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La idea de salir de paseo con amigos, en mi mente, es la personificación de todos los miedos y ansiedades que enfrento a diario. | Imagen: Jimmy Palacio | VICE Colombia.

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Opinion

Detesto salir de paseo con mis amigos

OPINIÓN | Por mi personalidad ansiosa y aislada, he descubierto que los viajes de amigos son más bien una especie de infierno temporal.

Artículo publicado por VICE Colombia.


El viernes pasado fui a tomarme una cerveza con mis amigos más antiguos y más cercanos. Los conozco desde que tengo cuatro años y he compartido con ellos momentos importantes: la graduación del colegio, la de la universidad. Con ellos, por ejemplo, aprendí a tocar guitarra y tuve mi primera banda. Ese viernes, ellos, las personas que mejor me conocen después de mi familia —en ocasiones, incluso mejor que mi familia—, me dijeron: “vámonos a Cali en abril, aprovechando Semana Santa”.

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Mi respuesta: “¡Ni por el putas! Pero que lo disfruten”.

J, el más reciente de ese grupo (unos seis o siete años de amistad), respondió inmediatamente con un “¿por qué es así?”. Y la respuesta a esa pregunta es complicada, pero se resume en que los paseos con amigos me parecen una pesadilla.

Es una opinión sumamente impopular. ¿Qué hay que odiar? ¿Estar con amigos? ¿Relajarse unos días? ¿Tomar y divertirse? No tiene mucho sentido. Y la verdad es que no, no lo tiene. Sin embargo, la idea de estar con ellos durante tres o cuatro días (o más, si todo sale mal), de no poder irme a mi casa cuando yo quiera, de, básicamente, estar a su merced todo ese tiempo, hace que durante ese lapso yo me sienta como un rehén: ¿quién quiere sentirse así?

Desde hace unos meses sufro de depresión y he estado en terapia psicológica por unos años por mi carácter evasivo y desapegado. Soy introvertido por naturaleza, ansioso, y ahora, en medio de la depresión, desmotivado y vacío.

Además, los paseos con amigos son espacios de desinhibición y descontrol (aunque, para ser justos, esos dos factores suelen bajar gradualmente conforme aumentan los años).

En los paseos están los que permanecen borrachos desde el momento que sale el transporte hasta que toca devolverse. Los que no dejan dormir porque “estamos en un paseo, así que puede dormir en su casa”. El que tiene que ser salvado de no morirse ahogado en su propio vómito después de una noche especialmente salvaje. El que siempre, SIEMPRE, va a decir que vayamos a donde las putas. El que se embola. Y el que, a última hora, decide invitar a dos o tres desconocidos que nada tienen que ver con el resto del grupo.

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Es un coctel perfecto de ansiedad.

Tal vez mi recuerdo más negativo de estos viajes, cuando aún no estaba diagnosticado, es de un paseo a un pueblo de tierra caliente a las afueras de Bogotá. Estando en nuestros primeros semestres de universidad, varios compañeros del colegio y yo decidimos ir a la finca de un amigo. El escenario fue el clásico: trago por todas partes, juegos para beberlo rápido, algunas drogas, gente descontrolada… Una mierda, pero nada especial.

Sin embargo, la última noche, uno de mis compañeros le pidió al dueño de la finca que dejara entrar a unas amigas que estaban cerca y que querían pasar. Él lo permitió. Eran tres, pero él solo conocía a una. La otra era la prima o hermana y la última era su mamá. De ahí en adelante, la finca se convirtió en un circo. La actividad pasó de lo cotidiano de un paseo a ser un espectáculo romano, frente al cual, varios de mis compañeros literalmente sacaron sillas de la casa para sentarse a ver, como si fuera un show de comedia. El panorama consistía en ver a mi amigo degradar esas tres mujeres y calcular cuánto aguantarían. Él les escupió whisky en la cara, luego se besó con una de ellas, y volvió posteriormente a los insultos. Mientras esto pasaba, la madre solo les insistía a las otras dos que le siguieran el juego a mi amigo.

Junto con otras tres personas decidimos no hacer parte de eso y nos fuimos a dormir, o a intentarlo, pues a las 3:00 a. m. escuchamos cómo las mujeres saqueaban la cocina buscando comida, mientras el resto de mis compañeros seguían riendo. La situación fue insoportable para dos de nosotros y nos fuimos a las 5:00 a.m. con el dueño de la finca, quien debía salir temprano, pues tenía una cita en Bogotá en la mañana. Horas después, recibimos videos de nuestro amigo luchando como en lucha libre con la madre de las otras dos.

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Todas estas cosas son evitables estando en mi ciudad, donde tengo siempre la opción de escapar cuando dejo de sentirme cómodo, que suele ser después de unas horas o cuando la situación escala por encima de lo que yo puedo soportar. Ya lo había dicho la siempre sabia Annie Clark: “I’m so glad I came, but I can’t wait to leave ("estoy feliz de haber venido, pero no puedo esperar a irme")".

Sobre todo ahora, en un estado depresivo.

En un paseo, en cambio, estoy atrapado, y ahí todos perdemos: yo, por no querer estar ahí, y ellos, por tener que cargar con una persona que solo hace mala cara frente a todas las propuestas del paseo.

Así que, incluso si no pasara nada extraordinario, un paseo con amigos no sería el lugar en que me sentiría más cómodo. Según mi terapeuta, mi personalidad corresponde al eneatipo V del eneagrama de personalidades. Este tipo de personalidad, dice el psiquiatra chileno Claudio Naranjo, es el del avaro, el que no da, pero que a su vez sufre de un desapego patológico. El que no cede y entonces decide aislarse. Según Naranjo, la actitud de la avaricia es la de “contenerse y dominarse”. Y estas dos cosas suelen salirse de control cuando el sujeto (es decir, yo en los paseos) pierde las riendas de la situación.

Según lo escrito por Naranjo en su libro Carácter y neurosis: una visión integradora, estas personas suelen ser espectadoras de la vida y habitar la mente, pero están desconectadas del cuerpo y de las relaciones con los otros, pues hay un afán por economizar los recursos; contenerlo todo, el habla, el movimiento, la energía. Estas personas viven en un constante aplazamiento de la acción, un pensar en hacer pero nunca un ejecutar (lo cual, de hecho, resulta irónico, pues suelo sufrir más en el pensamiento de lo que puede llegar a ser un paseo, que en el paseo mismo). Y todo eso yo lo puedo hacer en paz y tranquilidad cuando estoy en mi espacio, en mi casa, incluso en mi trabajo. Pero al convivir varios días y sin pausa con esos seres cercanos —a quienes quiero, pero con quienes no vivo y no he vivido—, quedo completamente expuesto, gastando recursos (mentales y emocionales), y obligado a actuar.

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La idea de salir de paseo con amigos, en mi mente, es la personificación de todos los miedos y ansiedades que enfrento a diario: la vergüenza, el rechazo, el no pertenecer, la culpa.

Es sentir de entrada la vergüenza del cuerpo (pues estos viajes suelen ser a tierra caliente), sentir la vergüenza de no saber bailar (porque incluso cuando era normal no saber hacerlo, lo evité, precisamente, para no ser avergonzado), sentir la vergüenza de no estar a la altura de los demás, de no poder tomar como ellos, de no socializar como ellos… Y con eso viene el miedo al rechazo y la baja autoestima, que se explican solos. Y al final, para rematar, está la culpa por sentir todo lo que se siente, porque obviamente hay una exageración en el pensamiento de la que soy consciente (no es tan grave ser más delgado o bajo, ni saber bailar, ni poder socializar tan bien), pero que no puedo evitar sentir.

S, a quien conozco hace 23 años, me decía ese viernes, intentando animarme a ir: “va a haber parche, seguramente hay viejas . Y nada de eso es para mí un incentivo. Es todo lo contrario, de hecho. La promesa de más personas desconocidas (el parche) me aterra, y la idea de creer que voy a conocer a alguien (ese “hay viejas”) parece ridícula con mi autoestima actual, lo cual en sí mismo es deprimente.

Uno de los rasgos de personalidad del eneatipo al que en teoría correspondo es el desapego patológico, y en su libro, Naranjo dice que es “como si el individuo considerara: ‘Si la única manera de conservar lo poco que tengo es distanciarme de los demás y de sus necesidades o deseos, eso es lo que voy a hacer’”. Y eso es lo que he hecho en muchas ocasiones, cuando esos mismos amigos que me invitaron a Cali se fueron de excursión al graduarnos del colegio, cuando fueron a Montañita, en Ecuador, o cuando salieron para un festival de música, en Medellín.

Y probablemente no vaya a Cali en abril. Tan pronto entré a terapia por depresión, mi psicólogo, sin saber de mi odio por estos viajes, me recomendó: “¿Por qué no te vas de viaje con unos amigos un par de días?”. Y sí me gustaría eso. Me gustaría decir que sí, porque algo que es importante dejar claro es que, si estos paseos me parecen una pesadilla, no es por ellos, es por mí (a menos de que la actividad de preferencia sea insultar a otras personas y escupirles whisky en la cara. En ese caso, es por ellos). Me gustaría ir y disfrutarlo, como lo he hecho en algunas ocasiones. Por ahora, no.