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El monopolio de la información de Mark Zuckerberg

La compra de Whatsapp for parte de Facebook es tan lógica como peligrosa.

Ilustración por James Harvey

Recientemente, Facebook ha adquirido WhatsApp —empresa que soy demasiado viejo y poco cool para que me suene de algo— por más pasta de la que el Tío Gilito tiene en su búnker, lo cual ha levantado más de una sospecha. ¿Cómo es posible que WhatsApp esté valorada en 19 mil millones de dólares cuando genera la relativamente miserable cantidad de 0,89 € por usuario al año? ¿Por qué el presidente ejecutivo de Facebook y gurú de la tecnología Mark Zuckerberg no le contó a nadie que tenía un trato entre manos? Pues lo que mucha gente inteligente no parece entender es que no se trata de beneficios. Toda la cháchara vertida por los expertos resulta ridícula. Es como si un comité de miembros del público le dijera a Kasparov que debería jugar el caballo en la casilla del doble tanto de palabra.

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A Mark Zuckerberg no le importan los beneficios de WhatsApp, porque eso no es lo importante. Lo que realmente importa son los quinientos millones de nuevos usuarios que ahora podrán conectarse a través de Facebook, con el consiguiente embolso que eso supone. Como Zuckerberg y otros han señalado, no existe ningún servicio que haya crecido tanto y no resulte valioso.

Como ocurrió con la empresa de genomía 23AndMe, sobre la que escribí hace unos meses, lo importante aquí son los datos. Resulta aburrido y banal volver a recordar que vivimos en una economía de la información, pero es verdad. Son las empresas con las mayores bases de datos las que manejan el cotarro, ya sea Google con sus copias de internet, Facebook con sus miles de millones de usuarios o 23andMe con su insólita colección de secuencias genéticas.

Pero estas empresas no solo están acumulando información: también se ha iniciado un proceso para controlar los medios con los que se analizan y procesan todos esos datos. El campo del “aprendizaje profundo” (un tema candente en los círculos de la inteligencia artificial) es uno de los ejemplos más llamativos.

¿Qué es el aprendizaje profundo? Vale, imaginemos que tienes 10.000 fotos, de las cuales, 5.000 son de gatos y 5.000 de lagartos, y estás intentando enseñar a un ordenador a distinguir fotos de gatos y lagartos que nunca antes había visto. Un ordenador programado con “aprendizaje superficial” convertiría todas esas fotos en cadenas de códigos numéricos, los etiquetaría como gato o lagarto y volcaría todos esos datos en un clasificador que intentaría hallar la forma de separar a los gatos de los lagartos.

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Funciona, y a veces incluso muy bien, pero no es así como funciona el cerebro humano. No tenemos una parte del cerebro que diferencia a los gatos de los lagartos, sino que desglosamos el problema y aprendemos cada una de las partes por separado. Vemos cuatro patas, pupilas convergentes, escamas, el color verde, etcétera, y entendemos que los lagartos son la suma de esas características. Puesto que entendemos el conjunto de cualidades que conforman la criatura, nos cuesta menos identificarla en una imagen que no habíamos visto antes. Con el aprendizaje superficial, un ordenador intentará distinguir un gato de un lagarto sin entender siquiera la diferencia entre pelo y escamas.

El concepto tras el aprendizaje profundo se basa en hacer que la máquina aprenda los componentes individuales y trabaje sobre ellos, del mismo modo que un niño aprende los sonidos primero, luego las palabras y por último frases enteras. Este enfoque no solo ha resultado muy efectivo, sino que ofrece la posibilidad de transformar muchos de los algoritmos que rigen nuestras experiencias diarias en la red, desde un motor de búsqueda que entienda las páginas web por las que navega hasta un sitio para compartir fotos que sea capaz de reconocer las caras de tus amigos en las fotos que cargas o un servicio tipo Street View que fuera capaz de leer los números de las puertas de las casas de la gente.

Las técnicas de aprendizaje profundo se han estado investigando durante 20 o 30 años, pero son muy caras y requieren grandes cantidades de datos, por lo que su verdadero potencial se ha empezado a apreciar en los últimos años. De la noche a la mañana, la demanda de expertos en aprendizaje profundo ha crecido enormemente. Esto ha quedado demostrado por otra adquisición aparentemente absurda: hace unas semanas, Google ha comprado la empresa en ciernes DeepMind Technologies por 400 millones de dólares —una chuchería que el gigante de internet ha tenido que disputarse con Facebook. Con solo dos años de existencia y unos cuantos empleados, DeepMind parece haber funcionado como una agencia de contratación muy radical, reuniendo a algunos de los mejores talentos en IA del mundo para luego vender el grupo a Google como centro de excelencia ya montado.

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El precio era tan alto porque los expertos en ese campo son escasos, y Google ya tiene a una apabullante mayoría entre los suyos. Peter Norvig, una leyenda de la IA y director de investigación en Google, cuyo talento solo se ve igualado por su mierdosa página web personal, declaró recientemente que Google tiene contratados a “menos del 50 por ciento, pero más del 5 por ciento” de los expertos en aprendizaje de máquinas del mundo. Si añadimos Facebook, Apple, Microsoft, Netflix y otras grandes empresas tecnológicas a la ecuación, obtenemos una carrera despiadada y carísima por conseguir a los cada vez más escasos expertos que podrían tener en sus manos ya no solo el futuro de internet, sino la capacidad de analizar enormes grupos de datos en el campo de la ciencia.

Pero, ¿es sano este monopolio de los datos y de la experiencia? ¿Qué supondría para el futuro de la investigación en IA el hecho de que la mitad de los expertos del mundo estén concentrados en las mismas instalaciones de Silicon Valley, reunidos por el afán de una empresa de mantener su estatus de Amo de Internet? El destino de un área específica de la ciencia podría estar en las manos de una única corporación, con resultados que podrían ser catastróficos o milagrosos.

Lo más destacable sobre la respuesta ante la adquisición de WhatsApp es que los eruditos parecían más preocupados por la cuenta bancaria de Zuckerberg que por las posibles consecuencias que tendría para el mundo el hecho de que una única empresa controle tal cantidad de datos de usuarios. Es como si estuviéramos tan concentrados en lo caprichoso de una operación entre dos empresas extravagantes que hemos perdido de vista lo importante: que una empresa con miles de millones de usuarios está fusionando sus datos con una empresa con quinientos millones de usuarios.

En el mundo de los negocios convencionales, el acaparamiento de un 25 por ciento de los beneficios del mercado se consideraría monopolio. Facebook tenía 1,19 mil millones de usuarios incluso antes de la adquisición, lo que representa más de un tercio de los usuarios de internet. Su poder es tal que un pequeño cambio en el algoritmo del suministro de noticias hundió el tráfico del gran Upworthy un 46 por ciento casi de la noche a la mañana. Algo tan sencillo podría afectar a los ingresos o los trabajos de la gente, pero a nadie parece importarle si es o no una buena idea.

Hace siglos, los economistas y los gobiernos llegaron a entender la necesidad de controlar los monopolios económicos por un bien mayor, para evitar un estancamiento y una concentración de poder malsana. ¿Llegaremos a una conclusión similar sobre el monopolio de la información en el siglo XXI?

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