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Donald Trump

La historia de la familia Trump y su influencia en la América de hoy

Esto es lo que aprendí de los Trump mientras trabajaba en un documental que profundizaba en su notorio pasado.

El 17 de julio de 1897, el Seattle Post-Intelligencer publicaba el siguiente titular: "¡ORO! ¡ORO! ¡ORO! ¡ORO!". Con él se anunciaba el retorno de "sesenta y ocho hombres ricos a bordo del barco de vapor Portland". Aquellos hombres habían encontrado oro en el río Klondike, un afluente del Yukon que discurría por las remotas tierras del norte. No estamos hablando de los Astor o los Rockefeller, sino de hombres de clase obrera que habían viajado grandes distancias, que habían sufrido lo indecible y que habían tenido un golpe de suerte. La noticia causó gran revuelo en Seattle y dio pie a una fiebre del oro que movió a una generación de soñadores a dirigirse al norte para hacer fortuna, seguidos de otros tantos soñadores oportunistas dispuestos a hacerse ricos a costa de los primeros.

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Aquella fiebre del oro fue el origen de las fortunas de la familia Trump y supuso el inicio de una historia con reminiscencias de El Padrino o de una gran novela americana: inmigrante resuelto crea un lucrativo negocio familiar regentado por una serie de hombres astutos, sin escrúpulos y de mentalidad obtusa. Que el último hombre de esa saga sea el actual presidente de los EUA es el dato que hace que, de repente, sea tan importante llegar a entender esta historia.

Desde que colaboré en un documental sobre la familia Trump, que se remonta en la saga familiar hasta el abuelo de Donald, Friedrich Trump, he estado pensando mucho en esta historia y en la percepción generalizada de la familia Trump como los máximos exponentes del sueño americano y también de sus crudas realidades.

Aquel día de julio, en Seattle, al leer los titulares, Friedrich vio muy claro lo que tenía que hacer. Había llegado a los EUA desde su Alemania natal en 1885, con solo 16 años. Consiguió un trabajo como barbero en Nueva York, con el que ganaba lo suficiente para vivir modestamente. Pero las aspiraciones del joven Trump apuntaban mucho más alto, así que después de cinco años, se dirigió hacia el oeste y terminó en Seattle, una ciudad poco acogedora que vivía de la industria maderera.

Friedrich terminó enriqueciéndose con la fiebre del oro, no porque se pusiera también a buscar el precioso mineral —ese trabajo era para los capullos—, sino porque, en palabras de la biógrafa familiar de los Trump, Gwenda Blair, "se preocupaba por los mineros". Los buscadores de oro que viajaban al norte necesitaban comida, bebida y compañía durante su estancia. Consciente de estas necesidades, Friedrich Trump estableció una carpa-restaurante en plena Ruta del Caballo Muerto —una vía en la que morían muchos caballos extenuados por la dura travesía— desde donde les volvía a vender a los viajeros sus animales en forma de hamburguesa. En Bennett, y posteriormente en Whitehorse, abrió hoteles-prostíbulo en los que también se servían comidas y se aceptaba el pago con polvo de oro, si era necesario. Los menús tenían cierto aire de grandeza trumpiana: entre los platos de la carta podía encontrarse carne de oca, de alce o de cisne, así como fruta fresca, muy difícil de encontrar en aquella época y en un lugar tan remoto.

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Esa capacidad para prosperar al borde de la legalidad en tiempos tan duros fue un rasgo que heredó Fred, el hijo de Friedrich. Para estos dos hombres la única ley que imperaba era la del más fuerte; su vida era una constante lucha darwiniana por sobrevivir y mantenerse en la delantera. El sueño americano se realizaba luchando duramente, poniendo a prueba los límites. "La desesperación es la tierra que heredan y habitan", dijo en una ocasión el difunto periodista Wayne Barrett en referencia a la familia. "Los tiempos difíciles ofrecen grandes oportunidades para quienes no tienen escrúpulos en aprovecharlas".

Durante la Gran Depresión, y después de la Segunda Guerra Mundial, cuando se generó una desesperada necesidad de vivienda para los militares que regresaban, Fred Trump construyó un pujante imperio inmobiliario aprovechando las financiaciones y sus contactos políticos. Al igual que su padre, Fred no se contentó con ser el clásico funcionario que ficha al entrar, hace sus horas y ficha al salir. "No deja de ser una gran ironía", afirmó Barrett, "que el imperio Trump, tal como se creó en la década de 1930, fuera consecuencia de las políticas liberales. Trump fue el primer capitalista de estado, un hombre que exprimió hasta el último dólar que fue capaz de sacar al gobierno, y todo sirviéndose de sus contactos políticos".

Donald Trump tomó las riendas del negocio familiar a la tierna edad de 25 años. Había aprendido de Fred, y pese a que su padre no habría dado el salto de Brooklyn y Queens al mundo inmobiliario de Manhattan, el último de los Trump empleó el dinero y los contactos políticos de su padre para hacer sus primeros negocios en el sector.

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Como ya era tradición, Donald supo encontrar la oportunidad entre la mala hierba. El Manhattan de los setenta no era tan distinto al Salvaje Oeste que Friedrich y Fred habían conquistado —"las ciudades no estaban tan bien consideradas", afirmó Donald en una entrevista concedida en 1980. Las escenas del hip-hop y el punk emergían con fuerza en la ciudad mientras que los residentes adinerados la abandonaban progresivamente. Allí fue donde Trump vio la oportunidad de hacerse con gangas inmobiliarias con la ayuda del gobierno.

"Para mí, el futuro está en los centros urbanos", declaró en cierta ocasión el magnate. Y demostró estar en lo cierto cuando los precios de alquiler de vivienda se dispararon de tal modo que muchos residentes artistas y de clase obrera se vieron obligados a marcharse. En una autobiografía no publicada a la que tuve acceso gracias a un socio, el promotor inmobiliario Ned Eichler escribió que el joven Donald de aquella época le recordaba  el personaje de una novela francesa del siglo XIX que llegó de las provincias dispuesto a conquistar París. Sus ambiciones no conocían límites.

Trump conquistó Manhattan con la ayuda de otro extranjero despiadado, Roy Cohn, un abogado que representó a los Trump en un caso de discriminación racial por el que fueron imputados en 1973.

Tras dos años de litigios, los Trump finalmente llegaron a un acuerdo y Cohn terminó convirtiéndose en el mentor de Donald. "Cuando me sentaba a comer con Roy Cohn, sentía como si estuviera en presencia del mismísimo Satanás", recordaba Wayne Barrett, que definió a Cohn como la mayor influencia de Trump después de su padre. "Comía con las manos; era gay, pero no había en Nueva York nadie más en contra de los homosexuales que él… ¡Y su casa de Greenwich Village estaba llena de ranas!".

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Mientras Donald no dejaba de enriquecerse, su hermano Freddy pasaba por momentos difíciles. Tras demostrar su ineptitud para manejar el imperio familiar, Freddy se convirtió en un hábil piloto. Pero, como me dijo su amiga Annamaria Forcier, "para Fred Senior y Donald no era más que un conductor de autobuses de lujo". Forcier solo tenía palabras de afecto para su difunto amigo, de quien asegura que tuvo una historia "más que trágica" y que se vio sometido a grandes presiones por parte de la familia.

Freddy Trump murió en 1981 tras una vida marcada por el alcoholismo. Donald, quien apreciaba enormemente a su hermano, dijo de él que tenía "una personalidad increíble", que era un hombre amable, extrovertido y atento, rasgos que le impidieron adaptarse al sector inmobiliario de Nueva York y sus tiburones.

Como tantos otros estadounidenses, Trump cree firmemente que hay ganadores y perdedores. Al parecer, está convencido de que, debido a su genética y pese a tener 70 años, puede seguir sin practicar ejercicio y comiendo más o menos lo que le apetezca. Se dice que cree que hay gente nacida para el éxito. O tienes la marca del ganador o no la tienes. O eres estadounidense o estás fuera; o estás con nosotros o contra de nosotros. ¿Sorprende tanto, pues, que en su primer mes como presidente, haya tomado medidas políticas duramente criticadas por su crueldad?

En un mitin de campaña en Michigan, a finales de 2015, Trump dijo a su público que el sueño americano había muerto y les prometió que se lo devolvería. Sin embargo, hay una serie de realidades que Trump no suele reconocer. La primera es que no va a poder devolver a sus simpatizantes muchos de los puestos de trabajo que han perdido, por mucho que se empeñe. La segunda: el sueño americano que permitió el imperio Trump se basa en una especie de darwinismo social. Muchos de aquellos buscadores de oro a los que Friedrich Trump vendió platos de cisne nunca se hicieron ricos; de hecho, la mayoría acabaron arruinados o muertos. La pregunta es: ¿va a ayudar Donald Trump, como presidente, a esos "perdedores", o va a gobernar solo para los triunfadores?

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Traducción por Mario Abad.