Pol Rodellar Uñas Rosalía
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Pasé una semana llevando unas uñas como las de Rosalía

¿Cómo me limpiaría el culo? ¿Y tema pajas?

Nunca he sido el mejor ejemplo de lo que a lo largo de la historia de la humanidad se ha entendido como una "persona masculina". Nunca he sido fuerte, lloro por las noches, soy bajito y delgado y de pequeño me gustaba ponerme la ropa interior de mi madre cuando ella no estaba en casa. Sí, es cierto que vivimos tiempos de cambios en los que cada vez están más difusos los límites entre géneros, pero es indudable que siguen existiendo un buen montón de prejuicios alrededor de los conceptos de lo masculino y lo femenino.

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Digo esto porque la semana pasada me encontré en la tesitura de tener que llevar unas uñas de tres centímetros de largo, cosa que hizo que me planteara ciertas cuestiones de género. Todo empezó como una broma, un comentario jocundo perdido en la redacción de VICE, “Ey, ¿y si me paso una semana con unas uñas como las de Rosalía?”.

Esto no era un comentario azaroso, pues sí que es cierto que últimamente el tema uñas está bastante candente, sobre todo amparado y popularizado por las grandes estrellas del trap y la música urbana nacionales e internacionales y consolidado gracias al activismo queer de figuras de la socialité moderna española como King Jedet, Oto Vans, Milo Hammid o Cariatydes o como todas esas fiestas de temática queer que están esparciéndose en el territorio nacional. Es por esto que, seguramente, entre vuestras amistades, habréis descubierto un incremento de uñas largas aderezadas con complementos exagerados.

Envidioso de toda esta tendencia y bajo el yugo de preguntas tan candentes como “¿pero esta peña cómo diablos se limpia el culo?” o “tema sexo, ¿qué?” decidí ponerme unas uñas bien de largas para 1) responder a todas estas preguntas y 2) ponerme en la piel de todo aquel que difiere mínimamente de esos cánones genéricos binarios tan establecidos para poder evidenciar los privilegios de los que disfruto.

Debora Figueras

Contacté con Debora Figueras, quien ha trabajado con Rosalía, La Zowi o Cindy Kimberly —la chica esa que fue acechada por Justin Bieber—, para que me hiciera unas buenas uñas con acrílico con las que tuviera que convivir durante una semana. Le pedí que me las decorara con un ordenador —al fin y al cabo me paso la vida delante de estos cacharros, ya sea escribiendo o intentando masturbarme— y con algo relacionado con la música, unas notas o algo, porque, joder, me gusta ponerme youtubes con un buen “(Full Album)” en el título. Este fue el resultado:

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Uñas Debora Figueras

La primera sensación con las uñas fue de extrema inseguridad, eran demasiado largas y tenía la sensación de que podrían engancharse con cualquier cosa y hacer palanca y arrancar mis uñas reales con mucha facilidad u olvidarme por la noche que las estaba llevando y hacer el movimiento impulsivo de rascarme la cara y arrancarme los ojos sin querer. Todo problemas. Porque esas uñas estaban pegadas MUY fuerte, era como tener algo extraño en mi cuerpo, algo invasivo que solo quería matarme, la normatividad intentando convencerme de que esto era una mala idea.

Unos minutos después de hacerme las uñas ya me vi superado por las circunstancias, tenía que ir al baño y no tenía ni idea de cómo desabrocharme el botón del pantalón. Realmente es algo muy complicado cuando tienes unas uñas de tres centímetros, y tuve que pedirle ayuda a un colega para que me desatara. Eso sí, al mear me llevé una grata sorpresa, nunca había visto antes una mano con unas uñas tan largas sujetando mi pene, cosa que, inevitablemente, me llevó a pensar que una persona absolutamente erotizada —una actriz porno, una dominatrix o incluso el personaje de Vampira de Plan 9 from Outer Space— me estaba sujetando la polla, cosa que me excitó profundamente. Muy profundamente. Nunca antes unas uñas tan largas se habían acercado a mi rabo, y, aunque fueran mis propias manos, eso era una maravilla. En fin, la cruzada para recuperar la cordura acababa de empezar.

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uñas en el metro

Durante mi primer viaje en metro me sentí incómodo. Notaba cómo la gente me miraba, percibía mis uñas extrañada y luego apartaban la mirada, como intentando normalizar el asunto, haciendo como que no pasaba nada y que era normal que un tipo como yo llevara unas uñas oscuras de tres centímetros. Aquí somos todos muy queer y respetuosos, pero en ese intento de aceptación también veía una hipocresía bestial, una especie de tolerancia insultante. ¿Qué cojones es la tolerancia? ¿Estaban tolerando que pudiera llevar esas uñas? ¿Me daban su permiso? Si no me lo daban, ¿qué? ¿Me partirían la cara o llamarían a la policía? En fin, siempre he odiado esta palabra, “tolerancia”.

De entro todas las personas con las que me cruzaba, las únicas que evidenciaban claramente la extrañeza de mis uñas eran los niños. Esas criaturas incapaces de comprender los grilletes del protocolo social no podían evitar gritar a sus progenitores “¡Mirad qué uñas!” mientras estos, ruborizados, intentaban silenciarlos y emitir discursos morales de tolerancia, diversidad y respeto.


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Tareas sencillas como atarme los cordones, calzarme unos pantalones o cocinar se tornaron profundamente complicadas. Con el paso de los días, fui desarrollando cierta resiliencia y logré acometer todas estas funciones de forma exitosa pero siempre dedicándoles mucho más tiempo del que les dedicaba sin uñas, y muchas veces recurriendo a nuevas técnicas para hacer viejas acciones. Ir a mear, una tarea que normalmente puedo realizar en menos de un minuto, requería por lo menos tres minutos, y la sola idea de ese esfuerzo extra hacía que limitara brutalmente mis visitas al baño. La pereza y la falta de esfuerzo siempre llevan al cuerpo hasta límites insospechados: llegué a pasarme jornadas laborales enteras sin mear para evitar ese trámite incómodo.

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Y bueno, por si os lo estáis preguntando, el tema de cagar —más concretamente la higienización posterior a la gestión fecal— no me supuso ningún problema. Cuando me estaban instalando las uñas no podía parar de pensar en este momento concreto, me imaginaba que acceder ahí —el ano— sería algo imposible. Era fácil pensar que todas esas extensiones suponían un problema, sobre todo teniendo en cuenta lo afiladas que estaban pero, curiosamente, no.

Mi primer encontronazo con esta situación se resolvió sin ningún tipo de demora ni accidente, coloqué mi mano de forma instintiva de tal manera que las uñas no me causaran heridas ni se mancharan de materia fecal. El truco, amigues, es el perfil de la mano, el cual queda totalmente liberado y puede recorrer toda esa autopista necesaria para pasteurizar el recto. Tema zanjado.

A la hora de alimentarme también tuve mis problemas. Todo el tema de cortar frutas y verduras se hacía muy complicado, alargando de forma exacerbada el tiempo dedicado a preparar y consumir la comida. Aun así, debo decir, que toda esa dificultad valía la pena, pues con el tiempo aprendí a disfrutar de mi nueva estética.

Cualquier actividad, por folclórica que fuera, se convertía en una experiencia espectacular, llena de luces y fantasía. Por qué —¡qué diablos! ¡Por qué no decirlo!—, me sentía un poco diva mientras acometía todas estas tareas con mis nuevas uñas de acrílico diseñadas por Debora Figueras.

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uñas en la cocina

Me sentía la estrella de mi propio programa de televisión, como si hubiera cámaras instaladas por toda mi casa o estuviera viviendo una vida de lujo y glamour costumbrista. Empanando pollo y friéndolo con esas uñas de ensueño; un sencillo acto que alcanzaba unas cotas de hermosura y espectacularidad tremendamente elevadas.

Y llegó el momento de masturbarme. Para muchos, un acto de placer; para mí, un mero trámite que utilizo para desprenderme de mi propia testosterona, la fuente de todas las guerras y miserias de la humanidad. No tuve ningún problema a la hora de sujetar mi miembro, pues, como ya es sabido, en el imaginario pornográfico existen incontables vídeos de actrices blandiendo rabos con sus larguísimas uñas.

De la misma forma que con mis micciones, ver mi pene rodeado por esas uñas lobéznicas incrementó, de alguna forma, la fantasía sexual. Esas manos —con esas uñas— no podían ser mías, o sea, que tenían que ser de otro, y un acto masturbatorio siempre es mejor si es accionado por otra persona.

Este desdoblamiento existencial sumado al imaginario erótico asociado a este tipo de uñas —las femme fatale, las estrellas del porno, las brujas o los seres lovecraftianos que habitan en las profundidades del océano— profirieron una magnitud nueva a la paja habitual. Durante esa semana disfruté de unas buenas sesiones onanistas pero no cabe duda de que, como con todo ejercicio erótico, el tiempo y la costumbre acabarían convirtiendo esta nueva maravilla en una rutina gris y carente de alma.

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En el trabajo lo pasé bastante peor que cuando me masturbaba en casa —algo bastante habitual si le preguntas a cualquiera—. Como bien sabréis, mi tarea diaria consiste en escribir. Más concretamente, escribir letras con un teclado para que aparezcan listadas en un documento de Word. Así, poco a poco, se van formando estos artículos que leéis —como este que estáis leyendo ahora mismo—.

Bien, pues el caso es que estas uñas no permitían que mis dedos pudieran pulsar con precisión las teclas del teclado. Simplemente no podía acceder a ellas porque las uñas, que se apoyaban sobre otras teclas que no me interesaban, impedían que pudiera presionar la letra deseada. Podía forzar y presionar pero el efecto palanca hacía que las uñas se me levantaran un poco y, además, terminaba pulsando otras letras, generando un texto ininteligible.

Una solución podía ser clavar mis uñas directamente encima de las teclas, pero estas resbalaban hacia los huecos inútiles y vacíos del teclado, creando molestos impactos en mis dedos y quedándose enganchadas y dificultando la escritura general. Lo único que me sirvió fue coger un par de bolígrafos con mis puños y arremeterlos contra el teclado.

Era un método lento, ruidoso y que distraía mi mente del contenido del texto, pero era lo único que podía hacer. Me pasé cinco días escribiendo con bolis golpeando un teclado, en una especie de surrealista metáfora sobre el avance tecnológico y la caducidad real de todas las herramientas analógicas.

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Uñas y teclados

Durante un tiempo escribí, de nuevo, con un puto bolígrafo, aunque indirectamente. Aun así, a finales de semana no pude evitar desesperarme y exclamar: “¡Estoy harto de escribir con palitos, quiero volver a mis dedos!”. El deseo era real, quizás lo más real que he sentido estos últimos cinco años —siempre que no tengamos en cuenta lo de esa vez que abracé a mi ex cuando me devolvió esos 50 euros que me debía de hace años—.

Durante mi semana con uñas no pasé miedo real yendo solo por la calle, de noche, pero no pude dejar de pensar que, joder, existía la posibilidad de que me topara con unos putos chalados que pudieran empezar a gritarme y se les pasara por la cabeza darme una paliza en plena calle por el mero hecho de poner en duda la masculinidad imperante.

No pasó nada de esto, ni un atisbo, pero por mi mente corría esa posibilidad, la de poder ser apaleado por llevar, simplemente unas uñas que hacían que mi apariencia se alejara ligeramente de un concepto de hombre arcaico y enquistado. Sí que me sentía observado constantemente y debo decir que, cada vez que un desconocido veía mis uñas (en el metro, en la calle, en un súper…), no podía devolverle la mirada, no podía mirar a esa persona directamente a los ojos, como sintiendo algún tipo de culpabilidad irracional, una vergüenza injustificada y lamentable.

Quitármelas fue un alivio. De nuevo, podía volver a hacerlo todo con comodidad, dedicándole el tiempo justo a las acciones del día a día, sin demoras ni sin tener que descubrir nuevas técnicas para volver a aprender a hacer lo que siempre había hecho. La sensación de espectacularidad desapareció de mi vida, así como las miradas furtivas y ese miedo extraño que a veces recorría mi cerebro.

De todas formas, los últimos días las uñas ya no eran un complemento externo ensamblado en mí, ya eran parte de mí y las blandía sin miedo, clavándolas en cartones y comida sin ningún tipo de miedo.

Al terminar esta experiencia no puede dejar de pensar que todo eso fue, para mí, una situación de excepcionalidad, una especie de broma, una curiosidad para un artículo. Pero, haciendo esto, ¿estaba normalizando una nueva tendencia (hombres con uñas largas) o simplemente estaba parodiando y ridiculizando un colectivo? Esto se me pasó muchas veces por la cabeza y aún tengo mis dudas, pero sí que he vivido en mis propias carnes la incomodidad de ciertos complementos exagerados y ese miedo a que me partieran la cara indiscriminadamente solo por trastocar un poco los cimientos de una cultura podrida.