Cuando llegué a Monterrey en 2011, los asesinatos, secuestros y tiroteos estaban a la orden del día. Me di cuenta de que muchas de las personas implicadas en la violencia, ya sea como víctimas o agresores, eran jóvenes ordinarios de colonias con pocos recursos; los jóvenes que se reúnen en las esquinas como parte de una banda local estaban siendo arrastrados y utilizados por los cárteles de la competencia. En México, el 35 por ciento de las personas asesinadas son varones de entre 15 y 29 años de edad, según el INEGI.
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Decidí tratar de comprender los mundos de esos jóvenes, pero sin centrarme específicamente en la violencia. Quería fotografiar a los individuos y los entornos en los que viven. Pasé tres años retratando a tres pandillas regiomontanas: los Químicos, los Pokos y Los Coyos. Conocí a personas que siempre me trataban con respeto, y que con el tiempo se volvieron buenos amigos y compañeros. Sin embargo, sus problemas son predecibles: viven en un contexto donde hay oportunidades limitadas para una buena educación o trabajo estable y bien remunerado.Cuando empecé a hacer estas fotografías, reinaba la violencia. Algunas de las personas que conocí se habían retirado después de pasar sus momentos más oscuros, mientras que otros apenas los estaban viviendo. Todos los jóvenes en estas imágenes han perdido amigos o miembros de la familia debido a la violencia. Con el tiempo volvió la calma a los lugares en los que estaba fotografiando; la violencia se trasladó a otras partes de la ciudad, y a otras zonas del país. Muchos de los jóvenes están ahora tratando de construir sus vidas y volver a la normalidad; sin embargo, esta generación vive con los recuerdos de aquellos años y el temor siempre presente de que la violencia algún día volverá.