Drogas

¿Qué enseña la construcción de un inodoro en una favela?

La perspectiva de reducción de daños está mutando del terreno de la salud pública al del desarrollo comunitario y la inclusión social bajo la consigna de derecho a la ciudad.
Favela Brasil
Foto vía Redes da Maré.

En 2021 se cumplirán 50 años desde que Richard Nixon declaró su política de tolerancia cero con las sustancias psicoactivas (SPA) en Estado Unidos. Desde entonces, la guerra contra las drogas ha dado lugar en distintas regiones del planeta, especialmente en Latinoamérica, a un ciclo absurdo de “adicción punitiva”: poderes públicos cada vez más severos que ante el escaso efecto del castigo promulgan nuevas políticas de mano dura.

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Para ilustrar esta situación, basta con revisar cómo las condenas han aumentado a lo largo de los años en los distintos países. Según el centro de estudios jurídicos y sociales Dejusticia: en la década de 1950 en Colombia, por ejemplo, el delito de tráfico de estupefacientes acarreaba cinco años de prisión; en los ochenta —década de oro de los carteles— la pena era de 12 años. Actualmente la pena máxima es de treinta años. En Latinoamérica se castiga con mayor severidad el tráfico o la producción de SPA que la violación sexual.

La evidencia, tras medio siglo de guerra contra las drogas, demuestra que el enfoque punitivo sólo ha redundado en una exacerbación de las desigualdades sociales y una criminalización sobre territorios y poblaciones históricamente excluidas (y no sólo de usuarios de drogas).

El principal síntoma de esta adicción punitiva son las políticas de mano dura que buscan, más que mitigar el uso problemático de SPA, vigilar, controlar y castigar a poblaciones y sujetos percibidos como peligrosos y criminales bajo el viejo modelo de las ventanas rotas.

Como lo exponen Marc Krupanski y Sarah Evans, investigadores de Open Society Foundations, en un reciente artículo publicado en la revista Projections del Departamento de Estudios y Planeación Urbana del MIT: “los patrones de aplicación de la ley están moldeados e influenciados no solo por el estigma del uso de drogas, sino también por las confluencias en un espacio específico de clase, raza y otros factores que influyen en cómo se ejerce y se percibe el estigma”.

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A partir de un estado del arte sobre el campo de la reducción de daños y distintas experiencias latinoamericanas, Evans y Krupanski proponen una mutación de este enfoque que supere las tradicionales intervenciones técnicas que buscan controlar enfermedades (como el suministro de jeringas y medicamentos) y que enfatice en las particularidades del territorio, el desarrollo comunitario (el poder político colectivo) y el derecho a la ciudad de cada uno de sus miembros (incluidos los usuarios de SPA).

Desarrollo de mano dura

La guerra contra las drogas se ha convertido en el pretexto predilecto de los gobiernos latinoamericanos para impulsar el “desarrollo urbano” basado en la gentrificación y la seguridad, lo que sugiere una disputa por el espacio.

Según los investigadores de Open Society, esta disputa se presenta de dos formas que cumplen el mismo fin: por un lado está la “limpieza” de ciertos vecindarios que busca desplazar a personas percibidas como indeseables con el propósito de gentrificar los centros urbanos. Por el otro, la invasión de barrios informales de la periferia de la ciudad para marginar aún más a las comunidades de los servicios que ofrece la ciudad.

En el primer tipo de disputas se ubica la intervención del Bronx en 2016 en el centro de Bogotá, Colombia, que repitió la retórica de la “recuperación” que había funcionado en el antecedente de El Cartucho a principios de los 2000. En el segundo tipo están los casos de la Comuna 13 en Medellín y la serie de operaciones militares que enfrentaron sus habitantes durante 2002; y el Complexo da Maré en Río de Janeiro, que fue ocupado militarmente con el pretexto de garantizar la “paz social” durante la Copa Mundial de Brasil 2014 y continúa siendo intervenido regularmente hasta la actualidad.

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Foto por Rosilene Miliotti - Redes da Maré 1.jpg

Foto vía Redes da Maré.

“Lo que cada intervención tiene en común es que la etiqueta de ‘barrio plagado de drogas’ funciona para justificar la criminalización del espacio y de cualquiera que se encuentre dentro de él”, explican los investigadores. “La aplicación de mano dura, a su vez, interfiere con los programas sociales y de salud que mejorarían la capacidad de todos los residentes para permanecer y prosperar en sus vecindarios, no solo los programas que sirven a personas consumidoras de drogas”.

En Río, el Observatorio de Favelas y la Asociación de Redes para el Desarrollo de Maré (Redes da Maré), ambas organizaciones de base comunitaria, han constatado cómo la guerra contra las drogas impacta negativamente a los habitantes de esta zona al norte de la ciudad. En 2016, los servicios públicos fueron suspendidos durante 20 días a causa de las intervenciones militares. En 2017, fueron 45 días de hospitales cerrados y cerca de 170 escuelas se vieron afectadas.

La antigua tesis de que el Estado está ausente pierde fuerza frente a la idea de que existe una presencia diferencial de acuerdo a los territorios y sus habitantes, con políticas arbitrarias basadas en la raza, la clase, el género y otros sistemas de opresión. Un Estado omisivo en la educación, la salud, los servicios públicos y el desarrollo comunitario; pero presente en la militarización y el uso desmedido de la fuerza.

El presidente Jair Bolsonaro ha repetido en distintas ocasiones el refrán “el delincuente bueno es el delincuente muerto”; lo que no sólo ha legitimado la estigmatización mortal para las personas involucradas en la cadena del narcotráfico (los consumidores y campesinos productores en el eslabón más debil), sino que también ha redundado en una serie de políticas que amplían el margen de abuso y extralimitación por parte de agentes de la fuerza pública en la comunidades marginadas. En 2019, las muertes en Río aumentaron a cuatro por día.

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Estrategias locales para problemas globales

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Foto vía Redes da Maré.

Uno de los principios fundamentales de la reducción de daños es no exigir la abstinencia como condición para acceder a los programas y servicios de las organizaciones bajo el entendimiento de que el uso problemático de drogas es simplemente el síntoma de afecciones más silenciadas: el prejuicio, la vulnerabilidad social y la pobreza.

Pero para comprender esto se requiere de una aproximación y una construcción de estrategias nacidas en la comunidad. En 2015, Redes da Maré realizó un acercamiento a las personas habitantes de calle de la favela, específicamente aquellas que vivían en la calle Farnese. El promedio de edad en aquella calle, como lo recoge el artículo del MIT, es de 31 años: el 30% son personas negras, 53% mestizos, 25% blancos y 2% indígenas. La mayoría con un nivel educativo inferior al bachillerato, el 25% llevaba más de seis años en la calle y el 76% más de un año. Casi todos de barrios pobres de Río de Janeiro. La tasa de mortalidad es siete veces mayor entre esta población que en el resto de la ciudad.

En 2016, tras dicho acercamiento, Redes da Maré construyó junto a la comunidad de la calle Farnese un inodoro público para los habitantes de calle. La experiencia llevó a tensas negociaciones entre miembros de la comunidad, los grupos criminales que controlan el territorio y las instituciones del gobierno.

“La construcción de un baño en una favela habitada por personas que consumen drogas se ha convertido en un símbolo de la reducción de la violencia en la zona”, explica una de las coordinadoras del proyecto a los investigadores, “símbolo de negociaciones con líderes criminales; es un reconocimiento del derecho a los servicios básicos de las personas consumidoras de drogas, y un paso hacia la aceptación de ellos como vecinos, por parte de otros residentes de la favela”.

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Detrás de algo tan simple como el acceso a un baño público, se esconde una serie de violencias que son invisibles para el ciudadano de primera categoría. Existen barreras invisibles más allá de las impuestas por los grupos criminales.

En Colombia, por ejemplo, la ONG Temblores en su informe Algo huele mal de 2019, reseña a la policía como el principal agresor de las personas habitantes de calle en Colombia. Temblores se mueve entre las poblaciones bogotanas de habitantes de calle, LGBTIQ+, personas en ejercicio del trabajo sexual, usuarios de drogas y víctimas de violencia policial.

Sólo en 2018, la ONG rastreó 313 asesinatos de habitantes de calle en el país, sin que existan datos sobre agresores. Sin embargo, el informe resalta que de 220 violencias físicas cometidas contra esta población en 2018, el mayor agresor identificado (44 casos de violencia física) es la fuerza pública.

Algo que destaca Temblores es que la ausencia de baños públicos es un motor de violencias policiales contra las personas habitantes de calle. Durante 2018, 12 de ellos fueron asesinados mientras realizaban “actividades vitales o relacionadas con el cuidado personal” (alimentarse, dormir, orinar, defecar o bañarse). En contraste, sólo en Bogotá, existen 7.42 baterías sanitarias por cada 100.000 habitantes a los que difícilmente, debido a las dinámicas de discriminación y prejuicio social, un habitante de calle puede acceder (sobre todo cuando se trata de espacios privados abiertos al público como los centros comerciales).

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Por esta razón, en septiembre de 2019, la ONG se decidió por el litigio estratégico para intentar cambiar esta realidad, y demandó ante la Corte Constitucional el artículo 140 (numeral 11) del Código de Policía que permite la imposición de la multa más alta de dicha ley por realizar necesidades fisiológicas en el espacio público.

¿Qué tienen en común ambas estrategias? Que están construidas desde los actores y comunidades involucradas y no desde una política global, como en el caso de la guerra contra las drogas.

“Este enfoque se caracteriza por grupos que utilizan estrategias de resistencia y cohesión social que intentan abordar las consecuencias de la guerra contra las drogas y cuestionan las demandas del Estado de vigilar y organizar los barrios urbanos pobres”, explican los investigadores Evans y Krupanski. “Los servicios locales se basan en el principio de solidaridad entre organizaciones e individuos para ofrecer estrategias creativas para resistir la violencia y la marginación a nivel de vecindario, y aseguran que este reclamo incluye expresamente a los usuarios de drogas como miembros legítimos de la comunidad”.

Ambas estrategias reclaman lo mismo que los movimientos sociales de personas en situación de discapacidad vienen exigiendo desde hace un tiempo: nada sobre nosotros sin nosotros. Lo que reconoce una agencia de los actores involucrados para reclamar un derecho que los Estados, sobre todo aquellos con gobiernos autoritarios, podrán contener difícilmente en una ley: el derecho a la ciudad. Como explican Evans y Krupanski:

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“El derecho a la ciudad se basa en la acción y la disidencia de aquellos residentes considerados marginales, socialmente excluidos, a los que se les niega la ciudadanía activa o, simplemente, oprimidos […] Esta acción no solo representa una estrategia de derechos, sino una estrategia de supervivencia individual y colectiva”.

Las ciudades, desde sus distintos territorios y actores, se convierten así en un laboratorio para mitigar, con estrategias cada vez más inclusivas y creativas, la adicción punitiva de los gobiernos heredada de la fracasada guerra contra las drogas.

Convergencias

Entre el 23 de noviembre y el 11 de diciembre, Marc Krupanski y Sarah Evans, Temblores ONG y Redes da Maré se darán cita en Transeuntes Disidentes: Segundo Encuentro Latinoamericano de Derecho a la Ciudad, organizado por el Centro de Pensamiento y Acción para la Transición (CPAT) con el apoyo de Open Society Foundations.

El encuentro contará con distintos espacios abiertos al público y páneles con expertos como Raquel Rolnik, Natasha Neri, Karim Carneiro, entre otros.

Conoce la programación y conéctate al evento a través de las siguientes redes:

Twitter: @TranseDisidente

Facebook: /TranseDisidentes

*Este artículo contiene insumos y referencias de la monografía A Right to the City? Harm Reduction as Urban Community Development and Social Inclusion escrito por Sarah Evans y Marc Krupanski para Projections, la revista del Departamento de Estudios y Planeación Urbana del MIT.