barco de Greenpeace en Antártida
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Medio Ambiente

La batalla para salvar a los océanos de una amenaza invisible

Acompañamos a Greenpeace en alta mar al final de su proyecto de un año para eliminar una grave amenaza de nuestros océanos

Apiñados alrededor de una mesa en una oficina marítima improvisada, un equipo de investigadores, activistas y técnicos observan con detenimiento una pequeña pantalla de televisión.

Mientras Sophie Cooke informa al grupo —integrado por gente de China, Rusia, Turquía, México y Reino Unido— de nuestra misión, de vez en cuando tenemos que agarrarnos a una estantería cuando una ola furiosa arremete contra el barco.

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Desde hace semanas, a bordo del MV Esperanza de Greenpeace, Cooke ha estado rastreando navíos que entraban y salían de las aguas que rodean las Órcadas del Sur, un grupo de islas en este remoto rincón de la Antártida.

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Desde el Esperanza en el pasaje de Drake, la investigadora principal Sophie Cook rastrea un barco frigorífico en el océano austral que se dirige hacia las orcadas.

Acompaño a Greenpeace en el tramo final de un proyecto de un año de duración que ha llevado a la organización desde el Polo Norte al Polo Sur para atraer la atención a las amenazas existenciales a las que se enfrentan nuestros océanos. Combinando investigación y acciones directas, han estado estudiando los grandes retos (cambio climático, contaminación plástica, minería en el fondo del mar, perforaciones petrolíferas) que amenazan un área que cubre un 71 por ciento del planeta, mientras viajan a lo largo y ancho de la Tierra.

Hogar de pingüinos, ballenas y focas, la Antártida es uno de los últimos santuarios salvajes del planeta que apenas ha sido tocado por el hombre. Pero, en estos últimos años, las bahías protegidas de las Órcadas del Sur se han convertido en un punto de encuentro para transbordos: un proceso en su mayoría sin regular por el que los navíos de pesca pasan sus capturas a buques de carga a cambio de suministros a bordo.

Con esta expedición, Greenpeace quiere sacar a la luz esta práctica tan compleja y turbia que supone un riesgo humano y medioambiental para los frágiles ecosistemas de la Antártida. Y parece que, finalmente, tienen un objetivo a la vista que puede ayudar a conseguirlo.

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Un equipo de Greenpeace opera un ROV (Vehículo Operado a Distancia, en inglés) para grabar los restos óseos de ballenas en el suelo marino, en la caleta Balleneros de la Isla Decepción en las Islas Shetland del sur, Antártida.

“Hemos registrado un buque de carga, el Taganrogskiy Zaliv, en estos últimos días”, explica Cooke con una fotografía granulada del navío de 143 metros. “En cuanto pasó las Malvinas ayer por la mañana, supimos que se dirigía hacia aquí”.

Saca un mapa digital con líneas que cruzan de un lado a otro y explica el recorrido que ha trazado el buque en los últimos meses, desde África Occidental hasta Brasil, pasando por los océanos de las costas argentinas. “De acuerdo con su trayectoria”, continua, “se dirige directamente hacia nosotros”.

No hay indicios de que el Taganrogskiy Zaliv haya estado involucrado en ningún tipo de actividad ilegal, me recuerdan. De hecho, no hay ninguna razón para sospechar que haya hecho nada específicamente en contra de la ley. Pero eso, según Greenpeace, es parte del problema: el sistema internacional de supervisión y protección de los océanos, según dice, no sirve. Y esperan que, al pasar a la acción con misiones como la que estoy a punto de presenciar, puedan cambiarlo.

El Taganrogskiy Zaliv está registrado en la empresa fantasma Delia Navigation Corp, en el número 80 de Broad Street, Monrovia, en Liberia, un país del este africano. Esta dirección además aparece una y otra vez en los documentos que se habían filtrado en los Papeles de Panamá y del Paraíso. Liberia es un paraíso fiscal popular para el registro de barcos porque ofrece a sus dueños la posibilidad de evadir los altos impuestos y las estrictas leyes de trabajo de los países de donde proceden. El Taganrogskiy Zaliv ondea la bandera panameña, lo cual quiere decir que sus dueños pueden, si así lo desean, pagar menos a sus trabajadores, aprovecharse de unos reglamentos menos estrictos y evadirse de pagar impuestos sobre la renta.

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El Taganrogskiy Zaliv está regentado por la familia Laskaridis, una de las familias más ricas de Grecia. Dos hermanos, Panos y Thanasis Laskaridis, fundaron su primer negocio del transporte marítimo en 1977 y desde entonces han construido un imperio corporativo, invirtiendo no solo en barcos sino también en hoteles, casinos e incluso aerolíneas. Hoy día, Thanasis Laskaridis vive en Londres. La familia no ha querido confirmar si son los propietarios del navío, aunque anteriormente han sido dueños y beneficiarios de al menos tres barcos con el mismo nombre.

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Will McCallum pinta las palabras "destructor de océanos" en una defensa encontrada en Isla Elefante, en una misión en las aguas cercanas a las orcadas del sur, en la Antártida.

El 15 de diciembre de 2019, a las cinco de la tarde, el Taganrogskiy Zaliv sale de Río de Janeiro. Cuatro días más tarde llega a un área de la costa argentina conocida como el agujero azul de Dahab: una vasta expansión del océano que alberga un ecosistema único. Los datos de los satélites muestran que permaneció allí más de dos meses y que durante largos periodos pareció estar transbordando.

El control de la pesca y la protección de los océanos está a cargo de una serie de leyes complejas. Las naciones costeras tienen jurisdicción en el mar territorial que puede extenderse hasta unos 22 kilómetros de la línea base. En estas aguas, que son un 42 por ciento del total de los océanos, los países tienen el poder de asegurar que las reservas se mantengan en niveles sostenibles. Todo lo que sobresale de esos límites es alta mar, prácticamente, aguas internacionales sin ley.

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En un intento por poner orden entre todo este caos, por el que han aumentado las capturas en alta mar en un 400 por ciento desde la década de 1950, se crearon una serie de órganos regionales intergubernamentales con la labor de proteger determinadas áreas. Han tenido un éxito relativo, principalmente porque es un enfoque parcial a un problema global muy diferente.

Pero las aguas del agujero azul de Dahab en el Atlántico Sudoeste, donde el Taganrogskiy Zaliv estuvo atracado durante enero y febrero, están más desprotegidas aun: sin prácticamente ley o gobierno, cuando pescan los barcos, que suelen ser más de 400 navíos en un momento dado, hay barra libre para todos.

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Alena Kislitsina entrena a bordo del Esperanza en el canal Onashaga, de camino a la Antártida.

Al igual que los navíos pesqueros de todo el mundo, los barcos que están en el agujero azul dependen de los transbordos. Los buques frigorífico como el Taganrogskiy Zaliv viajan por todo el mundo atendiendo a navíos en las zonas más remotas, intercambiando víveres, combustible y tripulación para llevar la pesca a tierra. Lejos de cualquier tipo de política, supervisión o control serios, pueden darse toda clase de delitos. Hay casos bien documentados de violaciones de los derechos humanos: más de 2000 pescadores esclavizados de Birmania, Tailandia, Camboya y Laos fueron rescatados en unas condiciones terribles de varios arrastreros en 2015. Traficaban con ellos en los transbordos y algunos habían estado presos durante más de dos décadas. No hay ningún indicio de que la compañía de los Laskaridis esté involucrada en este tipo de actividades.

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Los transbordos sirven también para introducir en el mercado global pesca que se considerada ilegal, no declarada y no reglamentada (INDNR).

Mientras que la pesca ilegal y no declarada hace referencia a los peces capturados violando las leyes estatales o los tratados internacionales, todo lo que llega de lugares como el agujero azul de Dahab no está reglamentado: nadie puede saber quién o cómo lo pescó ni el impacto devastador que ha podido tener en el medio ambiente. Y cuando esta pesca se pasa a los buques refrigeradores, junto a otras que sí están reguladas, se blanquea y es imposible seguirle la pista. Con todo, se estima que la pesca INDNR genera entre 10 y 23500 millones de dólares al año.

Por lo tanto, el problema no son solo los pesqueros sospechosos; los dueños de los buques refrigeradores operativos también deberían asumir responsabilidades. En estos tres últimos años, Greenpeace ha identificado alrededor de 1600 barcos que parecen formar parte de esta red mundial.

El Taganrogskiy Zaliv, que cada vez se acerca más a nosotros, es uno de ellos. Además, tras haber analizado detenidamente sus actividades, creemos que lleva pesca no regulada a bordo.

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Una de las integrantes de Greenpeace, Alena Kislitsina, habla con el buque refrigerador ruso, Taganrogskiy Zaliv, cerca de las orcadas del sur en la Antártida.

Estamos a solo 14 millas náuticas de la costa de la isla Coronación cuando un hedor que se ha colado en mi cabina se vuelve insoportable. Tras ponerme el equipo polar, salgo a la cubierta para tomar el aire; un grupo de pingüinos nada a nuestro lado. Al otro lado del MV Esperanza, se agrupa una pequeña multitud: un puñado de barcos pesqueros gigantes se acercan por el horizonte.

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La pesca de kril comenzó en la Antártida alrededor de 1960. Los primeros en pescar estos crustáceos similares a las gambas en estas aguas fueron barcos de la Unión Soviética.

Ahora, faenan barcos de Noruega, Ucrania, Rusia, Japón y Corea del Sur. Al estar tan lejos de la tierra y de zonas pobladas, estas fábricas flotantes pueden pasar casi más de un año en constante funcionamiento. Como ocurre con los navíos que operan en el Atlántico Sur, la pesca de kril depende de los transbordos con barcos como el Taganrogskiy Zaliv. Sería casi imposible hacer funcionar un negocio de pesca en la Antártida si los barcos tuvieran que regresar regularmente a puerto.

En 2018, Greenpeace vio un gran avance en su misión antártica, tras demostrar que los barcos de pesca de kril suponían una amenaza para la fauna al competir con colonias de pingüinos y zonas de alimentación de ballenas. Desde Greenpeace lucharon ferozmente contra una compañía noruega que faenaba en estas aguas, Aker BioMarine. Gracias a la presión pública, se vieron obligados a responder. Apuntando a una de las empresas más grandes, que además tiene base en Europa, Greenpeace consiguió finalmente que Aker BioMarine les ayudara con su campaña, negociando un acuerdo voluntario para crear zonas de amortiguamiento hasta 40 kilómetros alrededor de la tierra.

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La tripulación del Esperanza monta una lancha inflable en la plataforma para helicópteros, de camino a las orcadas en el sur de la Antártida.

Greenpeace espera que una campaña con un enfoque similar tenga el mismo resultado con los buques de transbordo. Como ya informamos el mes pasado, 26 buques refrigeradores han estado operando en la Antártida en los últimos tres años y, en ese tiempo, han sido inspeccionados por las autoridades portuarias 168 veces. En al menos 119 casos, no pasaron las inspecciones, lo cual supone un índice de fracaso del 70 por ciento. Y en aguas como estás, las consecuencias de que algo salga mal podrían ser catastróficas.

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Es el caso del Uruguay Reefer, que se hundió en el 2017 tras haber llevado a cabo transbordos en la Antártida. Aunque la tripulación, que constaba de 43 personas, fue evacuada sana y salva, el navío acabó en el fondo del mar junto con las 560 toneladas de fueloil pesado que transportaba. El uso de este combustible está prohibido en la Antártida debido al serio peligro que supone para el medio ambiente.

Al igual que el Taganrogskiy Zaliv, el Uruguay Reefer pertenecía a la familia Laskaridis, los dueños de una de las flotas de refrigeradores más grandes que operan en todo el mundo, y la más grande con diferencia de las que pescan en la Antártida. Aunque el Gobierno de las Malvinas nos ha confirmado que ellos creen que el Uruguay Reefer portaba fueloil pesado, la familia Laskaridis lo niega. No han podido hacer ningún comentario debido a unos procedimientos legales en curso.

De vuelta en cubierta, Alena Kislitsina, una activista de Greenpeace afincada en Moscú, habla con la tripulación del Taganrogskiy en ruso. El buque está a punto de cruzar el paralelo 60, donde comienzan las aguas antárticas protegidas. Confirman que llevan pesca no regulada del agujero azul. Kislitsina les pide que se den la vuelta, pero lo ignoran.

“Permitir que los buques —algunos con propietarios desconocidos y banderas de países con estándares de higiene y seguridad más bajos— operen en las explotaciones pesqueras del Atlántico Sudoeste es una burla a la idea de que el Océano Antártico se está gestionando adecuadamente”, me dice Will McCalum, el director de océanos de Greenpeace Reino Unido.

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Él cree que cualquier pesquería que tome en serio la sostenibilidad y transparencia no debe permitir que haya barcos con pesca no regulada o un historial turbio de seguridad e higiene operando en la zona. “No hacerlo los convierte en cómplices de la pesca INDNR y de la violación de los derechos de los trabajadores en el mar”. La compañía de los Laskaridis niega los descubrimientos de Greenpeace e insinúa que muchos de los problemas de los barcos que tienen en la Antártida son menores y se pueden solucionar inmediatamente.

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Las orcadas del sur, Antártida.

Apenas hay luz fuera, pero el día de la acción sobre las seis de la mañana no hay un alma quieta sobre el barco. Escondidos detrás de un iceberg con la esperanza de que la tripulación del Taganrogskiy Zaliv no vea lo que está pasando, y así ganar algo más de tiempo, el equipo se prepara en la cubierta del MV Esperanza para pasar a la acción. Hay un grupo operando una grúa para bajar al agua la defensa Yokohama que lleva inscrita “Destructor de Océanos”. Se trata de un parachoques gigante de plástico que utilizan los barcos para no colisionar los unos con los otros durante un trasbordo en alta mar y que ha sido reciclado después de encontrarlo rodeado de pingüinos, varado y abandonado en una playa austral.

Mientras tanto, un equipo de escaladores, que se dispone a abordar sin permiso el Taganrogskiy Zaliv desde una lancha motora, hace las últimas comprobaciones. Durante días, los tres han estado entrenando para prepararse para esta arriesgada operación: enfundados en un equipo polar completo, sujetarán unas escaleras a la popa del buque para subir y llevar a cabo una inspección, con tan solo las gélidas aguas bajo sus pies. Quieren comprobar si se cumplen los estándares de higiene y seguridad y ver de primera mano la carga INDNR que porta el navío.

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Las acciones directas a veces pueden parecer como una especie de vigilancia, pero aquí, el sentimiento de que Greenpeace se está tomando la ley por su propia mano es particularmente fuerte. Obviamente, planean llevar a cabo una protesta pacífica para llamar la atención, pero el deseo de inspeccionar el buque es real. No hay nadie más aquí que se moleste en hacerlo.

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Los activistas de Greenpeace abordan el Taganrogskiy Zaliv para llevar a cabo una inspección. El buque refrigerador se encontraba de camino a realizar un transbordo.

Un dron despega para grabar desde el aire, cuando Fernando, el capitán del Esperanza, da la señal a través de los altavoces: todo está listo. Yo me subo en una lancha motora que sigue a los escaladores de cerca y observo como, con una serie de poleas, pinzas y mosquetones, los escaladores de Greenpeace tratan de subir a cubierta.

Tras dos intentos fallidos de sujetar la escalera, lo consiguen. Uno a uno, los activistas van subiendo. Aunque al final rechazaron su solicitud de inspeccionar el barco, esperan que aquellos a bordo (y los dueños y las autoridades que se enterarán más tarde) hayan captado el mensaje: hasta que no solucionen las cosas, seguirá habiendo este tipo de acciones.

“Parte del problema de esta industria es que opera muy lejos de la tierra”, explica McCallum, uno de los inspectores autodesignados, al final de la misión. “Y cuando no se ve lo que hacen, a nadie le importa. Los países tienen que dar la cara y empezar a aplicar la ley en aguas internacionales, y necesitamos un Tratado Global de los Océanos que llene los vacíos legales que existen en alta mar. Y deben hacerlo pronto”.

Al final de este año, dependiendo de las restricciones que haya por el coronavirus, los delegados internacionales se reunirán en la sede de las Naciones Unidas en Nueva York para la “Conferencia intergubernamental sobre la conservación y el uso sostenible de la diversidad biológica marina de las zonas situadas fuera de la jurisdicción nacional”. Tras dos años de trabajo, se espera que sea el encuentro final en el que se ultime definitivamente un tratado internacional para la conservación en alta mar.

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Los activistas de Greenpeace, apoyados por el Esperanza, remolcan una defensa con el mensaje "Destructor de Océanos".

Greenpeace asegura que se debe proteger el 30 por ciento de los océanos antes de 2030 para asegurar que puedan seguir proporcionando alimento para nuestro planeta, al tiempo que desempeñan su papel vital en la regulación del clima. Y para ayudar a lograr esto, esperan que se tomen medidas urgentes en los transbordos. Piden de inmediato que se prohíba el transbordo a navíos que representen una amenaza para el medio ambiente o los derechos de los trabajadores.

Rashid Sumaila, director de la Unidad de Investigación Económica de las Pesquerías en la Universidad canadiense de la Columbia Británica, cree que el mejor desenlace posible para la pesca global sería una prohibición total de la pesca en alta mar. “En nuestra última investigación, hemos descubierto que aumentaría de forma radical la biodiversidad, no solo en esas áreas sino además en zonas cubiertas por jurisdicciones nacionales”, me dice en una llamada.

Cuando se deja a una zona determinada del océano sola para siempre, se le da tiempo para que se recupere. Y los peces pronto comienzan a nadar en esas aguas en las que solo pueden ser capturados con controles más estrictos. Además, explica Sumalia, esto propiciaría un sistema mucho más equitativo. Actualmente, las cinco naciones pesqueras más grandes se llevan 60 por ciento del valor generado en alta mar, lo cual es bastante injusto puesto que los océanos nos pertenecen a todos. Y también beneficiaría a los trabajadores a bordo de los pesqueros ya que sería mucho más difícil ocultar los trabajos forzosos y la esclavitud moderna cuando hay autoridades que imponen la ley.

Tras hablar con Sumalia, me dirijo a la cubierta. En un mensaje en el grupo de WhatsApp del barco, nos informan de que vamos a hacer una parada. Salgo al frío amargo del exterior para encontrarme con un grupo de ballenas que nos rodean por todos los lados. Veo al menos 40, postradas en todas las direcciones mientras cae la nieve. Más que cualquier proeza, hecho, cifra o estadística de Greenpeace, son estas imágenes las que sirven como un claro recordatorio de todo lo que podemos perder.

Este artículo se publicó originalmente en VICE Reino Unido.