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Con los ojos cerrados ante la masacre

¿Está la ONU haciendo algo por lograr la paz en el Congo?

Fotos de Phil Moore

He pasado estos últimos meses en la República Democrática del Congo, país en el que aproveché una vergonzosa metida de pata por parte de una de las organizaciones mundiales públicamente responsables para conseguir una historia. Ese error de la ONU fue algo que no debí haber visto*, y cuando acepté olvidar el asunto, no les quedó otra que dejarme participar en una misión para investigar una masacre en la zona más dañada de –si podemos confiar en sus estadísticas– el país más dañado del mundo.

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Acompañaría a un equipo de derechos humanos de tres personas a una de las zonas más remotas del distrito Masisi, en el este del Congo. Me imaginé viajando con el elenco de Matrix, pero en lugar de eso el equipo que me tocó fue: el jefe de la misión, un tío con zapatos de Prada; una mujer congoleña que parecía una bola y sonreía amablemente, y otro tío con camisa de turista tailandés que se quedaba dormido todo el rato. El histrionismo de la ONU en torno a nuestra partida me hizo sentir que estábamos metidos en una secuela de un éxito hollywoodense, pero la verdad es que solo éramos un grupo de campistas de clase media tomándonos unas vacaciones.

El equipo de derechos humanos viajaría al pueblo de Katoyi desde la capital de la provincia, Goma, para buscar pruebas y verificar que en el último mes se había producido una masacre, 200 aldeanos asesinados con machetes y lanzas por un grupo tutsi llamado Raia Mutomboki.

En un principio, los Raia Mutomboki (a quienes el New York Times describió modestamente como “aldeanos enfurecidos”) se unieron para defender a la población tutsi de las Fuerzas Democráticas para la Liberación de Ruanda o FDLR (los tíos que fueron exiliados cuando el gobierno genocida al que llevaron al poder fue derrocado; puedes ver más en La Guía VICE del Congo). Pero llegados a cierto punto los Mutomboki decidieron hacerse cargo del asunto, y ahora están igual de sedientos de sangre que los hutu del FDLR. Supuestamente, los Mutomboki empezaron a atacar a todos los que hablaban kinyarwanda, una de las lenguas locales, considerándolos hutu sin importar su tribu u origen étnico.

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Antes de irnos me dijeron que nadie (periodistas, ayuda humanitaria, helicópteros de combate del ejército) había tenido acceso a las aldeas para confirmar eso. Lo cual, considerando el tamaño de la misión de la ONU en el Congo, te obliga a preguntarte: ¿por qué no?

La misión en el Congo (acrónimo: MONUC) es la operación de la ONU más grande y cara que se esté desarrollando en la actualidad. Cuenta con alrededor de veinte mil militares en la región y cuesta casi 1.400 millones de dólares al año. Cabría pensar que lo tienen todo bajo control, pero cada vez que ocurre una masacre durante su guardia, las fuerzas conciliadoras (que llevan ahí desde 1999) tienen que lidiar con acusaciones de ser unos inútiles.

Mientras nuestro helicóptero Oryx aterrizaba en Katoyi (yo iba sentada sobre la caja de claret select del jefe del equipo), pude por primera vez ver la base militar temporal de MONUC, desde la cual operaría el equipo de derechos humanos. Había 36 conciliadores uruguayos viviendo en tiendas rodeadas por alambre espinoso en un terreno del tamaño de un campo de fútbol. Aunque muchos de ellos dijeron que lo odiaban, ser casco azul de la comunidad internacional es un trabajo que da más dinero que los 700 dólares (9.100 pesos) que ganarían en casa.

El comandante del pelotón me explicó que están entre la espada y la pared. “Todos tenemos familias en casa. Quiero que salgamos ahí fuera, pero si no es seguro tengo que tomar la decisión correcta por el bien de todos los involucrados”. Por “ahí fuera” se refería a los pueblos en los que supuestamente habían sucedido las masacres.

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Durante el tiempo que estuve allí, cientos de aldeanos llegaron a Katoyi con historias que sólo servían para hacer hincapié en la necesidad de una respuesta urgente por parte de la ONU. Patrick Borama, un joven de 26 años de una aldea cercana, describió a los Raia Mutomboku como un grupo de demonios semidesnudos que llegaron a su pueblo gritando que iban a matar a todos los que hablaran kinyarwanda. Iban “vestidos” con follaje y atacaban con machetes, lanzas y “algunas metralletas”.

Patrick logró esconderse en el bosque, pero su hermana recibió un balazo en la espalda cuando huían y sus sobrinos fueron destripados con machetes. A su madre le clavaron un cuchillo en el pecho. Patrick sabía todo esto porque regresó una semana después para enterrar los cuerpos ya en descomposición.

El comisario de Katoyi nos enseñó fotografías desde su teléfono móvil de mujeres y niños decapitados. Sus joviales comentarios le dieron un tono sombrío a la presentación. “Ah, sí, aquí hay otra; un machete en la cabeza”, decía. El último ataque que describió había ocurrido una semana antes. En él hubo entre 12 y 15 víctimas. El jefe de la misión no perdió más tiempo. Saldríamos al día siguiente a las 6AM, nos dijo, y sus ojos resplandecían ante la posibilidad de encontrar fosas comunes. El tío somnoliento sólo asintió con la cabeza. Después de eso, el jefe de la misión abrió su caja de vinos.

El comisario volvió a las 16h, esta vez con dos hombres jóvenes y tímidos que acababan de escapar de un ataque unos kilómetros más allá; el más cercano hasta el momento. No supieron decir cuántas personas habían muerto (no se quedaron para averiguarlo) pero llegaron a ver los machetes, pistolas y lanzas con las que estaban matando a la gente.

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Esto es bueno, pensé, porque mañana podremos confirmarlo. Excepto que… ¡oh, no! Cancelaron la misión porque esos matones podrían seguir por ahí y eso podría ser peligroso. La MONUC y el equipo de derechos humanos tenían algo de razón, aunque yo no entendía por qué la caminata originalmente planeada de cinco horas por un bosque desconocido habría sido menos peligrosa. Ergo, abrieron más vino.

Mientras reflexionaba sobre las limitaciones de esta “misión”, mis compadres uruguayos me alimentaron con bizcochos que olían a Play-Doh y té de mate sudamericano. El doctor dijo que lo único bueno de las raciones de comida que provee la ONU es que paralizan los intestinos; nadie disfrutará de “ese momento privado” en un baño portátil que comparten 40 personas.

Esa noche, Uruguay jugó contra su archirrival, Venezuela, en las eliminatorias del Mundial. Usaron el transmisor-receptor para escuchar el partido en directo desde la cama de un pobre hombre; la estructura se tambaleaba bajo el peso de todo el batallón. Me dormí arrullada por el sonido nostálgico de hombres adultos llorando por un deporte, y por la mañana me contaron que me había perdido un momento espectacular.

El marcador estaba 1-0 a favor de Uruguay y en el minuto 85 Venezuela metió el gol del empate. El miembro con narcolepsia del equipo de derechos humanos, con los nervios a flor de piel, había saltado de su asiento al lado de la hoguera cual dibujo animado electrocutado y corrido hacia el seno del pelotón; confundió el sonido de las ilusiones destrozadas de los otros hombres por el rugido de los Mutomboki que venían a llevárselo mientras dormía.

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Una vez puestos los chalecos antibalas y los cascos azules, llegó el momento de salir rumbo al pueblo Katoyi. Aprendí dos cosas en ese momento. La primera fue que los zapatos Prada, como demostró el jefe de la misión, no son muy útiles en terrenos resbaladizos, y la segunda fue que el jefe tenía una carta firmada por los Mutomboki con su manifiesto.

La carta estaba escrita en swahili y era sorprendentemente cordial. “Los saludamos en paz”, empezaba. “Les informamos de la guerra de los Raia Mutomboki contra el FDLR para que regresen a su casa en Ruanda… Basándonos en la información que tenemos, ustedes están construyendo un campamento para ellos… Tenemos planeado ir para averiguar si ellos están ahí. Si es así, pidan a los congoleños que se alejen de los hutu”. Era una amenaza casi directa contra los hutu de Katoyi. Había una lista con los actos perversos que habían cometido los ruandeses: asesinato, violación y robo, entre otros. Dos versículos especialmente intolerantes de la Biblia defendían sus razones.

El jefe también tenía una lista de 120 personas asesinadas entre el 17 y el 22 de mayo por los Mutomboki; el 80% eran mujeres y niños. En los días siguientes me hice con más declaraciones haciendo referencia a más muertes. En Kahunde hubo, al menos, 15 muertos. En Marembo, 20, y en Bitoyi, aún más. "En todas las aldeas trataban de matar a todos los que hablaban kinyarwanda", me dijo un hutu congoleño que se cubría una herida de bala en el brazo derecho.

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Después, el jefe nos mostró otro documento: una estructura de mando de los Raia Mutomboki escrita a mano. El jefe dijo que Ruanda podría estar armando a los Mutomboki; una teoría que, de resultar cierta, alimentaría el conflicto internacional por el levantamiento rebelde supuestamente respaldado por Ruanda, el cual ya controla gran parte de la provincia. Esto dejaría entrever la complicidad del gobierno ruandés para con el asesinato masivo del pueblo hutu, el cual tiene sus orígenes dentro de sus fronteras.

“Nada es lo que parece en el Congo", me advirtió un uruguayo.

Las palabras “nada es lo que parece” resonaron en mis oídos cuando una pelirroja con rizos y curvas anunció su llegada a la base. “¿Cómo has llegado hasta aquí?” le preguntó el comandante con suspicacia, mientras yo me esforzaba por escuchar su conversación. “En moto”, respondió. La MONUC había dicho que llegar hasta aquí era Misión Imposible: “No hay carreteras que lleguen a Katoyi”, dijeron, “hay que venir en helicóptero o caminar durante cinco días”. Pero aquí estaba esa inglesa guapita. Ahora que lo pienso, también vi a varios miembros de ONGs llegar y volver a irse en vehículos 4x4.

Cuando otro helicóptero aterrizó con el segundo comandante de la brigada para una reunión estratégica, el único baño portátil sucumbió ante la fuerza de sus rotores y le dio la bienvenida cayéndose a pedazos para revelar una poética taza de baño entre la bruma matinal. El comandante sólo tenía una pregunta: “¿Habéis conseguido confirmar esas masacres?”

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El comandante del pelotón resumió la posición militar. Desde un helicóptero, lo único que había visto era una vida normal. “No hemos podido llegar a las aldeas. Los informes solo son rumores”, dijo. El jefe de la misión interrumpió para defender a su equipo. “Vinimos a corroborar. Hablamos con 45 personas… por separado y de manera confidencial”. Cuando se le insistió para que diera una cifra, dio una estimación de 200 muertos.

"¿Pero habéis visto algo con vuestros propios ojos?" preguntó el comandante. El equipo de derechos humanos había llevado a cabo una investigación de cuatro días sentados en sillas de plástico en el centro de la base, paseando a testigos de un lado a otro como si fueran ganado. Había llegado el momento de volver a casa. Su descubrimiento había sido todo un éxito y sería utilizado para redactar un informe interno basado en “rumores”.

El problema con investigaciones como ésta en el Congo es que décadas de derramamiento de sangre y ayuda humanitaria han confundido el orden natural de las cosas hasta el punto en que ahora es imposible saber qué es qué. Si un grupo de corredores congoleños comenzara a entrenar por aquí, terminarían desplazando a una buena parte de la población sin ser esa su intención; la gente ha aprendido a relacionar los hombres corriendo con las masacres y las violaciones: a la primera señal de problemas, salen huyendo.

La última noche cenamos atún y espagueti con chocolate deshecho gracias a un error administrativo del fotógrafo Phil. Era hora de irse, pero la misión no había sido un completo fracaso: tres desertores del FDLR fueron evacuados con nosotros a Goma, con sus siete hijos y sus tres esposas, tras apuntarse a un plan de rehabilitación.

Mientras el helicóptero se elevaba, las niñas tocaron nuestras manos y rodillas en busca de algo que las reconfortara. Los hombres estaban sentados al fondo sin expresión en sus rostros. Cuando sobrevolamos Goma, aprecié en el rostro de la madre y esposa sentada a mi lado una expresión de increíble tristeza. Tenía la mirada perdida sobre el lago Kivu bajo la luz de la mañana. Observando los jardines perfectos y las paredes de estuco de la suntuosa residencia del presidente Kabila junto al lago, me embargó una sensación de indignación por el sufrimiento de esta gente.

Si no podemos determinar la verdad cuando las cosas se ponen feas, ¿no estamos, como comunidad internacional, defraudando a estas personas tanto como sus gobernantes? Como dijo Samuel Dixon, estratega político para Oxfam y experto en Congo: “Es inaceptable que se siga sin detener e informar de la violencia en Congo. Mientras los líderes del mundo condenan, como deben, las masacres en Siria, las tragedias humanas en Congo permanecen, en el mejor de los casos, escondidas, e ignoradas en el peor de ellos”.

Aunque mi experiencia con la misión de la ONU en el Congo no fue del todo negativa, tuve la impresión de que no se está poniendo tanto ahínco como se debería para sacar a ese país de su lodazal.
 
*Si te estás preguntando qué fue eso que presencié y que no debí haber visto, déjalo. No fue tan interesante.

Sigue a Jessica en Twitter: @jessiehatcher