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Así es crecer en

Así es crecer en… Valladolid

"Sé que no todo el mundo estará de acuerdo con muchas de las cosas que aquí escribo, pero creo que casi todos coincidirán conmigo en que, geográficamente hablando, Valladolid es un coñazo".

El autor celebrando su tercer cumpleaños

22 de abril del 2015:

Hola chata, ¿cómo estás?

Antes de levantar polémica me gustaría dejar claro que lo que viene a continuación está escrito desde una perspectiva totalmente subjetiva y no tiene porqué ajustarse ni a la realidad, ni a la opinión de los miles de personas que honradamente viven o han vivido en esta noble ciudad. Lo aviso porque soy consciente de que mi opinión es bastante negativa y en el fondo sé que Valladolid puede ser un buen sitio para vivir si, por ejemplo, te gustan los nazis o cosas así.

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Lo sé, soy un pozo de rencor, pero no es culpa mía. Yo… soy rebelde porque Valladolid me hizo así… Y para demostrar que estoy libre de pecado, tiro la primera piedra directa a la cabeza de Sor María Paz, la directora del colegio de monjas donde pasé doce de los diecinueve años que viví en la ciudad. Allí me enseñaron que tener un corte de pelo acorde con tu sexo y llevar los calcetines a juego con el uniforme es más importante que saber amar al prójimo (y no digamos ya si el prójimo o la prójima es de tu mismo sexo).

Puede que también influya en mi resentimiento el hecho de ser el único niño de mi generación que nunca ha sido invitado a una fiesta de cumpleaños en el Indiana Bill.

Monjas aparte, mi infancia se desarrolló de una forma normal, correcta, más o menos entretenida. Excepto en verano, cuando la gente que tenía casa en algún pueblo desaparecía y las calles de la ciudad se convertían en inhóspitos paisajes de granito y asfalto a temperaturas inhumanas.

Sé que no todo el mundo estará de acuerdo con muchas de las cosas que aquí escribo, pero creo que casi todos coincidirán conmigo en que, geográficamente hablando, Valladolid es un coñazo. Si te gustaba la montaña tenías que viajar cientos de kilómetros para ir a ver los Picos de Europa o la Sierra de Gredos. Y si lo tuyo era el mar, la opción más práctica era coger el tren playero a Santander con sus casi ocho horas de trayecto de ida y vuelta.

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O no. Porque si Valladolid no va a la playa, la playa va a Valladolid. Sí, a los vallisoletanos nos gusta mucho presumir de que tenemos playa, pero seamos serios: ese caldo marrón llamado Pisuerga no es digno de tal consideración, por mucho que le pongan un bancal de arena con dos duchas y un chiringuito. A mí solo me gustaba ir allí a pasar la noche de San Juan, hasta aquel año en que, en lugar de enviar a los servicios de limpieza tras la fiesta, el alcalde decidió mandar a los antidisturbios a barrer a los perroflautas antes de empezar la noche y decenas de personas acabaron celebrando el equinoccio en la sala de urgencias.

Una tienda de calzado de Valladolid

Sí, aquel alcalde es el mismo que tenéis en mente, no hace falta que le haga difusión aquí porque ya sabe hacerse notar en los medios él solito. Y luego los de fuera nos llaman lo que nos llaman y nos ofendemos. Porque hay buena gente en Valladolid, no lo niego, pero -y aquí viene el tema sensible-, la fama de fachas nos la hemos ganado a pulso, elección tras elección. Sé que no todos los vallisoletanos son del club de fans de José Antonio o de Francisco, pero hay que reconocer que haberlos, los hay. Y fans de Adolfo también. Por mi naturaleza de pardillo he sido víctima de algún atraco chungo en otros lugares del mundo, pero ni en esas situaciones he pasado tanto miedo como cuando alguna vez en la adolescencia me he cruzado con un grupo de chavales con pinta de drugos y alguno de ellos ha pronunciado la temida frase "Eh, tú, qué miras", sin respuesta buena posible. Mi truco era dar mucha pena y que me perdonaran la vida. Aunque seguramente parte de culpa tendré yo, por no tener cuidado de por dónde voy a ciertas horas de la noche.

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La fiesta

Durante los últimos años en el colegio de monjas mi círculo social era el que era y salíamos por donde salíamos: locales pijo-chungos con nombres como Campus o La Maraca. Antes de ir allí nos citábamos en la puerta de El Corte Inglés para ir a hacer botellón. Los que teníamos algo de bigote o la voz más grave íbamos al supermercado en la planta baja para comprar el alcohol mientras los demás se perfumaban de gorrilla en la sección de cosméticos. En verano hacíamos el botellón debajo del puente para refugiarnos de la solana (sí, el botellón se hacía a las seis de la tarde). Y si hacía frío, ¿dónde íbamos? Pues también debajo del puente. Las temperaturas bajo cero y la humedad del río no eran impedimento para sujetar durante horas el vaso de Malibú-piña (con bien de hielo, claro) hasta que los dedos pasaban de rojo a morado, de morado a azul, y de azul a gangrena. Y de allí nos íbamos bien cocidos a entrar en calor a base de roce humano y más alcohol (ahora 43-vainilla, no nos fuera a dar un bajón inesperado de glucosa).

Progresivamente fuimos cambiando las bebidas infantiles por combinados más potentes en graduación y formato: los cachis. ¿Y dónde se va a beber cachis? Pues a Cachilandia. Y si querías chupitos te ibas al lado, a La Chupitería. Otra cosa no, pero ingeniosos sí que somos poniendo nombres a locales (mi tienda favorita de Valladolid es "La tienda sin nombre").

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"La tienda sin nombre"

La evolución en nuestro paladar fue más o menos a la par que nuestra madurez escogiendo nuevas zonas donde salir de marcha. Un sector de la juventud se inclinaba por locales de esos en los que no te dejan entrar según las pintas que lleves (como el tristemente célebre Tintin), mientras que otros salíamos por Cantarranas, zona de bares con música heavy y calimocho a tutiplén. A pesar de esta diversificación, los caminos de uno y otro bando se acababan encontrando al final de la noche en el búho, el bus nocturno. Allí se concentraba lo peor de cada casa: hooligans borrachos entonando cánticos ininteligibles, chicas llorando con el móvil en la mano, ríos de vómito… Hay indicios en la literatura mitológica griega de que Orfeo descendió a los infiernos viajando en uno de estos autobuses.

Ya en la adolescencia tardía comencé a frecuentar bares que iban más allá de Malú o Mägo de Oz (el Fuzztone, La Rúa, La Piedra, el Berlín…). Aquella apertura musical se veía reforzada anualmente con el Valladolindie, un festival donde tocaban Sidonie cuando aún eran indies, y Deluxe, y otras bandas que ya no recuerdo. También tocó Michael Jackson en la ciudad años atrás, sé que no es indie pero hay que mencionarlo porque marcó un hito en la historia de la ciudad, sobre todo para los niños que se subieron al escenario a bailar We are the world, we are the children .

Aquella época de cambios en gustos fiesteros y musicales coincidió con mi paso al instituto público, libre ya del yugo de las monjas. Pero si hay algo que realmente me abrió las puertas del mundo fue la llegada de internet a casa (y más concretamente del Fotolog). Con aquella conexión rústica aprendí que la diferencia es una virtud y no una tara, y de allí salieron amistades que aún conservo.

La integración de internet y las redes sociales en nuestras vidas me hace ser optimista para con las nuevas generaciones (en minúscula) de vallisoletanos con dificultades de adaptación al ambiente de la ciudad, al menos para que sepan que hay vida más allá de los toros y la Semana Santa. Quizá debería enfocar mi optimismo en que sea la ciudad la que cambiará algún día, pero me da demasiada pereza. Eso sí, todo mi apoyo y agradecimiento a la gente que se resiste a que Valladolid siga siendo un santuario de peperos, sé que existís.

Aún voy por allí de vez en cuando a visitar a la familia. Mis amigos han ido emigrando, como yo. Hoy no queda casi nadie de los de antes, y los que hay … siguen exactamente igual.