a la cabeza”, continúa.  

Luego, entre la neblina, su superior se perdió sin saber que el soldado, que terminaba de maltratar, también le apuntaba con su fusil. Luego de unos segundos, Gerardo bajó el arma y la abrazó, como si fuera un ser querido al que no ha visto por mucho tiempo. Unas lágrimas rodaron por sus mejillas en la soledad de la noche; “lloraba de impotencia y bronca por el maltrato injusto”. 

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Afuera el viento de Trelew, una ciudad patagónica a pocos kilómetros de la costa, golpea las persianas cerradas de su casa. La ciudad fue el hogar de su familia, a finales de los 60, cuando su padre consiguió un empleo en una fábrica textil en los mejores momentos de la localidad. Gerardo aún hoy vive cerca de la antigua casa familiar, y los galpones abandonados del parque industrial que atrajeron, alguna vez, a migrantes como los Báez. 

Todavía recuerda cómo sus superiores los despertaban tres o cuatro veces en la noche y los castigaban si tocaban unos frutales que había en el regimiento de Sarmiento, un pueblo con un frío invernal parecido al de las Malvinas. 

La madrugada que les ordenaron golpear a un soldado que había comido una manzana de los frutales prohibidos. Los gritos de clemencia del joven de 18 años frente a las trompadas de boxeadores que le tiraban sus compañeros por ser el culpable de que los despertaran y obligaran hacer ejercicios militares. 

Cerca de junio, los maltratos ya eran parte del paisaje, como los acantilados y el suelo rocoso y pantanoso de las islas. Pero el hartazgo por los meses de tormentos había cruzado un límite; cada uno de los soldados tenía una historia que contar.  Gerardo y cinco compañeros juraron que, si entraban en combate, ajusticiarían a los sargentos y tenientes que por tanto tiempo los habían atormentado.  

Un 14 de junio, la oportunidad se les presentó cuando los británicos se lanzaron a retomar el control de Malvinas. Desde un camión militar, se tiraron cuerpo a tierra después de que los dejara cerca del hospital de Puerto Argentino. Un joven uniformado gritaba agarrándose el estómago con sus manos ensangrentadas, como si le colgaran las tripas.  

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“Una voz de mando, lejana en la oscuridad, nos gritaba que siguiéramos, que atrás venían los camilleros a buscar a los heridos. Los británicos bajaban de los cerros en grupos, mientras sus aviones soltaban bombas y sus barcos ametrallaban los batallones argentinos que protegían Malvinas. Pero en las penumbras no aparecía el reflejo, ni las siluetas, de ninguno de nuestros superiores. Lo buscábamos más que a los soldados ingleses. Hasta que la voz de mando, lejana en la oscuridad, nos ordenó rendirnos y volver a Puerto Argentino, sin que ninguno de ellos entrase en combate”, afirma como si la cobardía de sus superiores fuera el reverso de la valentía de él y sus compañeros. 

Por largas horas desfilaron frente a la pila de armas que arrojaron los uniformados argentinos luego de su rendición. En los campos de detención, recordó una noche atrás cuando sus cinco superiores lloraron frente a un ataque de ocho aviones cerca de sus trincheras; “temían más a la muerte que unos soldados de 18 años con dos meses de instrucción militar, menos mal que no los matamos porque si no serían héroes caídos en combate”. 

A su regreso, los militares no permitieron que los soldados saludaran a las miles de personas que los esperaban en Puerto Madryn. “Nos escondieron como si fuéramos leprosos y después todo era un problema. Si mostraba mi carnet de veterano de Malvinas, los dueños de negocios y empresas te rechazaban por ‘loco’. Tampoco podía trabajar en fábricas textiles, como las de mi padre, porque el ruido de las máquinas me traía a la memoria el sonido de los disparos y las bombas”, sostiene con una bandera de Argentina a su espalda.

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Foto de Bruno Sgarzini

Unos años después, Gerardo aceptó el consejo de su padre y se volvió a poner uniforme, el de la policía de Chubut, para tener un trabajo. Por varias décadas patrulló la ciudad de Trelew hasta que gracias a un beneficio otorgado hace pocos años, pudo jubilarse, pasado los 50 años, para dedicarse a sus dos nietos y a su esposa con una pensión de veterano y policía. 

“Cortó mi rutina solo cuando, con otros policías jubilados, juntamos alimentos y donaciones para los pueblos de la provincia, afectado por inundaciones”, agrega antes de mostrar un álbum con sus fotos en las islas. 

A pocos kilómetros, en Puerto Madryn, Ramón Urquiza, veterano de otro batallón del Regimiento 25 de Sarmiento, también cuenta sus problemas para conseguir trabajo hasta que, por un conocido, llegó a la municipalidad de la ciudad. Igual que Gerardo es jubilado y alterna sus días entre su vida familiar y las charlas con los veteranos de Malvinas. Tiene cincos y tres nietos, uno de ellos futbolista como él en su juventud. 

La guerra dejó huellas en su vida; aún desconfía de la gente y no puede estar en un lugar cerrado sin mirar para afuera. Hace diez años está en pareja con la madre de sus hijos en casas separadas; “por mucho tiempo fue difícil relacionarme porque andaba enojado con lo que nos hicieron”.

Se siente liberado de contar su historia, por primera vez, en muchos años; “antes me daba vergüenza porque mucha gente nos trataba de locos por ser veteranos, ahora desde que la cuento, es como si me hubiese sacado un peso de encima”. 

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Ramón fue recluta en el regimiento 25 de Sarmiento luego de que sus hermanas le leyeran su llamado al servicio militar obligatorio. Cuando lo subieron al avión Hércules que lo llevó a las Islas, no sabía leer ni escribir, ni tampoco ubicar las Malvinas en un mapa. Su mundo era el de las calles, las vías de tren abandonadas, y la costanera de su Madryn natal, donde veía saltar a las ballenas francas australes y partir los barcos de pesca. Los asados en las matas de la costa patagónica y el trabajo en la construcción desde sus 13 años. 

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Foto de Bruno Sgarzini

Pensaba que pasaría solo unos días en Malvinas antes de ser relevado por otros soldados con más experiencia. Su primera sorpresa fue cuando los formaron para presentarle a su nuevo superior, un teniente coronel, luego de que en la instrucción los mandasen otros oficiales de menor rango. 

El teniente caminó frente al pelotón con el aire marcial de un militar que mira desde arriba a sus subalternos. Hasta que se detuvo en la cara de Ramón y, sin mediar una palabra, le tiró un golpe a la cara que alcanzó a frenar con una de sus manos. La respuesta fue una patada en uno de sus tobillos que encogió de dolor a Ramón.

Lo había marcado de “punto” frente a sus compañeros para atemorizarlos con lo que podría pasarles si no seguían sus órdenes. 

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Foto de Bruno Sgarzini

“Como si fuera un castigo, me ordenó cavarle un pozo de zorro, un hueco de más de metro de profundidad, y cubrirlo con pasto y tierra para que los aviones británicos no lo vieran desde arriba. Por la noche, lo vigilaba hasta que, una vez del cansancio, me dormí sentado en una caja de galletas de metal”, narra. 

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Un pecado que su teniente castigó empujándolo por la mañana de tal forma que cayó, en cámara lenta, de frente al piso. “Cuando quise levantarme mi cuerpo estaba congelado por el frío de la noche, así que no podía moverme. Ahí aprovechó y me pegó una patada atrás, que me hizo ver las estrellas. Solo sentí un crack de un hueso y su grito ¿qué haces?, negro de mierda”, sostiene sobre un golpe que, por muchos años, no le permitió sentarse sin molestias hasta una operación. 

Los días de Ramón en Malvinas pasaron sin que aquietara su bronca por las dos patadas. La guerra no iba para nada bien y el hambre se hacía sentir a medida que se estaqueaban soldados, en carpas, por buscar comida. Un teniente superior había muerto en uno de los combates con los británicos, y su superior humeaba frente a la tropa, formada a su alrededor.

“Gritaba como loco que si alguno de sus soldados daba un paso atrás en combate lo mataría de un tiro en la cabeza. Hasta que pasó por mi espalda y me pegó con una varilla de metal que me derribó. Cuando me levanté a devolverle el golpe, otra vez me lanzó un varillazo en el centro de la cara que me partió la nariz y desfiguró el rostro”, cuenta sobre aquella tarde. 

Minutos después, cuenta, lloraba de impotencia en una carpa, lejos de su teniente. Su bronca hervía por dentro como burbujas que luchan por salir de una botella de gaseosa recién agitada. “Era él o yo”, repite señalándose la nariz que, años después, se operó para respirar sin dificultades. 

“Un día nos mandó a una montaña a disparar al mar para probar los fusiles. Yo era el último en la fila así que pensé; esta es mi oportunidad. Mis compañeros pasaron, uno a uno, hasta que, en mi turno, el teniente me gritó ‘¿y usted, soldado, no piensa tirar?’ Y, en un movimiento, le apunté y apreté el gatillo con tanta mala suerte que se me trabó la bala. Quedé en shock”, cuenta como si sus manos recrearan el momento con un fusil imaginario.     

Un culetazo lo despertó del trance.  El teniente lo había golpeado con su propio fusil. Por el golpe, rodó hasta el mar y, mojado, sintió cómo la sangre caliente caía de su cabeza. Corrió, sin pensarlo, a devolvérselo. Había perdido el miedo y el teniente lo sabía con su cara de susto, así que mandó a detenerlo en uno de los pozos de zorro, sin ninguna arma. 

No duró más de dos días hasta que se escapó de su pelotón. Con la cara desfigurada, su cabeza partida y un hueso roto en alguna parte de su cuerpo. Unos minutos después arribó al hospital de Puerto Argentino donde se durmió, apoyado a una pared, a la espera de que lo atendieran. Cuando despertó dormitaba en una de las casas de la Cruz Roja, y aún los combates no habían empezado. 

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Foto de Bruno Sgarzini

Más de 30 años después, una causa judicial en la provincia argentina de Tierra del Fuego investiga a más de 80 militares por torturas y malos tratos en Malvinas, como los sufridos por Ramón. Según Ernesto Alonso, del Centro de Combatientes de La Plata, querellante en la causa, los militares argentinos trasladaron a las islas los métodos del Terrorismo de Estado, practicados en la última dictadura. 

Ramón cuenta, rodeado de fotografías de la guerra, que le gustaría cruzarse en la calle al teniente que lo agredió, para golpearlo, sin preguntarle, cómo él hacía con ellos. “Hubiese preferido que me mataran los ingleses antes que un soldado argentino. Me arruinó la vida”, concluye al lado de un retrato de su hija Natalia Malvina.