Me preparé para el Apocalipsis en un campamento ‘survivalista’

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El número para creer o no creer

Me preparé para el Apocalipsis en un campamento ‘survivalista’

Vine a aprender algunos trucos para cuando todo salga mal, cosa que tú y yo sabemos que ocurrirá de manera inevitable, justificada y tragicómica, quizá pronto.

Este artículo hace parte de la edición de octubre de VICE.

El más joven grita otra vez en árabe. "¡La ilaha illa Allah!" . Es la profesión de fe musulmana: no hay otro dios más que Alá. Su compañero, que por el tono de voz parece mayor, conserva su mano alrededor de mi nuca. Susurra a mi oído: "Ahora te toca a ti". Luego más fuerte: "¡Conviértete o muere!".

Es 10 de septiembre, está muy temprano y ya hace calor. Estoy en Los Ángeles, sentado con las piernas cruzadas sobre el piso mugroso de una camioneta blanca que pasa por la zona industrial que rodea al aeropuerto internacional de la ciudad. Esposado y descalzo, jadeo para recuperar el aliento mientras que el hombre más grande pone otra funda encima de la que ya tenía atada alrededor del cuello. "Esto será divertido", dice.

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Uno de los otros cuatro hombres que también tienen la cabeza en una bolsa se niega a convertirse, lo cual parece ser una mala decisión. El hombre mayor le ordena a su compañero que lo bote de la camioneta. La puerta trasera se abre, la luz del Sol baña las fundas que me cubren y escucho el viento, el tumulto de otros carros y a los dos hombres riendo. Luego azotan la puerta y todo vuelve a ser oscuro y silencioso.

Llega mi turno y tartamudeo que soy ateo, que es verdad, aunque con ciertas excepciones. Estoy ansioso y estresado, mi cuerpo suda y no pienso con claridad. Ni siquiera me creo a mí mismo. El que habla árabe quiere saber si soy casado y decido no contestar y sólo mostrarle mi mano izquierda para que vea mi dedo anular. Se lo toma como si lo estuviera retando y me golpea; promete que será peor cuando lleguemos al "lugar seguro".

Después de eso me quedo en silencio con la cabeza agachada, pensando en mi respuesta y preguntándome qué ocurriría después. De repente los secuestradores gritan: "¡Misiles!" y el mayor me tira al piso de la camioneta. Nos dirigimos a una parada y la puerta se abre de nuevo. Nuestros captores huyen, azotando la puerta detrás de ellos. En ese momento nos quedamos solos, lo cual resulta inquietante. Al principio no pasa nada, pues nuestra capacidad de respuesta disminuye por la sobrecarga de información y la adrenalina que aún enturbia nuestros sentidos.

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Intento enfocarme en la situación, me quito las fundas de lona de la cabeza y respiro el aire fresco. Ahora me toca trabajar con las esposas: esposas de policía, niqueladas y con doble cerrojo. Tenía dos pinzas de metal de esas que usan las niñas (rosadas con puntitos azules) dentro de las medias y otro par atorado en los boxers. Alcanzo una, le quito la parte de arriba y doblo la barra central hasta que se rompe. Me quedo con una vara delgada de metal. Empiezo con la esposa derecha. Inserto la varita en el espacio entre la punta dentada y la chapa doble, haciendo presión varias veces para que entre un poco más. Luego alzo la muñeca, saco la varita y abro la esposa. En segundos me quito la otra. Miro a los otros y me doy cuenta de que también se liberaron. Nadie dice gran cosa, pero todos nos reímos aliviados y quizá un poco histéricos por lo sencillo que fue hacerlo.

Salimos de la camioneta y entramos a la brillante y profunda quietud de un barrio de Los Ángeles lleno de bodegas y oficinas. A la distancia se oyen hombres hablando en español. Nunca antes había estado aquí. Comenzamos a debatir sobre qué hacer y, mientras dudamos, oigo pasos a la distancia.

—¡Ahí vienen de nuevo! ¡Corran!

Corro.

Dos días antes, Kevin Reeve, fundador y director de onPoint Tactical, se encuentra sentado en una mesa larga de la sala de conferencias de un hotel cerca al aeropuerto, rodeado de su material didáctico: esposas, varios tipos de candados, instrumentos para abrir cerraduras, cinta gris, bandas de sujeción, cuerdas, paqueticos de clips y pinzas de pelo, mangueras y mucho más.

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Yo soy uno de los cinco participantes del curso Escape y Evasión Urbana de onPoint, una práctica de tres días en lo que a Reeve le gusta llamar un "mundo sin Estado de Derecho". La clase incluye dos días de entrenamiento y conferencias y luego, al tercer día, un "ejercicio práctico": un secuestro del que cada alumno debe liberarse.

La razón por la que decidí asistir a la clase de Reeve no fue miedo a ser secuestrado: en realidad siempre camino con mucha confianza entre edificios en construcción, fábricas de esmaltes de uñas y cafés de Brooklyn. Tengo tres hijos, un trabajo inestable y una cara poco atractiva. No tengo gallineros ni imperios informáticos en el garaje. Tendrías que secuestrar a todo el vecindario para juntar el dinero de un rescate. Sin embargo, la ansiedad, esa anticuada y neurótica preocupación que mis progenitores freudianos me enseñaron a amar y odiar al mismo tiempo, me persigue a todos lados. Elige tu preocupación. No importa si es falsa o verdadera, protorracista o extremadamente xenófoba. Probablemente me pondrá el corazón a mil. Y es por esto que ahora estoy aquí con Kevin Reeve en Los Ángeles: vine a calmar mis nervios, a poner a prueba mis conocimientos y a aprender algunos trucos para cuando todo salga mal, cosa que tú y yo sabemos que ocurrirá de manera inevitable, justificada y tragicómica, quizá pronto.

Reeve es un hombre robusto de cincuenta y tantos, con cabello castaño cortado al ras, ojos profundos y un parecido a Clint Eastwood. Sus muñecas, que son como enormes cortes de carne con pelaje café claro, están atadas con bandas de sujeción. "Esto es fácil. Todos ustedes pondrán hacerlo", dice.

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Reeve le quita los cordones a una de sus botas: una cuerda de paracaídas de 550 libras resistente a la tracción. Hálala todo lo que quieras, no se romperá. Se mueve, acomoda la cuerda en el pequeño espacio que hay entre las bandas y sus muñecas, y luego pone los extremos en los orificios de cinco centímetros que tiene sobre la punta de sus zapatos.

"Deben tener mucho cuidado con esto. Cuando cede, sus manos pueden salir disparadas y romperles la cara", dice.

Rápidamente empieza a mover los pies como si pedaleara para cortar la banda con la cuerda. Pasan quizá diez segundos de fricción, luego sale un poco de humo, ese dulce olor a plástico quemado, y la banda cede.

Ilustraciones por Nicholas Gazin.

Reeve es una figura única dentro del pequeño mundo de expertos en escape y evasión. No tiene experiencia militar. Joe Lambert, estrella del programa de Discovery Channel Cacería humana, es un antiguo miembro de las Navy SEAL, las fuerzas especiales de mar, aire y tierra del Ejército de Estados Unidos. Tony Schiena, creador de la serie sobre seguridad y antisecuestros en DVD Not Taken, fue consultor del sector de inteligencia y paramilitarismo de Sudáfrica. Reeve, en cambio, era un scout de clase media que creció en Pasadena, California, hijo de un profesor y una ama de casa. Trabajó en Sillicon Valley en las décadas de los ochenta y noventa para Apple haciendo lo que sea que signifique "desarrollo organizacional" y "coaching ejecutivo". Renunció y pasó de ser un dron corporativo que iba volando hacia el retiro y la muerte por causas naturales, a convertirse en un survivalista y consultor de seguridad reconocido en todo Estados Unidos. Él enseña a policías, soldados, empresarios que viajan al extranjero y periodistas que trabajan en zonas de guerra qué hacer cuando sus vidas se convierten en algo parecido a una película de acción. Junto con Escape Urbano y Evasión, onPoint ofrece clases llamadas "¿Cómo sobrevivir al contacto mortal sin cuidados médicos?". En 2011, Reeve obtuvo su propio programa en The History Channel, Off the Grid: Million Dollar Manhunt. En este los participantes intentaban durar un día completo en Los Ángeles sin que Reeve los atrapara. Ninguno lo logró. "Los Navy SEALS sólo respetan a muy pocas personas", dice Charlie Ebersol, productor ejecutivo del programa y añade: "Además, Kevin es tremendo".

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Ya pasamos por las esposas. A cada alumno se le proporcionó un kit de ocho instrumentos para abrir cerraduras y algunos otros utensilios para hacer presión. Hablamos sobre el método de "moverse y forcejear" para liberarse de una cuerda y posteriormente cubrimos las técnicas para rebanar, apuñalar y atacar con "herramientas diseñadas para penetrar la cavidad corporal". Ahora a cada uno le amarrarán las muñecas con cinta gris y tendrá que liberarse.

Entre mis compañeros se encuentran un experto de efectos visuales para películas, un ejecutivo de una compañía aeroespacial que le vende productos al Ejército, un novelista de Harvard y Dan, un tipo demacrado e intenso que maneja su propio negocio de sobrevivencia en el desierto de California. Dan escucha las clases con atención, interviene a cada rato con sus propias experiencias y devora bolsitas de dulces.

No me cabe duda de que es el peor de la clase. Manoseo las esposas y lucho para atar los agujeros de las botas con la cuerda de paracaídas. Logro abrir una, pero no puedo volver a hacerlo. El contratista rápidamente siente la necesidad de alinear las cerraduras y el tipo de efectos especiales dice que suele llevar un par de esposas a los bares para impresionar a las chicas (no sé qué tan exitoso sea esto). El novelista se mueve y forcejea con éxito. Y Dan, bueno, Dan es bueno en todo.

Reeve enrolla la cinta cuidadosamente alrededor de mis muñecas. De cerca es muy amable. No me queda claro si se comporta así porque cobra 795 dólares por curso o porque le recuerdo al ordinario individuo que solía ser. Reeve exuda autoridad masculina convencional, sabe cosas que los hombres de antes sabían y que los de ahora a menudo no saben. Y además está dispuesto a compartir ese conocimiento. "Tú puedes", dice. "Sé que puedes", sonríe un poco, "pero va a doler".

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Respiro profundamente un par de veces, alzo mis muñecas hacia el techo y las bajo con fuerza hacia mi torso. El aire sale de mis pulmones y jadeo, siento una sensación de calor en la nuca y aprieto los dientes por el dolor del golpe. Me miro las muñecas: la cinta está partida por la mitad.

"Bien", dice Reeve, "una vez es suficiente. Intenta de la otra forma".

Camino a la puerta del baño y empiezo a frotar los bordes raídos de la cinta con el marco. La cinta cede casi al instante. Por mi mente pasan imágenes de todas las películas de espías y gángsters que he visto, así como todos los thrillers de acción en que los malos meten a la víctima amarrada con cinta al baúl de un carro. Como dice Reeve: "Vencí" a la cinta. "Déjame ver ese candado", digo sin dirigirme a nadie en particular.

El instructor asistente es Jerry Cobb, un veterano de los Boinas Verdes desde hace 22 años; un tipo alto y brusco con la cabeza rapada y una barba gris protuberante. Se viste como obrero y usa botas mineras. Igual que Reeve, es mormón y vive a las afueras de St. George, Utah, en una casa preparada contra cualquier tipo de desastre. Un exalumno que fue a la casa de Cobb me dijo que tenía contenedores de agua de pared a pared y una reserva de lentejas por si había una emergencia. Cobb dice que en sus "días de estúpido" tuvo una amplia experiencia de combate. "Puedes preguntarle los detalles", dice Reeve, "pero es casi seguro que no te los dará".

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A pesar de ser arisco y tener una figura imponente, Cobb tiene un excelente y necesario humor. Los dos días de clases se sienta detrás de nosotros con las piernas sobre una silla de oficina. Se duerme a menudo, y se despierta en momentos estratégicos para puntualizar las instrucciones de Reeve. "Cuando estábamos en combate me la pasaba cagándome en los pantalones", dice durante una discusión sobre el miedo en la guerra. "No puedo contarles cuántas veces". Y sobre un potencial ataque del Estado Islámico en Los Ángeles, dice: "Yo les digo vengan. Muestren lo que tienen". Luego de eso, vuelve a dormir.

Lo que más le emociona a Cobb no son los extranjeros hostiles, sino sus contrapartes en Estados Unidos. Sus opiniones sobre las pandillas callejeras urbanas bien podrían haber salido del discurso de "¿saben contar?" de The Warriors. "Muchos de estos chicos tienen experiencia militar formal", dice, "se la llevan a casa y entrenan a sus compañeros". (Dan asiente y en algún punto me dice que le decepciona la locación del ejercicio de secuestro —playas como Marina del Rey, Venice y Santa Mónica—, pues a él le habría gustado más probarse con las "raticas" de la ciudad).

Reeve proyecta un mapa en la pared que muestra los límites raciales de una de las ciudades estadounidenses más importantes: rosado para los blancos, azul para los afroamericanos, verde para los asiáticos, beige para los hispanos y gris para los "otros". El mapa ilustra una situación que la mayoría de nosotros preferiría pensar inexistente: segregación extrema, cada comunidad instalada dentro de su propia región monocromática.

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Reeve nos pide que nos imaginemos una situación de estado sin derecho. Podría ser en Nueva Orleans, donde trabajó como consultor de seguridad a raíz de los huracanes Iván y Gustav. Nueva Orleans, dice, es donde, después de Katrina, más de 600 personas murieron por armas de fuego. Yo creo que esta cifra es infundada. Cuando le pregunto de dónde la sacó, contesta que fue de un policía de Nueva Orleans, uno de los que, dice (de nuevo torciendo la verdad), abandonaron sus puestos durante la inundación para "irse a cuidar a sus familias".

Según Reeve, los desastres provocan patrones de comportamiento. La "fase de cooperación" se caracteriza por el sentido de hermandad y asistencia mutua tras un desastre y dura 24 horas. Compartimos comida, energía y agua; apapachamos a los hijos de otros. Sin embargo, en el segundo y tercer día, la cooperación se va desvaneciendo al tiempo que la conciencia sobre la escasez de recursos se apodera de las mentes. La electricidad aún no regresa, los bienes enlatados disminuyen, ya no hay curitas. Si para el tercer día la ayuda no ha llegado, caemos en el tribalismo. "Todos estamos a nueve comidas de la anarquía", dice Reeve.

En las áreas urbanas más grandes, advierte, el tribalismo se adhiere a estrictos códigos raciales. Cuando empieza un estado sin derecho debemos hacer lo necesario para regresar a nuestro propio color. "No estoy abogando por nada", dice, "simplemente es la realidad".

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Mis compañeros y yo —residentes en términos de raza de los sectores rosados del mapa— nos desplazamos incómodos con nuestras sillas. El tono de la clase cambia. Ya no se basa en las virtudes de la autosuficiencia, estamos a la deriva en los turbulentos mares de la paranoia y la ansiedad del hombre blanco. Las cosas vuelven a la normalidad —como siempre pasa con los hombres— cuando tomamos un descanso para almorzar.

La cacería humana empieza el tercer día. Reeve nos advirtió de los misiles y de la oportunidad para escapar. Esa tarde tendremos hasta las 4:00 p.m. para llegar a un "punto de extracción". Los cazadores, que pueden incluir a Reeve, a sus instructores asistentes y a varios exalumnos, estarán detrás de nosotros. Reeve no dice exactamente qué pasará si nos atrapan, pero hay algunas insinuaciones de que seríamos encadenados a una reja en un lugar remoto o de que enfrentaríamos un encuentro cercano con una pistola falsa. Para complicar más las cosas, debemos enfrentar varios desafíos relacionados con una situación de estado sin derecho, desde abrir una cerradura en un lugar público hasta pedirle dinero a un extraño. Después de cada tarea podemos mandarle un mensaje a Reeve para que nos diga cuál es el siguiente paso para sobrevivir (está prohibido usar el celular para cualquier otro fin).

Sin embargo, lo único que sé hasta ahora es que debo dirigirme al norte en dirección a un extraño paisaje urbano de Los Ángeles: dos canales atravesados por una pequeña península y, detrás, un lúgubre pantano en expansión —el Ballona Wetlands—, custodiado por varios grumos de salicornia y salpicado con flores silvestres.

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Camino por un pasillo con rejas a los lados que corre a lo largo de uno de los canales y de repente me detengo. A unos metros, en una parte del sendero obstruido por un árbol, puedo ver la silueta de un hombre. Está de espaldas y se recuesta tranquilamente al lado de un edificio. Me escondo detrás de algunos arbustos. Podría tratarse de un cazador al acecho. Después de un rato se da la vuelta, le da una última calada a su cigarrillo y entra al edificio. Falsa alarma. Me siento como un idiota, pero es que no sé cuántos cazadores haya empleado Reeve ni dónde estarán. Cualquiera podría ser hostil. Quiero escaparme, lo deseo mucho más de lo que esperaba. Puede que esto sea sólo un juego, pero si me volvieran a capturar sería un error doloroso y casi existencial. No estás destinado a ser libre.

Del otro lado del canal diviso dos figuras paradas frente a lo que parece ser un túnel que pasa por el terraplén de una autopista elevada: una ruta protegida hacia el norte. Me apresuro hacia el camino y busco una manera de cruzar el agua.

"No, amigo, yo de ti no me metía ahí. Es una alcantarilla", el hombre está lleno de tatuajes y músculos; se ve rudo y divertido al mismo tiempo. La mujer que está con él se aleja cuando yo me acerco y se dirige a los confines más lejanos de la península. Una trabajadora sexual y un cliente malhumorado, seguramente, pero no estoy en posición de preguntarles. Me mantengo en movimiento. El piso está lleno de desechos: pedazos de cemento, varillas, latas de cerveza, envolturas de comida, condones y bolsitas de drogas. Los desastres y el peligro nos empujan a la periferia de la sociedad, donde los subproductos de nuestras comodidades diarias se vuelven obsoletos. Esta es una lección involuntaria del curso.

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Al final del terreno llego a una choza pobre pero bastante elaborada. Alguien creó un refugio aquí con la ayuda de varas de construcción, marcos de bicicleta, cajas de cartón y carritos de supermercado. Todo está cubierto con telas de nylon azul. Del techo sale una antena de televisión y puedo escuchar el ruido de un generador de gas: tienen electricidad. Dos chihuahuas salen para alarmar sobre mi llegada. Les hago ruiditos amigables hasta que la mujer del túnel aparece seguida de un compañero que se ve cansado. Me dicen cómo cruzar el pantano, les agradezco y me retiro.

Llego al Starbucks alrededor del mediodía con los pies adoloridos, todo sudado y alerta por tanto haber estado merodeado en calles y callejones detrás de edificios para mantenerme siempre adelante de los cazadores. Tengo un disfraz: shorts azules, una camiseta manga sisa de un equipo de baloncesto, una gorra roja de beisbol ladeada y chanclas, un ajuar que compré en un supermercado la noche anterior, junto con unas gafas baratas, por razones ahora desconocidas para mí, en una tienda de disfraces. Reeve nos dio instrucciones de llevar lo necesario: ropa, cuñas, mi kit para abrir candados y un poco de agua, así como una posible ruta de escape (Reeve tiene sus propios guardaditos, como armas y otras cosas, dentro y alrededor de su casa de St. George, California. "Es divertido encontrar buenos escondites. Los vagabundos lo hacen siempre", suele decir). Cuando salgo del pantano, me muevo rápidamente para reclamar mis pertenencias, que escondí la noche anterior bajo unos arbustos.

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Los cazadores, como explicó Reeve en sus clases, tienen fotos de sus víctimas. Mientras más podamos alterar nuestra apariencia, más oportunidades tendremos de evitar ser capturados. Habló sobre el "punto de comparación" de los entornos. "Esto significa el ruido, actividad y rapidez de un vecindario en particular", dijo. Si están en sintonía con el punto de comparación, entonces serán invisibles. "Describió una amplia variedad de disfraces y mi favorito fue el del hombre gris". Complexión media, ropa promedio, conducta promedio: el hombre gris no es excepcional, y por tanto, es invisible. "Ninguno de ustedes ha visto a un hombre gris", dijo. Si lo hubieran visto, entonces no sería gris. (Cobb afirmó: "¿Vieron cómo no hablamos de mujeres gris? A todas las mujeres al menos un hombre le ha visto las tetas"). Reeve dijo que yo podría pasar por hombre gris. "Tu energía es tan retraída, tan disminuida…". Creo que fue un cumplido.

Estoy agachado detrás del basurero de un restaurante frente al café, al lado del experto en efectos visuales y del tipo de la compañía aeroespacial. Debemos encontrarnos con un "guerrillero" que nos dará información esencial. Reeve nos dio una frase código: "Hace frío, ¿no?" a la que el guerrillero contestará: "No para ser invierno" (Estamos casi a 30 °C). Me molesta lo artificial de la escena. Un elemento clave en el secuestro, al menos para mí, es el alto nivel de estrés, el miedo y la dificultad. Para lograr eso debo dejar de lado mi incredulidad y comprar la ficción. Después de todo, en realidad no fui secuestrado en un país extraño y no estoy luchando por mi vida. Mantener esa ficción se vuelve todo un desafío cuando hablas de tonterías con un extraño dentro de una franquicia nacional de cafés. Me recuerdo a mí mismo que debo dejar de ser escritor y seguir la corriente.

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Un cazador inteligente, comentamos, ya estaría en este sitio (ellos saben hacia dónde nos dirigimos) y simplemente nos aprehendería al llegar. Me ofrezco para entrar solo. De esa forma, si la amenaza es real, sólo uno de nosotros será capturado (no esperes un héroe… a menos que ése seas tú).

"Denme 20 minutos", digo. "Si no regreso, asuman que me atraparon".

Lo único que sé del guerrillero es que es un hombre con sombrero negro. Pero resulta que los empleados de este Starbucks usan dicho accesorio en la cabeza, tal como lo hacen uno o dos guionistas en potencia pegados a sus laptops y sorbiendo sus frapuccinos. Intento con uno de los que atienden.

"Hace frío, ¿no?", digo. No contesta. Se me queda viendo. Lo intento de nuevo, repitiendo la misma frase. Otra mirada incómoda. Tal vez un poco de tensión en los músculos del cuello. ¿Una mirada hacia las cámaras de seguridad? No, no es él.

Doy unos pasos hacia atrás y veo a un joven panzón con ojos de insecto viéndome desde las mesas. Tiene una gorra de beisbol azul marino. El guerrillero. Con el sombrero equivocado.

"Es para despistarte. Quería ver cómo reaccionabas", dice. Irritado es como reacciono. Le pido un trago de su agua con hielo, lo cual parece molestarle. Me dice que en el café debo completar una tarea de "ingeniería social". Reeve nos habló de esto. Parte de cualquier escape, dice, incluirá persuadir a terceros de que te ayuden a menudo en contra de sus propios intereses. Sin embargo, la prueba del guerrillero sólo sirve para traerme de vuelta a la ficción. Persuadir a alguien de que me dé la clave del baño. Otro mesero amigable me lo da. Voy a mear y regreso a donde está el guerrillero.

Me pregunta si sé algo de los otros dos y decido llevar a cabo mi propio intento de ingeniería social. Le digo que uno se lastimó el tobillo durante el escape y que está esperando en una "locación segura". ¿Nos dará un poco de dinero para los autobuses? Se niega, aunque se ve preocupado.

"Llamaré a Kevin", dice. "Él vendrá por él".

"Ni te molestes", respondo, tal vez un poco agresivo. "Te mentí. Sólo quería saber si me darías algo".

Me paro y salgo del lugar.

El punto de extracción resulta ser una pizzería con manteles rojos en el malecón de Santa Mónica. Llego casi al final de la tarde, como mis compañeros, quienes también han abierto cerraduras, han pedido dinero a extraños, han tenido problemas por identificaciones falsas, han caminado muchos kilómetros y han dicho otras frases estúpidas (pregunta: "¿Cuál es el néctar de los dioses?" Respuesta: "La Coca-Cola").

Ninguno fue atrapado, cosa que para mí es tanto un alivio personal como una ligera decepción. Mi éxito habría sido validado si alguien más hubiera caído (habría terminado como un héroe). Reeve tiene un breve interrogatorio con Cobb y los otros dos cazadores del día acompañado de pizza y cerveza. Bryce, el más joven de los tipos de la camioneta (Cobb era el otro) trabajó en la marina y es veterano de Irak. Él me dice que mi conducta en la camioneta fue agresiva. "Le hablé de ti a Cobb y me dijo: 'Es de Nueva York'". Rafael, el otro cazador, era además el guerrillero. Está empezando su propia compañía de seguridad en Houston y vino aquí para cazar y para tomar otra clase de Reeve. Hablamos de lo ocurrido en el Starbucks y dice que pudo ver mis intenciones. "Intentó hacerme un experimento de ingeniería social", le dice a los otros con una pequeña risa. "No funcionó" (esto es basura, claro que se la creyó).

El agotamiento del día nos pasa factura. Estoy física y mentalmente exhausto. Al mismo tiempo, sigo estando atento e hiperalerta, pues examino el cuarto buscando las entradas y salidas. No es fácil salir de la rutina escape y evasión. Esa misma noche paseo en mi hotel abriendo las esposas y tratando de mejorar mis técnicas para forzar candados.

La mañana del 11 de septiembre vuelo de regreso a casa. En los aeropuertos sigue siendo un día sombrío. Experimento cierto malestar en los puntos de revisión, pues traigo mis esposas y mi kit para cerraduras. Sin embargo, todo sale bien. Al parecer, aun en esta era tan controlada, es legal viajar con dispositivos para realizar robos. Me uno a las filas de gente que avanzan cansadas al escáner. Los guardias ladran sus repetitivas órdenes sobre los calcetines, cinturones y botellas de agua. Estoy calmado, pero atento, con un poco de adrenalina. Camino, incluso lentamente, pasando frente al agente federal para recoger mis maletas. Logré pasar dos cuñas en mis calcetines bajo los dedos de los pies. No espero que me esposen a medio vuelo, pero el futuro es impredecible. Si algo ocurre, la única ayuda que necesitaré será la mía.