Las zonas Wi-Fi y los puntos de recarga de móviles se están cargando nuestras ciudades

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Las zonas Wi-Fi y los puntos de recarga de móviles se están cargando nuestras ciudades

De cómo los modelos de ciudades están prescindiendo sistemáticamente del espacio público u utilizan la conectividad de los usuarios para ello.

Últimamente me he estado fijando en algo. Es evidente y todos lo habéis visto, pero me gustaría hablar de ello. Me refiero a todos esos puntos de acceso Wi-Fi que están apareciendo por todas las ciudades, cada vez más presentes. También están esas zonas de carga de teléfonos móviles, tanto en plazas como en vagones de tren o estaciones de metro. A primera vista pueden parecer equipamientos municipales necesarios, inofensivos, que se adaptan a las nuevas inquietudes de los ciudadanos, pero no puedo dejar de pensar en que todo esto es el síntoma de una realidad un tanto más oscura.

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El momento en el que empecé a intuir cierto, digamos, "problema" en todo esto de la adaptación de las ciudades a la conectividad a las redes, fue cuando surgió esa noticia de la implantación de semáforos en el suelo de una ciudad para que los transeúntes que caminaban mirando el teléfono móvil, encorvados en su virtualidad, no fueran atropellados al cruzar un paso de cebra.

Realmente, ¿deben las ciudades desarrollar sus espacios públicos en favor de la virtualización de la vida de las personas o más bien deberían incentivar el uso de estos espacios para que fueran vividos? De alguna forma es como si actualmente la escala de las ciudades estuviera delimitada por la conectividad y no siguiera ningún tipo de interés por la proporción humana.

Uno de los semáforos de suelo instalados en el centro de Sant Cugat. Fotografía de Carla Herrero

La relación entre contenido y continente se basa en una estricta proporcionalidad y, de hecho, está sometida a los patrones de la lógica y la razón. Supongo que todos estaremos de acuerdo en que no se pueden meter 60 litros de vino en un vaso pequeño o que a lo largo del día solo podremos ser espectadores de una sola maravillosa puesta de sol. Siguiendo esta lógica, como las ciudades son espacios que contienen personas (o más bien, la acumulación de personas genera ciudades), la relación entre estos dos elementos debería ser, también, proporcional.

Pese a que, a un nivel lógico, la escala humana debería ser el punto de referencia para el crecimiento o decrecimiento de las ciudades, desde ya hace unos cuantos siglos nos viene quedando claro que el hombre no tiene mucho que ver con las megalópolis. Como me apunta José Mansilla —antropólogo investigador miembro del Observatorio de Antropología del Conflicto Urbano (OACU) y profesor de la Escuela Universitaria de Turismo Ostelea— "la escala de las ciudades es un debate que tiene siglos. A partir del siglo XIX y con todo el proceso de industrialización, estas empiezan a crecer porque atraen la industria y a los trabajadores, generando grandes diferencias; con la aristocracia y la burguesía por un lado y, por el otro, los trabajadores que viven en condiciones miserables". En ese punto, la escala humana ya se perdió y podríamos decir que el capital fue lo que empezó a dirigir toda planificación urbanística.

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De hecho, incluso en sociedades más arcaicas, el papel de "lo humano" parecía no tener mucho valor, pues las estructuras arquitectónicas de los pueblos y ciudades respondían a conceptos más grandes, con templos mastodónticos o catedrales adecuándose a una proporción que miraba a dioses o a un creador supremo. De forma evidente, estos antiguos centros de culto parecen erigirse también en las ciudades contemporáneas, construidas a escala de nuevos conceptos o ideologías; ¿qué son el Empire State Building o las pequeñas ciudades jardín —que propone Howard— de los suburbios norteamericanas sino un reflejo del capitalismo; o qué suponen los paneláks soviéticos sino la materialización del comunismo?

Sería de persona totalmente inocente pensar que la escala de las ciudades son las personas, ya que, lamentablemente, se ajustan más a valores como el turismo o el mercado. Sergio D'Antonio Maceiras —profesor del Departamento de Filosofía del Derecho, Moral y Política II (Ética y Sociología) de la Universidad Complutense de Madrid, sociólogo especializado en análisis sociocultural del conocimiento y de la comunicación y editor de Teknokultura— piensa que "la escala humana ha dejado hace tiempo de ser importante en las ciudades en la medida que la arquitectura y las infraestructuras públicas no tuvieron en cuenta la perspectiva de un uso diferente del espacio público por parte de la ciudadanía". Según él, el espacio público se ha convertido en un medio de desplazamiento, en un lugar de paso hacia otro sitio en el que, por ejemplo, consumir o contribuir en las idiosincrasias del capitalismo; en definitiva, son espacios que han perdido su propia posibilidad de uso.

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¿Nos estamos volviendo locos al analizar el impacto de estos equipamientos tecnológicos que facilitan la conectividad? D'Antonio Maceiras entiendo como algo positivo que las ciudades sean más inclusivas y versátiles, que sean entornos amigables para la ciudadanía y permitan su uso intensivo (que la gente pueda gastar la ciudad, no sólo mirarla).

El espacio público se ha convertido en un medio de desplazamiento, en un lugar de paso hacia otro sitio en el que, por ejemplo, consumir o contribuir en las idiosincrasias del capitalismo

Mansilla advierte de que "la universalización de internet es una medida antiexcluyente, supone una democratización del acceso a internet y beneficia a que aquellas personas que no pueden pagarse un acceso a una red en condiciones, pero por otro lado, es una forma de entender la ciudad bajo un prisma de clase". Paradójicamente, este acceso gratuito que puede favorecer a los que no disponen de una conectividad estable, está siendo utilizado por gente que posee un ordenador portátil o una tablet y que tiene unas necesidades especiales, como estar al aire libre. "¿A quién van dedicados estos servicios? A gente que un día, en vez de ir a un Starbucks, vaya a una plaza? No creo que alguien que tenga la necesidad extrema de conectarse a internet —por falta de medios— vaya a hacerlo allí", espeta Mansilla.

Además, se está sobreentendiendo que el espacio público, el espacio urbano, no debería ser un espacio donde la gente pudiera llevar a cabo otro tipo de relaciones —aparte de conectarse—, como reunirse, estar sentados, hablar, hacer una fiesta, albergar una manifestación, hacer una charla, un debate, jugar a la pelota, a la petanca.

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En cierta medida, estas decisiones municipales de adaptar la ciudad a las tecnologías, sí que tienen cierta fachada ideológica. El espacio público, que ya es un espacio de paso —que te lleva al trabajo, a comprar, o a tomar algo; no sirve como fin en sí mismo— ahora nos propone ser también un puente hacia una realidad virtual. La inclusión de estas medidas en el espacio público —zonas Wi-Fi, semáforos en el suelo…— podría formar parte de una política de desarraigo del espacio público por parte de las administraciones, reafirmarlo aún más como lugar de paso y no de centro de vida.

Aun así, según Mansilla, este tipo de intervenciones, que suelen ser baratas, son también muy mediáticas. "Cuando un ayuntamiento quiere constituir una empresa pública para gestionar un acceso a internet gratuito, entonces saltan las teleoperadoras diciendo que eso no se puede hacer, que es competencia desleal. En estos casos, el consistorio se puede anotar un tanto progre, de que están en contra de las grandes multinacionales".

La inclusión de estas medidas en el espacio público —zonas Wi-Fi, semáforos en el suelo…— podría formar parte de una política de desarraigo del espacio público por parte de las administraciones

D'Antonio Maceiras entiende como algo negativo esta progresiva inmersión en lo que llamamos el mundo "virtual": "se está creando la necesidad de artefactos que interfieran menos con nuestros desplazamientos. Me explico: hace tres años las Google Glass eran una excentricidad, de frikis, porque entonces no íbamos por la calle como zombies. Cuando empecemos a morir atropellados porque vamos mirando el teléfono todo el rato, las gafas se van a convertir en algo necesario y esto es lo contrario a la herramienta convivencial".

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El problema se evidencia al intentar discernir el tipo de ciudadanos que esta sociedad desea. Esta eterna conectividad genera una sociedad formada por individuos que no se interrelacionan entre ellos sino a través de las redes sociales. Mansilla cree que estas políticas se utilizan para evitar coágulos y facilitar las reuniones en un espacio que no sea la calle. Es dentro de esa virtualidad "donde se da precisamente esa utopía de las clases medias, de que todos somos iguales, con las mismas oportunidades, que es precisamente lo contrario de lo que pasa en la calle" comenta.

Para entender estas corrientes individualistas, Mansilla se refiere a un par de corrientes sociológicas que surgieron a finales del siglo XIX y a principios del siglo XX. Una de ellas apostaba por la importancia de las masas, de lo colectivo, que eran toda la escuela francesa de las efervescencias colectivas, como Durkheim y la gente de l'Année Sociologique, que decían, básicamente, que cuando la gente se encontraba conformaba un grupo que era algo más que la suma de las partes. Eso dio pie a toda la interpretación de conductas en las manifestaciones, y los rituales de carácter religioso; era una corriente más progresista o socializante.

Por otra lado, la otra corriente se centraba en el peligro que suponía esto, de que, precisamente, se conformasen grupos sociales que supusieran un peligro para la estabilidad social y que lo que había que hacer era apostar por el fomento del individuo. Eran los pensadores que hablaban de la psicología de masas, como Le Bon o Tarde, que apostaban por tipos diferentes de relaciones entre personas, sin contacto físico, a través de la distancia. Esto, precisamente, es lo que estaría pasando actualmente con las redes sociales. Facilitan el intercambio de gente pero a nivel individual -en un espacio virtual-, evitando todo el peligro (para el status quo) que suponen las reuniones en la calle. Esta separación evita que ciertos grupos de población puedan llegar a adquirir esa conciencia de clase que podría desfavorecer las políticas puramente económicas de los consistorios y, finalmente, de los estados.

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Reuters

La separación entre el espacio público y el espacio virtual es difícil de concretar, según D'Antonio Maceiras actualmente ambos se tienden a superponer. "El 'espacio virtual' tiene la necesidad de ser adictivo para que lo usemos más, sencillamente porque la extracción de beneficio descansa en la extensión e intensidad de su uso (por eso la burbuja de Facebook, Tinder, Twitter, Instagram, porque nos muestran lo que les enseñamos que nos gusta). En todo caso podría considerarse una 'evasión' en términos clásicos, vamos en burbujas informacionales sencillamente porque nos da más gusto que la realidad material".

Parece una paradoja que una ciudad (que es una realidad física) sucumba a las excentricidades de una realidad virtual y apueste por ella en vez de promover el uso de sus propias infraestructuras públicas. D'Antonio Maceiras cree que una "ciudad debería permitir a su ciudadanía el uso y disfrute de los espacios públicos. Lo que sucedió en Madrid, al menos durante la última década, es que estos espacios de uso han sido expropiados, eliminados. Tampoco se fomenta la vida en dichos espacios, por ejemplo, con eventos, puestos de comida callejera, conciertos, bares (que estamos en España), etcétera". Según el sociólogo, esta expropiación se desarrolla vía la gentrificación, poniendo puestos y realizando actividades "guays y de hipsters" que están a las antípodas de la economía de un ciudadano corriente.

"El 'espacio virtual' tiene la necesidad de ser adictivo para que lo usemos más, sencillamente porque la extracción de beneficio descansa en la extensión e intensidad de su uso" D'Antonio Maceiras

De todas formas, estas medidas en favor de la conectividad responden a una necesidad de "estar en los tiempos", como dice D'Antonio Maceiras. "La ordenación urbana tiene que servir a los intereses prácticos de la ciudadanía y sus hábitos". En definitiva, que si no se pusieran estas medidas y empezara a morir gente atropellada —que también supone mala prensa y publicidad de que cierta ciudad se está quedando atrás—, aparecería el discurso crítico con nuestro uso de las TICs (Tecnologías de la Información y la Comunicación) y también conllevaría a la queja, por parte de la sociedad civil y la oposición política, de que el consistorio no se ocupa de sus ciudadanos.

De la misma forma, D'Antonio Maceiras, cree que "podría surgir una solución, por parte de alguna corporación o iniciativa privada, que privatizase aún más el espacio, dándonos un artefacto o aparato de consumo masivo (como las Google Glass) o un "servicio inteligente" que contrate el consistorio por un pastizal para proteger de accidentes a la ciudadanía a través de a saber qué cacharro".

Fundamentalmente, "la arquitectura tiene que estar al servicio de la ciudadanía y es en esta en donde recae, en todo caso, la crítica moral. Cuando la arquitectura se pone a orientar moralmente la sociedad, los espacios terminan estando determinados por una ética ajena (ver las calles de París para evitar manifestaciones, o las enormes depuradoras de los pueblos de Aragón, las plazas donde no te puedes sentar, el Madrid Rio donde está delimitado el "qué hacer" y "donde hacerlo", etcétera)" apunta D'Antonio Maceiras, y prosigue: "lamentablemente, creo que hace tiempo murió el espacio público y los primeros en matarlo fueron los mismos consistorios y administraciones públicas, fomentando un usufructo privado del espacio público (la Gran Vía de Madrid, el Born de Barcelona…)".

A todo este ensamblaje de despropósitos tenemos que sumarle la siempre pertinente referencia al turismo. Aparte de esta individualización y erradicación de la propia naturaleza del espacio público habría que sumarle la intención servicial de todos estos equipamientos hacia el turismo, ofrecer a esta nueva forma de ocupar temporalmente las ciudades un servicio que demandan, la conectividad en épocas complicadas de roaming. El truco es perfecto, generar espacios temporales para ciudadanos esporádicos con la excusa de estar equipando a la ciudad de servicios demandados por su ciudadanía permanente. Y de paso, se sigue alimentando el desarrollo de una población individualista incapaz de comprender que su espacio público es, lógicamente, suyo.