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verduras de las eras

Árboles de Bogotá

OPINIÓN | Sabemos que el plan de talas obedece a un plan despótico de "renovación paisajística", diseñado a gusto del alcalde Enrique Peñalosa, que requiere alamedas de árboles parejos, como las que ha visto en ciudades que considera más dignas.
Foto: Felipe Restrepo Acosta | Vía Wikimedia Commons.

Artículo publicado por VICE Colombia.


Gaque, romerón, cajeto, encenillo, trompeto, cucharo, hayuelo: el Word me subraya con rojo todos esos nombres de árboles, aunque no me subraya la palabra “Word”. Son árboles de mi ciudad y de los Andes, las montañas en las que ella está parada o acostada y de las que está rodeada. También hay otros: el roble, que el Word no subraya pero que en nada se parece al árbol que lleva el mismo nombre en otras latitudes; el cedro, que lo mismo; el falso pimiento, que tiene ramas en forma de relámpagos, y que huele a pimienta pero no es la mata de la pimienta; el cerezo, esbelto y despelucado, distinto de los cerezos de Chejov, y que da cerezas que no se venden en el supermercado. También están los eucaliptos, los liquidámbares y los cipreses, que han venido de lejos y que son igualmente nuestros porque hasta aquí han llegado.

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Hace ocho años, cuando volví a vivir en Bogotá después de mucho tiempo, me impresionó no conocer el nombre de los árboles bogotanos, que era casi lo único amable que encontraba en la ciudad, junto con el cielo tan variado (esas nubes de la sabana bogotana, tan narrativas y elocuentes), y de los cerros, cubiertos poco a poco de edificios, y de un par de decenas de edificios, muchos de los cuales han sido demolidos desde entonces y reemplazados algunos por aciertos y los más por esperpentos. Me puse a preguntar, y pronto descubrí que en general mis coterráneos tampoco sabían cómo se llamaban los árboles que veían todos los días. "Un árbol" decíamos, con la misma ignorancia que entrañaría el llamar a un perro o una vaca siempre "animal" y nunca "perro" o "vaca". Los árboles, que eran la vida permanente en las calles, que daban la sombra, el color y el trino, que protegían los nidos y eran el referente que todos compartíamos, a casi nadie le importaban: no eran nombrados ni invocados. Tampoco en nuestra literatura solían aparecer los nombres de los árboles, excluidos de la conversación y la contemplación. En otras ciudades yo señalaba los árboles y veía que la gente podía reconocer y enseñarme al menos el nombre de dos o tres: los más frecuentes o los más conspicuamente floridos. Aquí —salvo por el eucalipto, que resalta por su azul— ningún nombre de árbol sonaba en la lengua. Esa desaparición de las palabras que designaban lo más recurrente y público era un signo obvio de alienación y de sopor.

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Según el mito que más nos repetimos y el que más ampliamente compartimos, la humanidad fue expulsada de un jardín, al principio de todo. Nuestro dolor y nuestro trabajo —y nuestra mortalidad, la más fija de nuestras condiciones— proceden de haber perdido un jardín imaginario, en Edén, donde vivíamos sin final en la plenitud de nuestra naturaleza. Nos hemos definido como desterrados, y hemos imaginado nuestra vida en las ciudades y en los campos cultivados como la patencia del exilio. Que nos desentendamos de los árboles —de la imagen de la esperanza cultural del retorno al jardín— contradice lo que nosotros mismos hemos inventado sobre nuestro pasado remoto; niega el fondo de nuestra nostalgia.

Usamos todo el tiempo metáforas arbóreas: "nuestras raíces", decimos para referirnos a nuestra relación con el tiempo histórico que excede nuestra breve vida individual; "las ramas", decimos para describir la constitución de los poderes y las partes del discurso. Y sin embargo, no miramos los árboles. No nos vinculamos con ellos. No nos damos cuenta de que somos árboles, con tronco, raíces y fronda, ni de cuán autodestructivo es que excluyamos de nuestra cotidianidad y nuestra atención la forma de vida más prevalente en nuestro imaginario y, en la realidad material, la más longeva.

Hace un par de años, en una misma semana, me ocurrieron dos incidentes: iba en un taxi por la avenida Circunvalar, cuando el taxista, por hacer conversación y quizás para desahogar su frustración ante la inmovilidad del tráfico, señaló los árboles del borde de la calle: "Esos árboles tan altos", dijo, "hay que cortarlos porque saben arrancarse y caer encima de una casa". Ni siquiera había casas por allí; había edificios altos y lujosos, pero el conductor se imaginaba como guardián de la propiedad ajena al enemistarse contra los árboles estáticos, contra los árboles que podían recibir el hachazo sin chistar, contra los árboles que eran suyos y de todos. Cerca de mi casa, me paré a tomarle una foto a un saúco. Alguien que venía caminando me vio mirar y me dijo espontáneamente: "Ya están demasiado altos. Hay que llamar para que los tumben". Fueron ejemplos y presagios de la violencia que subyace tras todas nuestras violencias y que consiste en el temor a todo aquello que se yergue libre. Consideramos la vida amplia y alta como atrofia. El árbol deja de ser el símbolo auspicioso de la vida, de las relaciones, de la hospitalidad y del saber, para convertirse en indicio de lo amenazante, lo inquietante y lo sedicioso. Y entonces la vida, las relaciones, la hospitalidad y el saber se convierten, ellos mismos, en lo amenazante, lo inquietante y lo sedicioso. Lo contrario —lo estable, lo defendible, lo bueno— es la autoridad; confiamos en el poder que no deja crecer, que limita y niega. La autoridad debe administrar el espacio público, y procurar que este no contenga en demasía elementos gratuitos y comunes, asomos del desorden. Lo vivo se percibe como abusador del vacío. Lo legítimo es el poder de la privación (y de la privatización): el poder de la muerte.

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En las pasadas semanas, muchos nos apercibimos de las talas masivas e indiscriminadas que se vienen perpetrando en Bogotá desde hace meses por parte del gobierno local. Ya se ha hablado —un poco en la prensa y mucho en las redes sociales— sobre las mentiras del gobierno, que inventó que los árboles constituían un peligro para la supervivencia o la felicidad de los ciudadanos. Hemos conocido y expuesto las descripciones ridículas con las que el Jardín Botánico sustentó la necesidad de talar miles de árboles (troncos bifurcados, presencia de insectos, ramas secas). Nos hemos hecho conscientes del contrasentido de talar árboles en una ciudad de aire cada día más contaminado. Sabemos que el plan de talas obedece a un plan despótico de "renovación paisajística", diseñado a gusto del alcalde, que requiere alamedas de árboles parejos, como las que ha visto en ciudades que considera más dignas. Nos hemos enterado de que la variedad de los árboles de Bogotá es para él un "matorral espantoso" y un "revoltillo asqueroso". Nos hemos hecho conscientes, tal vez, de que la presencia de ese verdor en la ciudad señala el bosque casi extinto que la rodea, y se nos ha ocurrido que, en contra de lo que cree el alcalde, es importante que el paisajismo urbano vincule a los ciudadanos con la naturaleza de la que la ciudad los excluye, para no quedar excluidos también de la ciudad.

Hemos estado, durante estas últimas semanas, mirando los árboles. Por fin hemos empezado a nombrarlos. Lo hemos hecho al leer incrédulos las fichas con las que el Jardín Botánico justifica las talas: "Jazmín del cabo. Presenta daño mecánico. Se considera técnicamente viable la tala del individuo". El texto de su condena ha sido el texto más difundido sobre los árboles en la ciudad que los silenció. Pues al decir "un árbol" siempre, desconociendo toda concreción, sin mirar jamás las distintas formas de las hojas, invocábamos la abstracción; inconscientes, pedíamos los mismos árboles de maqueta o de render arquitectónico que el alcalde quiere ahora. Precipitábamos la supresión, la tala.

Hemos notado, por estos días, el oprobio de los grandes números de pintura amarilla que el gobierno ha escrito sobre tantísimos troncos de árboles de Bogotá. Esos números ocupan el lugar de nuestro olvido: están allí donde no supimos reconocer las diferencias entre quienes crecen juntos; donde no supimos escribir, ni en nuestra memoria ni en nuestros libros, los nombres caprichosos de "arrayán" o "araucaria" o "guayacán". Son el signo de nuestra falta de curiosidad —por la realidad y por el lenguaje—, que es lo mismo que nuestra falta de cuidado, que es lo mismo que nuestro sometimiento a los caprichos del poder.


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