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Los nuevos libios

Con la mierda hasta el cuello junto a los inverosímiles rebeldes de Benghazi

Un hombre con una AK-47 reúne a sus hijos para hacerse un retrato familiar mientras los rebeldes se dirigen hacia el último frente de batalla. La mayoría de los combatientes cogieron las armas para proteger a sus familias de la venganza de Gaddafi y porque no querían que los jóvenes crecieran bajo las mismas condiciones que ellos. “Quiero la libertad para mis hijos”, dijo este hombre.

El viernes siguiente a la huida de El Cairo del ex presidente egipcio Hosni Mubarak, me di un paseo por la euforia post-revolucionaria de la plaza Tahrir: hombres y mujeres arrodillados recitando oraciones de agradecimiento, adolescentes eufóricos y niños esperanzados y algo aturdidos. Era un mundo nuevo, y la revolución de la gente parecía imparable: así resultó ser a medida que las insurrecciones y protestas se extendieron a Libia, Bahrein, Yemen, Arabia Saudita, Yibuti, Siria y dios sabe dónde más para cuando estés leyendo este artículo.

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Unos días más tarde me fui a la frontera con Libia. Según Twitter, estaba abierta por primera vez en décadas. Incluso más que en Egipto, la incertidumbre hacía de contrapeso al júbilo mientras generaciones de tensiones reprimidas empezaban a ponerse en marcha. ¿Perdería el coronel Muammar Gaddafi con elegancia el mando del país y se marcharía de forma pacífica, o aseguraría su destrucción negándose tercamente a dejar su autoproclamado puesto? Todas las apuestas apuntaban a lo segundo, y el mundo no tardó en saber su respuesta: “Moriré como un mártir,” dijo Gaddafi en declaraciones a la televisión. “Todavía no he ordenado el uso de la fuerza, ni siquiera que se dispare una sola bala… Cuando lo haga, todo arderá”. Sin embargo, cuando llegué, la gente de Libia aún estaba celebrando las victorias que habían alcanzado. Era una alegre calma antes de una tormenta brutal sin un final a la vista. Por encima de las olas del Mediterráneo, la carretera hacia el puesto fronterizo terminaba en una meseta con dunas. Un viento feroz levantaba paredes de polvo gris mientras cientos de taxis y autobuses oportunistas esperaban a los refugiados que huían. Dentro de las oficinas de inmigración egipcias, cientos de trabajadores nepalíes esperaban a que los engranajes de la burocracia se pusieran en marcha y los dejaran salir sanos y salvo de Libia. Eran los primeros de los que se estimaba que iban a ser unos 300.000 refugiados que huirían a las vecinas Túnez y Egipto durante las siguientes semanas, a medida que la situación se aproximara al pandemonio. El lado libio de la frontera estaba más calmado—sólo habían unos cuantos hombres altos con gabardinas negras fumando cigarrillos, sosteniendo AK-47 y haciendo señales de paso con la mano a todo el mundo. Nada de impresos, ni controles de pasaportes, ni preguntas de ninguna clase. En vez de eso, lo que encontré fue un monovolumen ansioso por llevarme a mí y a media docena de periodistas más a la nueva Libia—una nación de rebeldes y disidentes que se había formado literalmente de la noche a la mañana.

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Un hombre lee unos archivos del ejército en las barracas de las instalaciones de Al-Katiba, en Benghazi. Detrás de él, dos hombres revisan los restos de las cajas que contenían cientos de AK-47 y munición antes de que la gente de la zona lo saqueara todo. Aunque los rebeldes ya estaban bien armados antes, para celebrar su exitoso asalto dispararon emocionados al aire gran parte de la munición.

“Bienvenidos a la Libia libre,” exclamó nuestro conductor mientras a toda velocidad dejábamos atrás grises casas de hormigón y puestos de control provisionales. En cada pueblo fuimos testigos de las huellas de la revolución, humaredas negras saliendo de las ventanas de cada uno de los edificios del gobierno. Al igual que los otros periodistas que se estaban zambullendo en un país al borde de la revolución, me inquieté al darme cuenta de que ninguno de nosotros tenía la más mínima idea de a dónde nos dirigíamos. Aunque, bien pensado, quizá no fuese tan importante, dado que todo estaba cambiando justo enfrente de nuestros ojos.

De lo único que estaba seguro era de que Gaddafi estaba loco de atar. Coincidiendo con mi llegada, empezó a dirigirse a sus ciudadanos como ratas y drogadictos. “Libia está liderando a los continentes de África, Asia y Sudamérica,” gritó desde un edificio que tiempo atrás había sido bombardeado por Estados Unidos en un intento de acabar con él. “Cualquiera que alce el brazo con un arma será castigado con la pena de muerte”. Durante su mandato, Gaddafi fue como un pequeño castor totalitario, ayudando a conseguir armas a casi cualquier grupo de rebeldes que puedas imaginar y muchos de los que probablemente nunca hayas oído hablar: Charles Taylor, Idi Amin, el Ejército Rojo Japonés, los rebeldes del Chad, el IRA y muchos más. Consideraba a Milosevic un hombre firme y, por sí solo, alentó numerosas guerras en todo el África subsahariana. Por su propia gente, sin embargo, no hizo mucho, especialmente aquí en el este, señaló nuestro conductor mientras entrábamos en una gasolinera. Pero después de hacernos una lista de todas las malas acciones que su ex líder había cometido, pareció dar marcha atrás y dijo, “Gaddafi no es tan malo. Ha hecho cosas buenas por nosotros”. Lo primero que pensé fue que decía eso porque acababa de llenar el depósito por ocho dólares. Gaddafi siempre ha mantenido bajo el precio de la gasolina para que la gente estuviera contenta. Pronto me di cuenta de que la revolución aún estaba germinando, y eran muchos los que temían que durase poco. Habían sufrido las represalias de Gaddafi en revueltas anteriores, y esas represalias habían sido jodidamente brutales. Las represalias incluían recompensas por las cabezas de los disidentes libios que vivían en el extranjero; según Amnistía Internacional, eso supuso docenas de asesinatos. En Londres, diplomáticos del coronel llegaron al extremo de disparar contra un grupo de manifestantes desarmados frente a la Embajada de Libia, hiriendo a diez de ellos y matando a un policía. Para los detractores del régimen residentes en Libia fue mucho peor, claro. Cientos fueron encarcelados o desaparecieron, y en 1996 Gaddafi mató al menos a 1.600 prisioneros, presuntos islamistas todos.

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Unidades de rebeldes inexpertos alzan sus nuevas armas al lado de un cañón antiaéreo en Benghazi antes de ir a hacer frente a las tropas de Gaddafi.

Nos dejaron en la plaza principal de Tobruk, la primera ciudad grande en la carretera desde Egipto. Una docena de hombres, acampados en tiendas, bebían té. El suelo estaba lleno de casquillos, y una comisaría carbonizada dejaba a la vista lo que ahora era un campo base rebelde. Un chico me hizo una visita guiada por la comisaría, señalándome docenas de despanzurradas salas sin ventanas y montones de archivos todavía en llamas. Echó un vistazo a través de la diminuta rejilla de una celda de aislamiento, ilustrando para mí la limitada visión del mundo exterior que tenían los antiguos encarcelados. “Aquí está muy oscuro cuando cierran las ventanas”, dijo el chico como si fuera lo peor que pudiese imaginar. La realidad era mucho peor. Gaddafi creía que la tortura era una de las formas más efectivas de castigo, y gran parte del país creció viendo ejecuciones de supuestos disidentes en la televisión estatal.

Cuando salí al exterior vi que habían llegado más manifestantes y periodistas. Los manifestantes entonaban cánticos y sujetaban fotos de compatriotas suyos heridos; escalaban edificios, ondeaban banderas del anterior gobernante de Libia, y mostraban innumerables pancartas y carteles revolucionarios. Al ponerse el sol, a medida que los manifestantes marchaban celebrando su triunfo confirmado por la prensa occidental, el lugar adquirió un aspecto muy parecido al de Egipto, pero con una gran diferencia: muchos de ellos llevaban pistolas. Más tarde llegué a Benghazi, la segunda ciudad más grande de Libia, tras conducir a través de un enorme desierto y montañas verdes. Allí la celebración era más exultante, y las armas más abundantes. Más de 200 personas habían muerto ya, tiroteadas por las fuerzas pro-Gaddafi mientras se manifestaban o asesinadas cuando cargaban contra la base militar en el centro de la ciudad. Tras la oración del viernes me aventuré en el interior de una sala de conciertos destruida, decorada con la huella al carbón de tres puños: el símbolo de la revolución de Gaddafi, que se completó en 1969. Ahora su gente se ha adueñado del símbolo para su propia causa. Un grupo de hombres jóvenes con ropa tejana, uniformes militares, boinas y gorras de béisbol se aproximó. “Esta era la casa de Gaddafi”, dijeron a medida que pasábamos por habitaciones aún en llamas, con chorros de agua manando de las tuberías reventadas. “Ya no lo es”, dijeron a continuación, y se rieron a carcajadas. Después me condujeron por calles llenas de cráteres y árboles derribados por los tanques. “Contra esto luchábamos”, dijo Ahmad, un ingeniero de 25 años reconvertido en rebelde, elegantísimo con su gorra de policía. “Échale un vistazo a esto”, dijo sacando de su bolsillo un teléfono móvil, un ritual libio al que ahora me refiero como Tío Enseña a Desconocido Vídeos Sangrientos y Repulsivos en su Teléfono Móvil. Ahmad me mostró el vídeo de un destrozado sedán al que un tanque pasaba por encima. Trozos de cuerpos quedaban esparcidos por todas partes mientras varios hombres trataban desesperadamente de rescatar a los pasajeros del vehículo. Luego me enseñó un vídeo de un hombre que caminaba a través de una lluvia de balas gritando “¡Allahu Akbar!” mientras mercenarios pagados por Gaddafi avanzaban por un descampado disparando a manifestantes escondidos tras los coches aparcados. “Mira qué poderoso es Alá”, exclamó el grupo. “El tipo está intacto”.

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El cráneo hecho trizas de un supuesto mercenario extranjero asesinado por los rebeldes durante las revueltas en Benghazi. Muchos de los secuaces de Gaddafi son africanos subsaharianos pobres, no ciudadanos de Libia.

Gaddafi desenchufó el cable de internet de Libia al comenzar la revolución, pero eso simplemente obligó a que el flujo de información tomara un camino alternativo. Los vídeos empezaron a circular mediante dispositivos con Bluetooth y tarjetas de memoria, y pruebas de las atrocidades se extendieron rápidamente por el país. Uno de esos vídeos, con diferencia el más popular y extendido, mostraba a unos tipos que no estaban precisamente “intactos”: cuerpos cortados por la mitad por los proyectiles de los tanques, o hechos picadillo como si fueran hamburguesas a causa de las explosiones. “¿Qué demonios pasó aquí?”, pregunté. La respuesta del grupo fue llevarme a Al-Katiba.

Al-Katiba es una base militar en el centro de Benghazi. Aquí era donde Gaddafi almacenaba sus armas, hospedaba a su policía secreta y a sus mercenarios y encarcelaba a sus enemigos en una subterránea prisión clandestina. Antes de la revuelta, era la clase de sitio en el que no reparabas. Y si lo hacías, te iba a traer problemas. Cuando lo visité, era un país de las maravillas lleno de familias que curioseaban en las salas de tortura y observaban las enormes salas con cajas de munición recientemente saqueadas. Mientras trepaba por los tanques no pude evitar sentir la misma alegría que el resto de la gente debía estar experimentando. Todos estábamos pensando: “Tío, Gaddafi se cabrearía mucho si supiera que estamos haciendo esto”. Las primeras protestas en Benghazi dieron comienzo el 15 de febrero. Dos días después, los soldados y mercenarios destinados en Al-Katiba empezaron a disparar a las multitudes. Apuntaban al pecho. Al no funcionar esto, emplearon la táctica oficial de Gaddafi, consistente en conducir por la ciudad disparando a civiles al azar. El objetivo era asustar a la gente para que no saliera a la calle, pero tampoco esto funcionó. El arma secreta de la gente eran sus funerales. El Islam establece que un muerto debe ser enterrado tan pronto como sea posible y, normalmente, esto implica una gran marcha pública. Cuando disparan a una docena de chavales, la marcha pública pasa de grande a grande de narices.

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Un oficial del ejército dirige a voluntarios rebeldes después de que un RPG explotara de forma accidental dentro de un camión de la basura que llevaba armas al frente. Transportar esas viejas armas era casi tan peligroso como dispararlas al enemigo.

Libios enfurecidos, especialmente los jóvenes, siguieron inundando las calles, dejando cada vez más claro que su objetivo era Al-Katiba, echar abajo sus paredes y detener a sus oponentes. Los manifestantes intentaron pasar con un bulldozer a través de las fortificaciones de la base, pero los disparos siempre alcanzaban al rebelde en el asiento del conductor. Otros intentaron penetrar con pequeños tanques o coches atiborrados de TNT (que los pescadores locales suelen utilizar) hasta el interior de la estructura. Nada funcionó. “Durante todo el día intentamos forzar nuestra entrada en la base,” me dijo Ahmad. “Siete hombres murieron intentando estrellar un coche con TNT contra los muros. Los francotiradores seguían disparándoles, y cualquier otro ocupaba su lugar.” Finalmente, un ejecutivo petrolero de mediana edad, enfurecido después de días llevando cuerpos de jóvenes a la morgue, cargó su Kia negro con botes de propano y dinamita y procedió a conducir su improvisado coche bomba a través de la entrada, haciendo saltar por los aires las puertas y permitiendo a sus camaradas sacar a patadas a los soldados y reclamar el arsenal. Abdullah, un libio de origen americano, de Denver, que habia ayudado a hacerse con el control de Al-Katiba, me describió la escena: “Deberías haberlo visto. Fue una locura, todo el mundo cogiendo pistolas, RPGs, misiles. Los críos de cinco años llevaban pistolas, y ahora todo el mundo tiene una. Yo cogí una AK-47”. Los manifestantes también entraron en la sala de suministros, llena de boinas revolucionarias y gran variedad de ropa de camuflaje. Poco después, hombres jóvenes se situaban en puntos de control arbitrarios por toda la ciudad mostrando sus RPGs y sus nuevos cacharros. Otros mostraban misiles y hacían con los dedos el signo de la victoria. Todo el mundo llevaba boina, y muchas personas, uniformes. La moda libia había cambiado para siempre.

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Un voluntario equipado posa para una foto momentos antes de que su unidad tomara la carretera para dirigirse hacia las fuerzas de Gaddafi. La tarde siguiente se estaba recuperando en un hospital de campaña, su cara cubierta de ceniza. No podía hablar y padecía neurosis de guerra después de un ataque aéreo al atardecer en la carretera hacia Trípoli.

El sentido de la moda de los rebeldes era tan diverso como su armamento. Este hombre parece haber conseguido una Beretta. No va muy bien para disparar a los tanques, pero es fantástica para disparar a las nubes. Algunos rebeldes fueron a la guerra sin ningún tipo de arma de fuego.

Aunque iban armados y vestidos para ir a la guerra, el nuevo ejército de rebeldes tardó un poco en unirse y coordinar su próximo movimiento ahora que habían liberado la mitad del país. Las ciudades del oeste fueron las siguientes, pero pronto quedó claro que los jóvenes de Benghazi no serían capaces de iniciar un cambio real a menos que tomaran Trípoli. Aquella sería una tarea complicada incluso para un ejército bien entrenado, ya no hablemos para un variopinto grupo de insurrectos que en su mayoría habían sido ingenieros civiles hasta hacía pocos días. Pero eran constantes y entusiastas, y la gente confiaba en que eso sería suficiente.

Cuando Gaddafi intentó hacerse con unas instalaciones de producción de petróleo a un par de horas al oeste de Benghazi, los jóvenes se dirigieron allí para enfrentarse a las tropas experimentadas y bien armadas del coronel. Con un coraje firme, los rebeldes desafiaron a un déspota que gobernó durante generaciones sin ningún tipo de compromiso. A medida que hordas de rebeldes se dirigían hacia la guerra, pude ver el futuro del país en sus ojos. La gloria de la muerte junto al miedo a ella, y la cruel realidad de que el único camino posible era la guerra. Cientos, si no miles de civiles ya han sido asesinados. Los libios y el resto del mundo no tardaron en llegar a la conclusión de que volverse atrás no era una opción.

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Un joven que no superaba los 17 años hace guardia frente a una base militar bombardeada. Ningún oficial le ordenó hacerlo, llegó aquí de forma voluntaria. Era sólo una pequeña parte de la rebelión más desorganizada del mundo. La gente hacía cualquier cosa que creyese que podía ser de ayuda.

Para los nuevos voluntarios rebeldes, ir a la guerra puede ser una juerga: grandes pistolas, nada de reglas y todas las galletas que quieran. Pronto se convierte en una pesadilla cuando las tropas de Gaddafi empiezan a disparar morteros hacia su posición. Los combatientes eran en su mayoría grupos de amigos, y muchos decían que les guiaba la necesidad de vengar la muerte de sus hermanos.

Los jóvenes y unas pocas tropas de soldados que habían desertado lucharon en la zona oeste durante unos días, hasta que la artillería y las tropas de Gaddafi los hicieron retroceder. Por lo que pude comprobar, el nuevo ejército rebelde pasó mucho tiempo disparando al aire o, siendo optimistas, a lo que ellos creían que era la dirección del enemigo. Era como si aún estuvieran protestando, como si disparar al cielo fuera suficiente para que los partidarios de Gaddafi y los mercenarios se dieran cuenta de la insensatez de sus acciones y así instaurar la paz.

Mientras tanto las bombas seguían cayendo. Los cuerpos jóvenes llenaban los depósitos de cadáveres a lo largo de la autopista de Benghazi. Pero, por cada joven asesinado, otros se alzaban para vengar su muerte. A juzgar por lo que vi, no tenían miedo a morir.

“Tendrá que matar hasta el último de nosotros”, me dijo un rebelde después de hacer unos disparos con el cañón antiaéreo montado en el Toyota Hilux de su amigo. “Estamos luchando por la libertad. Él está luchando por nada”. Entonces, antes de arrancar rápidamente hacia la siguiente escaramuza, hizo una V con los dedos índice y corazón, el gesto que el movimiento ha declarado como su signo de lucha. “Se creen que lo han inventado ellos”, explicó un joven libio-americano que había vuelto para apoyar la revolución. “Se parece mucho al símbolo de la paz, pero significa algo muy diferente. El primer dedo significa victoria, el segundo dedo significa muerte. Es la victoria o la muerte”.

Mujeres rezando por los jovenes caídos en Benghazi. Frustradas por quedarse en casa llorando por los muertos, algunas mujeres han llegado a tomar las armas. Durante el mandato de Gaddafi no podían participar en las oraciones públicas o visitar mezquitas. Ahora están recuperando el tiempo perdido. Y con ganas.