banda callejera

La banda callejera que aterrorizó Madrid en los años 60

Se inspiraron en la película ‘West Side Story’ y acogieron a Camilo Sesto.
Nuevo proyecto (3)
Foto cedida por Editorial La Felguera

La película consiguió despertar a una juventud marginada que vivía aislada del mundo exterior tras la Guerra Civil Española.

West Side Story se estrenó en España el 7 de diciembre de 1962, en una sala de cine mítica que milagrosamente todavía sigue abierta, el Cine Aribau de Barcelona. La película, llena de color, bailes acrobáticos, estética rock and roll y emocionantes historias de amor, contrasta bastante con la idea que en la actualidad tenemos de la España de finales de los años 50 y principios de los 60: un país grisáceo, bajo el yugo de la dictadura del general Franco y en donde las heridas abiertas por la Guerra Civil Española (no habían pasado ni veinte años desde su inicio) estaban muy lejos de cerrarse, si es que lo han hecho alguna vez.

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La película de Robert Wise, protagonizada por Natalie Wood y Richard Beymer, contaba una historia de amor inspirada libremente en Romeo y Julieta, cuyo telón de fondo era el submundo de las pandillas callejeras que abundaban en aquella época en la ciudad de Nueva York. Tupés, camisas desabrochadas, navajas brillantes y bailes en lugar de peleas, que hicieron soñar a la juventud española con una forma de vivir muy diferente a la que les ofrecía el rancio poder establecido.

En Madrid, West Side Story se estrenó en marzo de 1963, en el Cine Paz. El filme fue también un éxito en la capital: los jóvenes enloquecieron con ella y agotaban las entradas sesión tras sesión, envueltos en un frenesí que les hacía ponerse en pie en medio de la proyección, gritar y bailar en los pasillos y sobre las butacas.

Esta locura ya habría sido por sí misma motivo de alarma para las autoridades franquistas, pero es que la película tuvo otro efecto que resultó todavía más aterrador para el régimen y contra el que se empleó a fondo con el fin de aplastarlo.

Los olvidados de los suburbios

Los protagonistas de esta parte de la historia son los jóvenes que habitaban los nuevos barrios periféricos de Madrid construidos a finales de los años 50 por el Instituto Nacional de la Vivienda de Franco. Suburbios como Usera, Orcasur, La Elipa o San Blas, que pretendían ser una solución para acabar con el chabolismo de la capital, que afeaba la imagen del país y representaba un obstáculo para la campaña de lavado de cara que Franco estaba poniendo en marcha. Con ella, trataba de conseguir el apoyo económico de los Estados Unidos y poder así perpetuar su mandato.

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Barrio de Orcasur en 1979 Fotografía Javier Manzano, cedida por Editorial La Felguera

Eran vecindarios marginales, levantados a toda prisa y utilizando materiales baratos, sin colegios, consultorios médicos ni servicios de ningún tipo, calles sin asfaltar y en medio de barrizales aislados. Hasta allí, fueron a parar muchas familias con escasos recursos que habían emigrado a la capital tras la guerra; huyendo así de la miseria de un mundo rural devastado.

Una de las pocas distracciones que sí se podían encontrar en aquellos lugares eran pequeños y humildes cines, en los que se proyectaban películas que se habían estrenado meses antes en las salas del centro. A lo largo de 1963 y 1964, a algunos de estos cines llegó West Side Story y aunque las calles de estas barriadas olvidadas bien poco tenían que ver con las estilizadas calles de Nueva York, los jóvenes que las habitaban se sintieron identificados con los problemas y las frustraciones de los protagonistas. Y en un inesperado giro de los acontecimientos, decidieron formar sus propias bandas callejeras.

Todo el odio que tenía dentro

Esta increíble carambola cultural e histórica es el punto de partida del libro Todo el odio que tenía dentro (La Felguera, 2021) escrito por Servando Rocha, donde el autor relata el proceso y los resultados de una amplísima investigación sobre este fenómeno que realizó en primera persona a lo largo de seis años, buceando en hemerotecas y archivos policiales, y entrevistando a los pocos supervivientes de toda esta historia.

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Diario Pueblo diciembre de 1963, cedida por Editorial La Felguera

Sus indagaciones permitieron a Rocha descubrir una página oculta de la historia de España totalmente desconocida para el gran público: que en España, al igual que en Inglaterra con los Teddy Boys, los bloisons noirs en Francia, los nozems en Holanda o los halbstarken de Alemania, también habían existido grupos de jóvenes cabreados y rabiosos, peleones y durísimos, que trataron de vivir según sus propias reglas y que, con el tiempo, se convirtieron en un serio problema de orden público.

Según cuenta Rocha, las primeras bandas surgieron en el barrio de Usera, al sur de Madrid, y estaban formadas por chicos del barrio, muchos de ellos hijos de inmigrantes que provenían de Andalucía o Extremadura, y que solían reunirse en los típicos lugares donde los jóvenes pasaban su tiempo libre entonces: discotecas, bares o salas de billar. La mayoría no eran peligrosos, solo querían bailar, ligar un poco y pasar un buen rato.

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Marcelo Usera en 1965 Archivo del autor, cedida por La Felguera

Se hacían llamar los Comilleros, los Chonis, los Yess, los Gatos Negros, los Pepsi Colas, los Látigos, los Boni, la Banda del Ratón Blanco, los Deans o los Vikingos. La lista de nombres citados en el libro es casi interminable. Cada uno de estos grupos controlaba una zona concreta de la ciudad; a veces solo una calle o incluso un bar, y solían quedar los fines de semana para pelearse a puñetazos (pocas veces aparecía algún arma) hasta que, a lo lejos, se escuchaban las sirenas de los coches patrulla de la policía.

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Los Ojos Negros

Pero uno de estos grupos comenzó a destacar sobre los demás. Eran los más duros, los que más fuerte pegaban y los que llevaban las pintas más impresionantes. Además, imponían respeto y terror sobre todos los demás: eran los Ojos Negros. Una banda tan mítica como fascinante y cuyos miembros estaban destinados, casi sin excepción, a tener una vida marcada por la violencia, la tragedia y la cárcel.

En su libro, Rocha cita un artículo del escritor Moncho Alpuente, quien en 2007 en el diario El País, recordaba así a la banda madrileña: “En Madrid, a mediados de los años sesenta, la misteriosa banda suburbial de los Ojos Negros, de la que todos hablaban y a la que casi nadie había visto en acción, ocupaba el primer puesto de la lista de chicos malos, admirados y temidos por los adolescentes urbanos que glosaban, con más imaginación que datos, sus presuntas hazañas en los recreos escolares. Cualquier informe policial de la época hubiera concluido que en la capital no existían bandas organizadas y su conclusión hubiera sido razonable, lo que existían eran pandillas”.

Pero a pesar de que el régimen franquista estuviera empeñado en quitarles importancia, a mediados de la década de los 60, los Ojos Negros eran temibles: formaban un ejército que, en lugar de uniformes, llevaban pelos largos, gruesas cazadoras de cuero, ropa negra y botines. Además, iban armados con cadenas de moto, navajas, cuchillos y cuchillas de afeitar escondidas en las costuras de la ropa, que no dudaban en utilizar si las cosas se ponían feas.

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La banda estaba formada por cuarenta chicos fuertes y espabilados a los que la vida no los había tratado nada bien, con infancias marcadas por la miseria y la violencia. Su jefe indiscutible era Ángel Luis, apodado “Cheroqui” por su parecido con los nativos americanos, y que ocasionalmente participaba como extra y actor de escenas peligrosas en el rodaje de alguno de los westerns que se rodaban en España.

Ángel Luis era un poco mayor que los demás, un tipo elegante y con unos ojos de mirada fija y penetrante que taladraba al que los miraba. Son precisamente esos ojos los que dieron nombre a la banda. Ángel Luis, impasible y duro como una piedra, tenía siempre a su lado a otro chico, su lugarteniente, de nombre José Luis Pacheco, que con el tiempo y tras pasar por la cárcel y la Legión (uno de los grupos más duros del Ejército Español), llegaría ser uno de los boxeadores más famosos de los 70 bajo el nombre de Dum Dum Pacheco y cuyo origen, ascenso y caída funcionan como hilo conductor del libro de Rocha.

PRESOS DE LA CÁRCEL DE CARABANCHEL CON SUS HIJOS (1962) FOTOGRAFÍA MEMORIA DE MADRID.jpg

Presos de la cárcel de Carabanchel con sus hijos (1962), fotografía Memoria de Madrid, cedida por Editorial La Felguera

Aparte de hacerse respetar entre las otras bandas, los Ojos Negros se dedicaban a cometer robos en farmacias y billares; a “mover de sitio” decenas de coches y motos (que estaban muy de moda en la época) y fueron pioneros en España de una forma de hurto que se haría muy popular en los 60 y los 70, los llamados “tirones”. Estos consistían en arrebatar a una persona su bolso o cualquier otro objeto de valor pasando a su lado en una moto o en un coche. La técnica les funcionó de maravilla, nunca habían tenido tanto dinero como entonces, y aquella nueva situación les permitió llevar una vida que nunca habían soñado.

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Además, todo el mundo los temía y los respetaba. Los dueños de las discotecas y salas de fiestas preferían pagarles para evitar problemas y que la noche acabara bien en sus locales. Si se les pagaba bien, actuaban como una especie de vigilantes de seguridad: eran los mejores sacando a patadas de un garito a un borracho o a cualquiera que anduviera buscando pelea. Un negocio que les resultaba tan rentable que llegaron a repartir tarjetas entre los empresarios de la noche: “Si tienes problemas, llámanos”, les proponían. Lo cierto es que, en muchas ocasiones, eran ellos quienes armaban la bronca.

Camilo

A pesar de los frecuentes altercados con la policía, los Ojos Negros se dejaban ver todo el tiempo por Madrid, especialmente en las discotecas y salas de conciertos. La música les encantaba y se declaraban fans de bandas como Los Diablos Negros o Los Íberos. También de grupos extranjeros míticos como The Kinks o The Beatles, que tocaron en Madrid en aquella época y a cuyos conciertos no faltaban.

En los años 60, España vivía una pequeña revolución musical, pálido reflejo de la que se estaba viviendo en el resto del mundo. En las grandes ciudades no dejaban de surgir grupos que, con mayor o menor suerte, intentaban salir adelante. Ese fue el caso de Los Dayson, en los que cantaba Camilo Blanes Cortés, un chaval que con el tiempo será conocido como Camilo Sesto y venderá millones de discos. Pero en 1965, el cantante solo tenía 18 años, acababa de llegar a la capital desde su Valencia natal y vivía en un piso compartido situado en una humilde barriada. El futuro protagonista de Jesucristo Superstar sobrevivía copiando cuadros de paisajes y bodegones que firmaba bajo el nombre de “Campillo”.

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A Los Dayson no les resultaba nada fácil conseguir conciertos en aquella época, así que decidieron dejar de preguntar solo en salas del centro y consiguieron una prueba en un local de Usera llamado “The Boys”, en homenaje a la canción de The Shadows. Aquel día entre el público, como casi siempre que había concierto, estaba Ángel Luis, el líder de los Ojos Negros. Cuando empezó la música, rompió su habitual impasibilidad y se puso a bailar como un loco mientras le hacía muecas al cantante. El desafío acabó con Camilo bajándose del escenario y protagonizando un duelo de baile con Ángel que al acabar, mientras el cantante recuperaba la respiración, se le acercó. Camilo se temía lo peor, pero entonces el hombre con cara de cheroqui le dijo al oído que, a partir de entonces, los Ojos Negros serían sus protectores, consiguiéndoles así actuaciones en locales de la ciudad y ejerciendo como sus mánagers y guardaespaldas.

El fin casi antes de empezar

Pero los Ojos Negros representaban una pesadilla demasiado insoportable para el franquismo; un foco de descontrol que resultaba inasumible por un régimen que presumía de haber establecido la paz y la prosperidad en el país. Así que a partir de un determinado momento, la policía empezó a vigilarlos muy de cerca, esperando a que cometieran cualquier fallo que les diera una excusa para dejar caer sobre ellos todo el peso de una policía brutal y de una justicia corrupta.

En 1966, solo tres años después del estreno en Madrid de West Side Story, Ángel Luis y Pacheco fueron detenidos por la policía y conducidos a la temible Dirección General de Seguridad, tristemente célebre por sus calabozos, así como por las torturas y asesinatos que se cometieron allí durante años, al amparo de la dictadura. No era la primera vez que acababan en aquel horrible edificio, pero esta vez la cosa fue muy en serio.

En los calabozos se encontraron con uno de los policías más sanguinarios de la historia de la dictadura, Antonio González Pacheco, a quien todo el mundo llamaba “Billy el Niño”. Después de torturarlos durante días, les hizo confesar multitud de delitos y robos, y los envió directamente a la cárcel.

Con su cabecilla y uno de los miembros más destacados entre rejas, los Ojos Negros comenzaron a diluirse. La mayoría acabaría también pasando por la cárcel y muchos de ellos sufrieron muertes prematuras. En realidad, solo Pacheco consiguió salir adelante, abriéndose paso a puñetazos encima del cuadrilátero. Tras su detención, y después de pasar tres años en prisión y hacer el servicio militar en la Legión, se convirtió en boxeador profesional y llegó a ser campeón de España de peso wélter, número uno de Europa y décimo en el ranking mundial.