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Cultură

Trabajé borracho durante seis meses

Aunque esa etapa de mi vida duró solo seis meses, me dejó marcado para siempre.

Este no soy yo. Yo ya llegaba borracho al trabajo. Imagen vía

Cuando digo que trabajé borracho durante seis meses no me refiero a que tuviese un grave problema de alcoholismo, ni a que fuese uno de esos atractivos publicistas de Madison Avenue que beben como rutina desde primera hora para sentirse seguros y olvidar lo mucho que se odian a sí mismos. No, lo mío era bebe como forma de protesta contra esos explotadores que llenan sus oficinas y redacciones de ilusos becarios a los que apenas pagan – si es que les llegan a pagar algo – y a los que les prometen un teórico aprendizaje que siempre acaba siendo una mierda.

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Todo comenzó a inicios de verano, hace no muchos años, cuando me ofrecieron un puesto de becario para trabajar en la redacción digital de un periódico todos los viernes, sábados y domingos de ocho de la mañana a tres de la tarde. A cambio, me ofrecían algo menos de trescientos euros y el acceso a la experiencia vital de un gran número de valiosos profesionales. Fantástico, sí.

Como entenderéis muchos de los que trabajáis de lunes a viernes, emborracharse el fin de semana es un premio merecido para cualquier persona que tenga que aguantar cuarenta horas a la semana el insufrible ritmo de una oficina. Obviamente, yo no iba a ser menos ya que entre semana me prostituía espiritualmente en una oficina bancaria para poder conseguir el dinero que no me daban escribiendo en la redacción, así que cuando llegaba el viernes tenía más ganas de beber que un ruso en un funeral.

¡Pero horror! Llegar al centro de Madrid a las ocho de la mañana un sábado cuando vives en una ciudad dormitorio de la periferia implica levantarse antes de las siete y, aún así, depender de una línea de autobús que te da a elegir entre llegar al trabajo media hora antes o media hora tarde. Al principio yo casi siempre elegía llegar media hora tarde.

Fue en esos primeros trayectos cuando todo comenzó a complicarse. No sé si os lo han dicho alguna vez, pero la mayoría de vosotros cuando volvéis a casa borrachos sois un auténtico coñazo, en serio. La fauna que me encontraba entre las siete y las ocho de la mañana en mi autobús interurbano y en el metro era insoportable para un tipo totalmente sobrio. Había todo tipo de borrachos: violentos, chillones, comatosos, vomitones, babosos, dormilones… El asco que sentía por ellos era solo comparable a la envidia que me daban al pensar en la gran noche que habrían pasado.

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Una vez sobrevivido al transporte público y llegado a la redacción, me daba cuenta en seguida de que era un gilipollas. Mientras media ciudad transformaba su borrachera en resaca (y algunos afortunados consumaban sus conquistas amorosas), yo me dedicaba a editar cientos de notas de prensa de agencias de noticias. Como en toda la redacción solo éramos un par los capullos que teníamos que estar allí el fin de semana, apenas dábamos abasto para mantener la página actualizada, así que de escribir nada propio ni hablar: solo copiar y pegar notas de agencia.

Esta situación, que muchos consideraban honrada y prometedora, no podía durar demasiado. Un fin de semana sin salir se aguantaba, pero era verano, maldita sea. La primera noche de desengaño fueron un par de birras, la siguiente cinco, después un par de copas y a las tres a casa, el viernes siguiente media botella sin entrar al garito y, al final, la dosis completa y en casa a las siete. El cuerpo es débil y tratar de aguantar a base Coca Cola y Red Bull mientras tus amigos se ponen hasta las cejas resulta imposible. De hecho, la mayoría de antros nocturnos son insoportables sin combustible en el cuerpo.

Así que apenas al mes de empezar en el periódico, me vi llegando a la redacción sin haber dormido y completamente borracho. Ese día incluso me permití el lujo de llegar media hora antes al curro.

Sabía que el día iba a ser una auténtica mierda, pero la noche había merecido la pena. Al principio parece imposible aguantar siete horas seguidas sin desfallecer, pero mi cuerpo se había ido acostumbrando las últimas semanas y me encontraba en un estado de forma óptimo. Además, lo bueno de trabajar temprano es que con el sueño y el alcohol el tiempo pasa más rápido. "Entrégale a tu jefe siempre tus horas de menor lucidez", me dijo un profesor en la universidad y tenía toda la razón.

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Con el paso de las semanas fui puliendo tiempos y estrategias y conseguí optimizar el proceso. Tenía que llegar a casa antes de las siete, darme una ducha rápida, ponerme ropa limpia o que no oliera, tomarme dos cafés, embadurnarme en desodorante, lavarme los dientes con lejía, comerme dos peras, meterme un ibuprofeno, llenarme los bolsillos de chicles y estar en la parada a las siete y cuarto. En el autobús podía dormir unos diez minutos y al llegar me despertaba desconcertado sin saber dónde coño estaba a punto del infarto y de ahí corría hasta el metro. En el metro no me podía dormir por que podía aparecer en la otra punta de Madrid, así que daba paseos entre los vagones para despejarme o charlaba con algún responsable del metro para que me contara cualquier gilipollez que me espabilara.

Una vez llegado hasta la puerta de la redacción, comenzaba a relajarme. Si en el peor de los casos me desmallaba o me quedaba dormido en el suelo, alguien me encontraría y metería mi cuerpo en el edificio. Cuando entraba, la primera impresión tenía que ser buena. Solo se debía adivinar algo de sueño, pero con el rostro duro y serio del profesional responsable al servicio de la información. De todas formas, ¿quién coño necesitaba leer mis noticias de mierda un sábado a las 8 de la mañana? Cogía un periódico haciendo como que había venido leyéndolo, saludaba al compañero con la mano y fingía que mi ordenador no funcionaba para irme a otro que estuviera en la otra punta de la redacción. Los ordenadores eran una auténtica mierda así que solía colar: de esta manera evitaba que mi sudor etílico me delatara y me permitía ocultar la mayor parte de mi cara tras la pantalla. También descolgaba disimuladamente los teléfonos cercanos para evitar tener que aguantar las llamadas del jefe cuando al despertarse viera que su periódico era un puto desastre.

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Mis compañeros no eran tan enrollados como estos tipos. Imagen vía

Había conseguido llegar sano y salvo a mi puesto de trabajo y, contado así, podía parecer que el resto iba a ser un camino de rosas, pero obviamente era una puta pesadilla. La situación más peligrosa había pasado, pero aún quedaban siete horas de martirio.

El paso de las semanas en la redacción me fue aportando valiosa experiencia. Como bebedor, claro, de periodismo no aprendí una mierda. Había que ser muy escrupuloso con los tiempos y las fases de la mañana. Mantener el cuerpo hidratado y nutrido y tratar de no caerse de la jodida silla.

Mi técnica más depurada era la de las minisiestas. Fingía haber cenado la noche anterior en algún hindú peligroso para justificar mis reiterados paseos al baño. Como cada fin de semana mi compañero era distinto, la jugada seguía valiendo. Salvo algunas veces que la excusa sí era verdad y me iba por la pata abajo por culpa del alcohol del Mercadona, el resto ponía la alarma del móvil a los diez minutos y me quedaba dormido sobre la taza del váter. Parece complicado pero en cuanto solucionas el problema del equilibrio, funciona. Muchos neurólogos me felicitaron por mi depurada técnica. Luego un poquito de agua en la cara, un par de tortazos, siete chicles y salías del baño hecho un pincel preparado para seguir copiando y pegando notas de agencia.

Lo peor en estos días es estar demasiado tiempo sentado. Puedes estar redactando una noticia sobre la evolución semanal del Ibex 35 y despertarte babeando sobre el teclado mientras llenas el texto con "ajfoiuryhlkuqerhgkdafgkjdfngdk". Para evitar estos deslices, es aconsejable estirarse y dar pequeños paseos cada quince minutos. Ir a la máquina expendedora, salir a fumar, ponerse y quitarse el abrigo varias veces al día, comentar con el compañero alguna gilipollez, más siestas en el baño… Otra opción que también funciona, sobretodo si tienes poco trabajo, es ponerte alguna peli en YouTube. Las hay muy buenas y actuales pero yo te recomiendo alguna mala. Te costará más entender las tramas y tu cerebro se activará. "Los gemelos golpean dos veces" y las de zombis me salvaron muchas mañanas.

Una vez superado el infierno del mediodía, el resto de la mañana iba cuesta abajo. Había menos noticias, podías parar a comer y tu compañero empezaba a estar tan hasta la polla de todo; como tú. Al fin acababas, cogías los mismos transportes de vuelta y llegabas a casa hecho un héroe. Tu habitación seguía siendo el caos que habías dejado a las 7 de la mañana, con ropa tirada por todas partes, olor a demonio y un sombrero que no recuerdas muy bien en qué momento de la noche llegó a tus manos. Luego una siesta de 7 horas y volver a repetir, siempre repetir. Ya sabéis, los veranos duran poco.

Sin embargo, esta situación no podía durar demasiado. A los seis meses se acabó mi contrato, coincidiendo con la Navidad. Pensé que en mi último día me soltarían de todo por haberme comportado así durante tanto tiempo pero, en vez de eso, me dijeron que estaban tan encantados conmigo que me querían de lunes a viernes. Eso sí, por el mismo precio. Mi incredulidad fue tal que no pude evitar soltar una alcohólica carcajada. Me resultaba inconcebible seguir realizando aquel trabajo sin la rutina del alcohol. O quizá esa había sido la clave del éxito y me estaban invitando a beber también entre semana, quién sabe.

De cualquier manera, sentí que mi tiempo allí había concluido y que lo mejor era dejar mi legado en todo lo alto. Ni aprendí mucho ni cogí demasiado cariño a la profesión del periodista, pero estoy seguro de que salí de aquella redacción convertido en un hombre prácticamente indestructible.

P.D: Lo de tomarse dos peras para evitar la resaca es totalmente cierto aunque no tenga base científica alguna, de momento.