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esclavitud

En los Estados Unidos hubo esclavos negros hasta bien entrados los años 60

Más de 100 años después de la Proclamación de la Emancipación, en el sur profundo de EUA todavía había personas negras que no sabían que eran libres y a las que se torturaba, violaba y obligaba a trabajar.
MA
traducido por Mario Abad
JF
tal y como se lo contó a Justin Fornal
Trabajadores afroamericanos recogiendo algodón bajo el ardiente sol en el delta del Mississippi. Foto por Nathan Benn/Corbis vía Getty Images

La historiadora y genealogista Antoinette Harrell ha destapado casos de personas afroamericanas que seguían viviendo como esclavas 100 años después de la firma de la Proclamación de la Emancipación. Harrell, de 57 años y originaria de Luisiana, ha dedicado más de 20 años de su vida a investigar sobre la servidumbre. A través de su obra ha dado a conocer dolorosas historias en estados sureños como Luisiana, Mississippi, Arkansas y Florida. En una serie de entrevistas, Harrell cuenta cómo llegó a convertirse en una experta en esclavitud moderna en los Estados Unidos.

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Mi madre siempre me contaba historias de mi familia y de parientes ya fallecidos. Como solo recordaba unas cuantas, muchas veces me explicaba la misma historia una y otra vez. Cada vez que me contaba una repetida, yo tenía la sensación de que intentaba transmitirme un mensaje. Era como si quisiera decirme que, si me interesaba saber más sobre nuestros orígenes, tendría que indagar por mi cuenta.


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Sabíamos que nuestros antepasados habían sido esclavos en Luisiana. En 1994, empecé a investigar en registros históricos y públicos y di con mis antepasados en un inventario de 1853, perteneciente a Benjamin y Celia Bankston Richardson. Escritos en una lista, junto con otras pertenencias como un juego de cubertería, vacas o un sofá, estaban los nombres de mis tatarabuelos, Thomas y Carrie Richardson.

Carrie y su hijo, Thomas, habían sido valorados en 1.000 dólares de la época. La visión del valor monetario de uno de mis antepasados escrito en un papel supuso un antes y un después y marcó un nuevo rumbo en mi vida. Pese a que fue un descubrimiento muy doloroso, quise saber más.

Habían contraído una deuda con el propietario de la plantación, que no les permitía abandonar la propiedad, y vivían como esclavos del siglo XX

¿Qué hicieron tras la Emancipación de 1863? ¿Adónde fueron? Busqué entre los contratos de libertos alguno en que constara el apellido Harrell, de mi familia materna, y que probara que aquellos parientes habían sido aparceros.

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Pronto, por toda Nueva Orleans corrió la voz de mi investigación genealógica para recomponer la historia de mi familia, y no tardaron en acudir a mí las primeras personas pidiendo que les explicara cómo la estaba llevando a cabo para poder hacer lo mismo. Aquello supuso una oportunidad para conocer mejor nuestros orígenes como descendientes de esclavos. Una oportunidad para aprender una historia que nunca nos contaron en el colegio.

Antoinette Harrell

El único hecho que parecía una realidad, que la esclavitud finalizó con la aprobación de la Proclamación de la Emancipación en 1863, resultó no serlo tanto.

Una vez, una mujer que conocía mi trabajo se acercó a mí y me dijo: “Antoinette, conozco a un grupo de personas que no conocieron la libertad hasta la década de 1950”. Me invitó a su casa, donde conocí a unas 20 personas que habían trabajado en la plantación Waterford, en Luisiana, durante la mayor parte de sus vidas.

De algún modo, habían contraído una deuda con el propietario de la plantación, que no les permitía abandonar la propiedad, y vivían como esclavos del siglo XX. Al final de la temporada de cosecha, acudían al propietario para saldar su deuda, pero este siempre les decía que todavía no estaba zanjada y que debían esperar al año siguiente. Y cada año se endeudaban más y más. Algunas de esas personas estuvieron atadas a esa propiedad incluso en los 60.

No podía creer lo que estaba oyendo. Lo más sorprendente de todo era el miedo que todas ellas sentían. A lo largo de mi investigación, he visto en repetidas ocasiones el miedo de la gente a contar su experiencia. Incluso décadas después, temían dar a conocer su historia a puerta cerrada. Pensaban que si alguien se enteraba, los enviarían de nuevo a una plantación que ni siquiera seguía en funcionamiento.

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Luego supe que su miedo se debía a que en el sur muchas de las familias de blancos propietarias de esas plantaciones tenían ahora posiciones influyentes en el gobierno local y en las grandes empresas. Siguen teniendo el poder, por lo que los pobres y los marginados no tienen a quién acudir para denunciar las injusticias de las que fueron víctimas sin temor a represalias. Para muchos de ellos, no vale la pena correr ese riesgo, por lo que la mayoría de los casos no llegan a salir a la luz.

Seis meses después de aquel encuentro, estaba dando una ponencia sobre genealogía en Amite, Luisiana, cuando conocí a Mae Lousie Walls Miller. Al acabar la conferencia, Mae se acercó, me miró a los ojos y me dijo: “Yo no fui libre hasta 1963”.

No tenían televisión y ella suponía que todo el mundo vivía como ella y sus hermanos lo hacían. No se les permitía abandonar las tierras y los propietarios los azotaban con frecuencia

El padre de Mae, Cain Wall, perdió sus tierras tras firmar un contrato que no podía leer y que selló el destino de toda su familia. De joven, Mae no sabía que la situación de su familia era distinta a la de los demás. No tenían televisión y ella suponía que todo el mundo vivía como ella y sus hermanos lo hacían. No se les permitía abandonar las tierras y los propietarios los azotaban con frecuencia.

Cuando Mae creció, le ordenaron que empezara a trabajar dentro de la casa de los amos, con su madre. Allí era violada por cualquier hombre que hubiera en la casa. Muchas veces la forzaban a la vez que a su madre, una junto a la otra.

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Su padre, Cain, no soportaba más el sufrimiento y una noche intentó huir de la propiedad. Su objetivo era alistarse en el ejército y pedir que lo destinaran lejos. En su huida, lo recogieron unas personas que prometieron ayudarle; sin embargo, lo llevaron de vuelta a la granja, donde recibió una brutal paliza delante de su familia.

Cuando tenía unos 14 años, Mae decidió que no quería seguir trabajando en la casa. Su familia le suplicó que se comportara, puesto que el castigo caería sobre todos ellos. Pero Mae se negó a trabajar cuando la esposa del propietario se lo ordenó. Temeroso de que los amos la mataran de una paliza, el propio Cain golpeó a su hija hasta hacerla sangrar, con la esperanza de salvarla. Esa misma noche, cubierta de sangre, Mae huyó y se escondió en el bosque.

Una familia que pasaba cerca con su carromato cerca vio moverse unos arbustos al borde del camino. La mujer de la familia bajó del carro y encontró a Mae, aterrorizada, llorando y cubierta de sangre. La familia se hizo cargo de ella y más tarde, esa misma noche, rescataron al resto de los Wall.


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Estas historias son más frecuentes de lo que parece, y afectaron también a inmigrantes polacos, húngaros, italianos y de otras nacionalidades que se trasladaron al sur en busca de una vida mejor. No obstante, la inmensa mayoría de esclavos del siglo XX eran de origen africano.

Cuando conocí a Mae, su padre, Cain, todavía vivía. Pese a sus 107 años, tenía una lucidez mental asombrosa. Me reuní con Mae y sus hermanos en varias ocasiones. Para ellos, hablar de lo que habían vivido en aquella granja resultaba un ejercicio de catarsis brutal. Nunca olvidaré la mirada en sus ojos mientras escuchaban a los de su sangre narrar los horrores por los que habían pasado. Era evidente que nunca antes habían compartido esas historias unos con otros.

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Aquello formaba parte del pasado y no había razón para desenterrarlo de la memoria. Un día, mientras miraba la televisión, Cain creyó reconocer al hombre blanco de cabello canoso que aparecía en el programa. Por su mirada, parecía que le recordaba a alguien de la granja. El anciano creía que, como me había contado lo que pasó en la granja, el hombre de la tele iría a su casa y lo obligaría a volver a trabajar para él. El recuerdo de aquellos días horribles lo alteró tanto que tuvo que ser hospitalizado. La familia me pidió que me apartara de ellos un tiempo.

En el sur, la tierra de la opresión se extiende hasta el infinito. Esas plantaciones son un país en sí mismo

Pero Mae y yo nos hicimos muy buenas amigas y dábamos charlas juntas. Mae había adquirido varios hábitos extraños durante su infancia. A veces, cuando acudíamos a un evento en el que había comida gratis, no podía parar de comer. Me dijo que aquel impulso se debía a la época en la que podían pasar días sin saber cuándo volvería a comer.

Otras veces sentía la imperiosa necesidad de descalzarse. Había crecido sin llevar zapatos y decía que se sentía incómoda llevándolos. Los matices del TEPT de Mae me ayudaron a comprender mejor cómo debió de ser la vida de aquellos antepasados que se vieron forzados a vivir en condiciones infrahumanas.

Mae murió en 2014. Fue un espíritu libre y valeroso y su marcha dejó un inmenso vacío. Me alegra saber que su hermano, Arthur, ha decidido continuar compartiendo la historia de la familia Wall. Las personas que la escuchan muchas veces le dicen que deberían haber llamado a la policía o huido mucho antes de lo que lo hicieron, pero no se dan cuenta de que en el sur, la tierra de la opresión se extiende hasta el infinito. Esas plantaciones son un país en sí mismo. Aunque hubieran logrado escapar, ¿adónde podrían ir?

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Antoinette Harrell

Dudo mucho que la familia de Mae fuera la última en ser liberada. La esclavitud tomó nuevas formas para la población afroamericana durante los años siguientes. La tendencia que aboca a muchas personas negras a abandonar la escuela pública para entrar en prisión o la existencia de penitenciarías privadas son solo dos ejemplos con los que el sistema se asegura el empleo de mano de obra negra gratuita.

Pero estoy convencida de que sigue habiendo familias afroamericanas vinculadas a las granjas del sur en el peor de los sentidos. Si no investigamos y sacamos a la luz la esclavitud que todavía perdura discretamente, corremos el riesgo de que la historia vuelva a repetirse.

Visité varias veces la propiedad en la que estuvieron cautivos Mae y su familia, aunque actualmente poco queda de la granja que ocupaba esas tierras.

Un día, Mae y yo nos adentramos juntas en el bosque para ver aquellos arroyos verdosos de los que siempre me hablaba. Aquellas aguas insalubres, por las que corrían los orines y las heces de las vacas, eran las mismas que Mae y su familia usaban para beber y lavarse. Allí, frente al agua, Mae pronunció unas palabras que quedaron grabadas para siempre en lo más profundo de mi alma.

“Te he contado mi historia porque ya no hay miedo en mi corazón. ¿Qué pueden hacerme? Nadie puede hacerme nada que no me hayan hecho ya”.

Este artículo apareció originalmente en VICE US.