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Alcohol

Comprobé si era verdad que el alcohol refuerza la memoria

Y lo hago con la lista de los Reyes Godos.
Ana Iris y Agila

La primera vez que amanecí junto a mi novio, después de una noche de fiesta, me asusté de que hubiera un tío barbudo en bolas entre mis sábanas. Pertenezco a esa clase de personas cuyo cerebro deja de almacenar recuerdos con la primera cerveza, y las mañanas que siguen a noches de farra significan para mí despertarme con moratones de golpes que no recuerdo haberme dado, purpurina que no recuerdo haberme echado y respuestas a notas de voz que no recuerdo haber mandado. El alcohol es una goma de Milán que hace desaparecer incluso los momentos previos a la cogorza para mi cerebro.

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Pero leo en la revista Nature que un experimento de la universidad británica de Exeter concluyó en que las bebidas espirituosas ingeridas en gran cantidad hacen que las cosas aprendidas se fijen con más fuerza en nuestra memoria y decido desafiar a la ciencia.

Hago acopio de litronas para comprobar si el alcohol refuerza la memoria. Imagen por la autora

Soy consciente de que replicar el experimento sin más observadores que mis colegas y con dos litronas y unos tercios como únicas herremientas es echar por tierra el método científico, pero me da igual.

También soy consciente de que soy la peor persona del mundo para comprobar la veracidad de esta investigación, por mis lagunas y por mi pésima capacidad de almacenar datos, esté borracha o no, así que tengo que hacerlo.

Para conservar una migaja de rigor y, sobre todo, para justificarle a las tres personas que viven conmigo el por qué de doblarme dos litros de zumo de cebada un miércoles, repaso varias veces el texto en el que la Universidad de Exeter expone su método y sus conclusiones.

La gente que había bebido tras el experimento de memoria y estaba de resaca presentó mejores resultados que la que se había mantenido sobria

El experimento consistió en reunir a casi 90 personas adultas a las que les repitieron 36 veces 24 palabras y preguntarles de cuántas se acordaban después. Para aumentar la dificultad, algunas de ellas presentaban letras añadidas o estaban mal escritas.

Tras esto, dividieron al grupo: unos se pillaron una melopea considerable y los otros se mantuvieron sobrios. Cuando el primer grupo ya no acertaba a encajar una llave en una cerradura a la primera, tres horas después de separarse, se les hizo una segunda prueba: se proyectaron más de 100 imágenes que, tanto los achispados como los serenos tenían que calificar como de interior o de exterior. Después, les volvieron a poner fotografías y tuvieron que decir si eran del grupo anterior o nuevas.

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Con el primer experimento, el resultado fue que los que no habían bebido acertaban menos palabras que la noche anterior.

Al día siguiente volvieron a someter al grupo a ambos ensayos. Con el primer experimento, el resultado fue que los que no habían bebido acertaban menos palabras que la noche anterior. Los resacosos, en cambio, tuvieron mejores resultados que la primera vez que realizaron la prueba, antes de emborracharse.

En el segundo ensayo, con el juego de las imágenes, era de esperar que los beodos presentaran lagunas, ya que se las habían hecho memorizar cuando iban piripis, pero sus resultados fueron prácticamente iguales que los de los sobrios.

Exeter no fue más allá: lanzó la hipótesis de que la razón de la diferencia de memoria era el alcohol y se puso a otra cosa. Pero yo sí que quiero dar un paso más: voy a replicar el experimento y voy a hacerlo con algo que jamás he conseguido memorizar: la lista de los Reyes Godos.

Pongo a prueba la veracidad de la hipótesis sin un ápice de rigor científico pero con muchas ganas: me intento aprender la lista de los Reyes Godos y me bebo unos litros de cerveza

Si hace décadas —espero— que nadie obliga a un niño a aprenderse la lista de los Reyes Godos es por algo: memorizarla es inútil e infumable a partes iguales. Cuando llego a casa y le cuento a uno de mis compañeros de piso el experimento que voy a llevar a cabo esa tarde y el por qué de las dos litronas que llevo conmigo, me da un consejo: que le ponga el tono de una canción del Coleta en la que menciona una retahíla de delincuentes de los 80 y cambie a Laureano Oubiña, Sito Miñanco o Juan José Moreno Cuenca por Theudiselo, Atanagildo o Leovigildo.

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Me río, googleo "Lista completa de Reyes Godos" e intento memorizar los 20 nombres del grupo de los del reino visigodo-católico, que he elegido para esta primera prueba, con el soniquete del temazo del Coleta. Cuando mi compi de piso me examina y me pregunta que cuántos recuerdo, me sé 6 de 20.

Alarico, uno de los nombres que tuve que aprenderme. Imagen vía Jusepe Leonardo

A las 7 abro la primera de las dos litronas que he comprado. He quedado a las 9 para tomar cañas con tres colegas, pero tengo que ir calentando para que mi ingesta de alcohol sea representativa: el experimento no funciona con dos cervecitas, así que abro Youtube y veo vídeos de mierda mientras bebo sola.

No suelo tomarme más de una caña entre semana y apenas salgo de fiesta, así que me achispo con el segundo vaso. Incluso me río con un vídeo de Cremades que me salta en Facebook, algo que mi yo sobria no se permitiría. Cuando llego a la terraza en la que he quedado con mis amigos, me preguntan que por qué estoy tan contenta.

Acertar más que el día anterior me reconciliaría con mi resaca: al menos las cervezas de ayer habrían tenido sentido

Cinco tercios de Mahou y tres horas después vuelvo a casa y el bar de pitas de la esquina de mi calle tiene todo al 50% porque son las doce y algo y están cerrando. Me pido dos bocatas y pagar solo cuatro euros por ellos me hace sentir como si estuviera tributando en Panamá. Fuck the system.

Me como uno de ellos mirando los Stories de Instagram en la cocina y me voy a la cama luchando conmigo misma para no hacer trampa y mirar la maldita lista de Reyes Godos. Cuando me despierto, seis horas más tarde, repito mientras me ducho los pocos nombres de los que me acuerdo. Sólo estoy segura de saberme los tres que me hicieron gracia: Witerico porque tiene nombre de ETS, Suhintila porque parece el nickname de una choni de los 2000 en el Messenger y Rodrigo porque era el único que ha llegado hasta nuestros días (el nombre, me refiero). La mnemotecnia, esa maravilla.

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Sólo estoy segura de saberme los tres que me hicieron gracia: Witerico porque tiene nombre de ETS, Suhintila porque parece el nickname de una choni de los 2000 en el Messenger y Rodrigo porque era el único que ha llegado hasta nuestros días (el nombre, me refiero)

Salgo de casa, avanzo 100 metros y me doy cuenta de que me he dejado el móvil. Confirmo lo que el ligero dolor de cabeza y la pesadez de mis párpados me estaban haciendo sospechar: tengo resaca y va a ser jodido lidiar con ella. Si no estoy acostumbrada a sufrirla los domingos, convivir con ella un jueves va a ser un triunfo mayor que acordarme de más de tres reyes godos en mi prueba de hoy.

En cuanto llego a la oficina cojo un cuaderno y escribo los tres nombres de los que estoy segura —el de la ETS, el de la choni y Rodrigo. Pienso un poco más y se me ocurren otros tres que no sé si me estoy inventando o no. Pienso muy fuerte y escribo un séptimo.

Googleo de nuevo la lista para comprobar si he acertado. Estoy nerviosa. Quiero darle la razón a Exeter. Su hipótesis es bonita, joder. Que el alcohol sirva para recordar y olvidar, según como sea empleado. Además, si los siete nombres que tengo apuntados en mi cuaderno son correctos, me importaría menos el dolor de cabeza: las cervezas de ayer habrían tenido sentido.

Compruebo la lista. He fallado uno: el séptimo que he escrito no era correcto, aunque se parecía fonéticamente a uno de los nombres reales. He acertado exactamente los mismos que ayer. No he recordado más, como decía el estudio que les pasaba a los resacosos, pero tampoco he acertado menos, como afirmaba que ocurría con los que no bebían. Me dabato entre pasarle el recibo de esta resaca a Exeter o intentarlo de nuevo esta noche.