Ilustración de una persona que padece agorafobia y el mundo cotidiano afuera de su ventana
Ilustración por Jeffrey Kam
Salud

Aprendí a sobrellevar mi agorafobia. La pandemia lo arruinó todo

A medida que se levantan las restricciones por la pandemia, he tenido que enfrentar los temores paralizantes que evité durante más de un año.

Artículo publicado originalmente por VICE en inglés.

Estoy sentada en la acera, como hago a menudo, contemplando qué tan lejos puedo llegar hoy en mi caminata. El sol brilla y la ciudad de Nueva York aún no ha descendido a su sofocante calor veraniego con olor a orina. En todas partes, la gente sale con sus perros, parejas e hijos, respirando el viento sin usar mascarillas.

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Para mí, es una ecuación más compleja de lo que me permiten mis pies, tiempo o resistencia: tengo agorafobia severa y la ecuación implica cómo navegar mi miedo en el mundo, un miedo que me mantiene atada a una correa. Con cada paso, calculo qué tan lejos estoy de la puerta de mi edificio y, a veces, sin previo aviso, me doy la vuelta, atraída por un cálculo interno del temor que a veces me desconcierta. El año pasado, durante la pandemia, mi rango de movimiento se redujo como nunca antes; en el pasado abarcaba distritos y ciudades enteras y ahora se extiende por unas cuantas cuadras. He memorizado la ubicación de los hidrantes y veo los mismos rostros todos los días, cuando me siento en la acera a tomar el aire; sé exactamente lo que está creciendo en las macetas, examino las malas hierbas, mi vida se ha reducido al nivel de detalle de un puntillista.

Un ataque de pánico es una experiencia profundamente desagradable. La comediante y autora Sara Benincasa lo describió como el opuesto exacto de un orgasmo, una sensación de cuerpo entero que no se puede ignorar, a la que yo llamo “ser alcanzado por un rayo potente”, un terror eléctrico que zumba bajo cada milímetro de tu piel. Una vez que has tenido uno —o 10, o 20, o 100— tratar de evitar otro es una búsqueda completamente racional, pero la lista de cosas que debes eludir se hace cada vez más larga, hasta que de repente te vuelves agorafóbico, aislado por tu miedo al mundo. Tengo muchas historias de mi desorden, crudas y un poco divertidas; reportes desde los bordes exteriores de la cordura. Una vez vomité copiosamente mientras veía un musical sobre Juana de Arco en el teatro y acabé cubierta de bilis durante el resto de la obra. En un vuelo de Georgia a Ucrania, permanecí agachada en el asiento del avión, lista para huir, durante media hora antes del despegue, hasta que un hombre con un diente de oro y aliento con olor a whisky en el asiento contiguo me tomó de la mano y le rezó a Cristo conmigo, una mujer judía. He vivido con trastorno de pánico durante 11 años y con agorafobia —esa consecuencia metastásica— durante al menos siete.

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La primera vez que tuve un ataque de pánico, tenía 21 años. Estuve en Rusia durante el verano de 2010 y pensé que me estaba muriendo. Llamé al número de emergencias desde el sillón de la familia con la que me estaba quedando, incapaz de calmarme, aterrorizada y con el corazón latiendo rápido durante horas y horas. Allí, acostada, me hicieron un electrocardiograma y me dieron a beber un tónico de “hierbas”. Luego me dijeron que me encontraba bien. Mi madre anfitriona, una mujer intensamente maquillada de veintitantos años que pesaba como máximo 40 kilos, me dijo que experimentaba regularmente este tipo de episodios, con el corazón martilleando su pecho en la calurosa noche de Kazán. Me pregunté si la barrera del idioma representaba un problema porque seguía sin saber qué me había sucedido. ¿Cómo pudo aquella mujer haber estado a punto de morir tantas veces? ¿Acaso la mujer que había hecho que su marido de alguna manera la cargara cuatro tramos de escaleras en patines relucientes era una persona inmortal con tacones rosas?

Con el tiempo aprendí que lo que había sentido no era un ataque cardíaco incipiente, sino ansiedad en su forma más salvaje; tomé Lexapro, acudí brevemente a un terapeuta, me dediqué a mis estudios y experimenté un año de terrores nocturnos en los que me despertaba gritando y sentía una fuerte opresión en el pecho. Cultivé una red de apoyo con algunos amigos y familiares en los que podía confiar para calmarme, aprendí algunas técnicas de respiración, descargué una app de meditación de un dólar y viví lo mejor que pude durante el tiempo que pude. Probé diferentes medicamentos y después pasé a otros y luego tomé más medicamentos, buscando una fórmula que me permitiera vivir mi vida; probé la terapia cognitivo-conductual, la terapia dialéctica-conductual, el psicoanálisis y momentos crudos y desoladores de silencio.

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La ansiedad teñía todo a mi alrededor a cada instante, como si fuera un guardia implacable: puedo hacer esto, no puedo hacer aquello; esto es demasiado y esto otro no lo es. Tuve que soportar un cambio constante de parámetros para vivir mi vida, pero me permitió una cierta medida de libertad. Hasta que llegó la pandemia. Durante año y medio, los instintos naturales de mi ansiedad —quedarme en casa, rodeada de las personas en quienes confío— se convirtieron en la forma natural de las cosas. Ya no tenía la obligación de someterme a un desafío diario que me provocaba un miedo constante pero sutil. Sin oposición, los temores se hicieron más fuertes y se multiplicaron. He visto una erosión y posterior desaparición de mis habilidades, de manera gradual y luego cada vez más rápido, hasta caer en las fauces negras de un miedo que ha devorado mi vida y me ha dejado sintiéndome diminuta.

A medida que la ciudad de Nueva York ha vuelto a abrir gracias a la avalancha de vacunas, la ciudad se siente como un cuerpo cuyas venas, anteriormente restringidas, ahora están llenas de sangre nueva. Mis amigos —los que no se han mudado o desaparecido de mi vida porque, honestamente, no puedo asistir al picnic, a la fiesta de cumpleaños o al restaurante— están regresando al centro de la ciudad, riéndose de lo raro que se siente estar juntos de nuevo. Algunos han comentado los problemas que han enfrentado a su regreso: una nueva sensación de ansiedad en una multitud, incomodidad por conversar con extraños, cierta renuencia a reintegrarse al ritmo de las cosas como si el último año y medio de cuarentena nunca hubiera ocurrido. Siento empatía, pero de manera distante, ya que en mi caso, la vida permisiva y palpitante de la ciudad en la que vivo está muy lejos de mis propias capacidades erosionadas.

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Desde mi distancia forzada, el periodo embriagador del verano no se siente tan diferente de las formas en que se esperaba que lidiáramos con —o ignoráramos— la enfermedad en el apogeo de su ferocidad mortal en este país. El presidente nos dijo que saliéramos a gastar mientras decenas de miles morían; las expectativas de productividad nunca disminuyeron, sin importar bajo cuánto estrés estuviéramos. Ahora están retirando la escasa ayuda que nos ofrecían y la vasta constelación de pérdidas que hemos soportado debe ser silenciada. Sal y gasta: tiempo bajo el sol y dinero en los bares, sumérgete en un sopor relajante y despreocupado y no pienses ni por un momento en lo que perdiste, o eres débil y raro. Es demasiado forzado, pero deseo formar parte de esta dulce y terrible mentira y no puedo hacerlo.

La semana pasada recibí un correo electrónico absurdo que me invitaba a una conferencia muy cara impartida por “líderes de opinión” en Lisboa. Unas horas más tarde, una amiga me invitó al centro de la ciudad para caminar por el parque High Line. Ambas opciones se sintieron igualmente lejanas e inalcanzables; una a 40 minutos, la otra a miles de kilómetros. Me senté en el mismo sillón con el que prácticamente me he fusionado durante casi dos años, encerrada en mi propia burbuja diminuta, en la que Lisboa y Midtown son equidistantes e inimaginables. La última vez que tomé un tren sola fue a principios de 2020, mi último viaje en avión antes que eso.

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Hace algún tiempo yo era una persona diferente: alguien que navegaba un barco de pesca al amanecer en el resplandeciente Danubio, arreaba vacas a caballo en la zona rural de Washington, bebía hasta la inconsciencia en un campamento arqueológico al norte de Rostov-on-Don. Una amiga describió recientemente haber ido a un club de comedia para ver las rutinas de comediantes famosos, ansiosos por regresar al escenario y tomar un micrófono después de tanto tiempo en cautiverio: la alegría del júbilo comunitario después de tanta solemnidad. Yo misma he estado arriba del escenario con el micrófono en la mano, sintiendo el cálido estallido de la risa de mil gargantas al unísono evocado por mis propias palabras, y conozco esa energía y la sensación de euforia. Entonces llegó la enfermedad y las aventuras comenzaron a disminuir hasta que no quedó ninguna. Me aflige pensar en esa versión de mí y no puedo sentir más que asombro de esa persona descuidada de sangre caliente que no sabía lo que iba a perder.

Apenas con fuerzas y con los músculos de mi mente atrofiados, intento volver a ella. En los últimos meses comencé a correr, con la esperanza de que el ejercicio regular alivie la inquietud de mi mente y ahora publico gráficas alegres con selfies sudorosas y estadísticas de mi actividad física en Twitter e Instagram. Lo que no muestro son los mapas que genera la app, los mapas que muestran mi recorrido por las mismas tres cuadras una y otra vez, durante diez, luego 20 y luego 25 minutos. Es una gruesa red de líneas sobrepuestas en forma de una pequeña letra T. Se parece al DIU encajado en mi cuello uterino; luce como el artefacto de una mente enferma; muestra que lo estoy intentando y también mi desesperación.

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La mayoría de los días son así de banales. Mi vida es un baile de vaudeville con bastón y sombrero que oculta el alcance de mi enfermedad a todos menos a unas cuantas personas de confianza. Puedes saber quién te visitará cuando estés enferma y quién no. He pensado en describirme a mí misma como discapacitada (la Administración del Seguro Social reconoce la agorafobia como tal), aunque rara vez lo hago en público, en parte por vergüenza, o por temor a restarle valor a aquellos cuyas discapacidades son físicas y visibles, o por miedo a aceptar que esta designación significa que nunca mejoraré. Pero es difícil negar —en vista de mi dependencia a los demás para salir de mi mundo estrecho— que en este momento estoy discapacitada, viviendo dentro de un terror que se siente tan sólido como una habitación tapiada. Soy Isabel Báthory, confinada por sus muchos crímenes a morir de hambre en una habitación de su castillo; o en días más esperanzadores, soy Edmond Dantès, el futuro Conde de Montecristo, raspando las paredes de su prisión con un fragmento de olla, haciendo un túnel, pieza por pieza.

Por abrumadora que parezca la tarea de recuperar mis habilidades, lo he intentado con la ayuda de un terapeuta y un nuevo medicamento al que me estoy adaptando lentamente. Me dice que sea más bondadosa conmigo de lo que tiendo a ser, que me bañe de elogios por cada pequeña victoria, que sea dulce como el azúcar con el temeroso homúnculo dentro de mí que a menudo deseo aniquilar, para persuadirlo de tomar el camino hacia la paz. La semana pasada finalmente logré darle la vuelta a mi cuadra, hablando con tanta suavidad y delicadeza que el ruido del tráfico ahogó el murmullo de mi voz exhortándome a continuar. Corrí hasta el borde de la cuadra en lugar de darme la vuelta; caminé unos metros más en el parque; llegué casi a la calle más transitada de mi vecindario, aunque tuve que regresar, con la mano presionada contra mi corazón rebelde, antes de llegar al letrero de la calle cuyo poste frío quería tocar en señal de triunfo.

Recuperar mi propia vida del miedo, pieza por pieza, llevará más tiempo que ese año y medio en los reconfortantes brazos del confinamiento y la cuarentena. La desesperación tarda muy poco en cavar su fosa y toma mucho tiempo salir del hoyo; un movimiento a la vez, colgando sobre el abismo. Pero arriba, en algún lugar, se encuentra la luz cálida y brillante de un paseo sin miedo en una tarde de verano, el tintineo de las copas celebrando la camaradería, Midtown y Lisboa. Es un esfuerzo arduo y lento, y cuando emerja, el mundo deslumbrante estará esperando.

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