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Coca, alcohol, y mineros explotados

La visita guiada a las minas de Potosí es la atracción turística más deprimente de Latinoamérica.

Más de ocho millones de indígenas murieron extrayendo mineral del Cerro Rico de Potosí, en Bolivia, para que España pudiera construir un imperio en el que no se pusiera el sol. Sus minas, infinitas, a pesar de seguir activas, congregan todos los días varias decenas de turistas en uno de los planes más demenciales que nadie pueda imaginar para disfrutar en unas vacaciones. Nuestra idea pintaba bien: acompañar a un grupo de gringos a que se arrastraran por túneles, mascaran coca, volaran paredes con dinamita y bebieran alcohol de 96 grados en una aventura a medio camino entre una novela de Verne y una ilustración de Ralph Steadman. Y todo por 100 Bolivianos, poco más de 10 euros. "Juntad vuestras manos aquí," apremia en inglés Chapu, el guía-minero con el que pasaremos las próximas cuatro horas y media. "Repetid conmigo: una, dos y tres, ¡sexy llama fuckers!" Hemos perdido nuestras identidades para pasar a ser parte de los folladores sexys de llamas junto a un grupo de alemanes, belgas, ingleses y una suiza cincuentona despistada. También ellos se han quedado sin nombre. Tan sólo les identificamos por los apodos que llevan grabados en el dorso de sus cascos. En nuestra tribu tenemos a Pencil Dick y a Disaster. “Tenéis que llevar una bandana dentro de la mina para protegeros del polvo. ¿De qué color la queréis?”, pregunta Chapu. “Cerveza”, responde uno de los nuestros. Prometedor, muy prometedor.

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Potosí fue mayor que Londres, París y Madrid hace 300 años. Hoy su grandeza se reduce a 15.000 mineros organizados en cooperativas que intentan estirar el sueño plateado de los conquistadores: pesadilla que acabó en uno de los genocidios más terribles cometidos, de forma organizada, durante varios siglos. Nos bajamos de un pequeño autobús bordado con caracteres japoneses y entramos en una tienda de seis metros cuadrados cargada hasta el techo con las mercaderías más particulares. En unas inocentes botellas se esconde el diablo hecho bebida: alcohol de 96 grados; whisky boliviano, según nuestro guía. Un chorrito al suelo por la diosa de la Tierra, otro por la fortuna de los mineros y el tercero pasa por el gaznate de Disaster. Lo aguanta con los ojos inyectados en sangre. “Si no lo bebes eres Freddy Mercury”, dice Chapu, un tipo jovial de 27 años que trabajó en el Cerro Rico cuando todavía no tenía barba. Nuestra siguiente compañera abandona la tienda para vomitar en la acera.

“Esto es dinamita”, explica nuestro mentor. “Tocadla, no es peligrosa, parece plastilina. Ésta es la mecha: eso amarillo es nitroglicerina. Si se juntan…” Chapu nos anima a comprar regalos para los mineros. “Agua y hojas de coca”, sugiere él, “para que aguanten bien su trabajo”. “Yo quiero volar algo”, dice la aventurera recién resucitada. Chapu intenta disuadirla brevemente, pero Disaster se suma y rápidamente hay quórum. “Dos aguas y dos dinamitas, señor”. Ya estamos listos para la mina. Llegamos a un descampado árido con pinta de vertedero en el que unos montones de piedras con puertas y techos de chapa se arremolinan alrededor de una boca por la que bajan unos raíles. Una vagoneta vacía espera bajo el sol, que pega fuerte a los 4.300 metros de altura donde nos encontramos, a pesar de ser pleno invierno. A la aventurera con estómago de goma y alma pirotécnica le falta tiempo para subirse en ella y emular a Indiana Jones. En frente de nosotros, la entrada de la mina se parece más a una puerta de servicio que a la de las entrañas de la tierra. Unos pasos y estamos dentro, abarcados por la oscuridad y con el agua acariciando nuestras rodillas. Un gran momento para darnos cuenta de que las suelas de las botas están perforadas.

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Pocos minutos después giramos a la izquierda para enfrentarnos al Tio, demonio y rey de las minas, rodeado de birras y cigarrillos. “Si quieren salir vivos y, aún más, si quieren encontrar plata,” explica Chapu en frente de la estatua empalmada, “hay que homenajear a Pachamama, la madre Tierra, y a su contraparte, el Tio.” La máscara cínica de desapego profesional tras la que nos escondemos se hace pedazos en cuanto nos toca arrastrarnos, calados, entre paredes de azufre de un brazo de ancho, las manos cubiertas de barro y la respiración ahogada por nubes de polvo. La jactancia de nuestros colegas histriones fracasa también durante la bajada al segundo nivel del laberinto, exactamente cuando nuestra cámara de fotos se da por vencida. La doble “EE” en la pantalla de control es un mensaje clarísimo: “vosotros me habéis metido en esta tontería, pero ya basta.”

La visita lo tiene todo: mascamos hojas de coca con los mineros, buscamos las vetas de plata y sentimos el aire retumbar después de los estallidos de dinamita. La sensación de estar en un parque de atracciones no nos abandona. Por supuesto, el minero que se ocupa de las explosiones se llama Rambo; viste una camiseta de Brasil, sus compañeros del Barcelona y del Real Madrid, y todos parecen felices con nuestra visita. Nos explican que no siempre tienen material y nos piden nuestros cartuchos a cambio de dejarnos encender las mechas: aceptamos. Sólo tras cuatro horas, cuando Rambo y su colega del Barça perforan la roca con un martillo neumático de medio centenar de kilos, rodeados por quintales de polvo, sin protecciones y con los ojos irritadísimos, entendemos que aquí no hay ninguna broma. Muchos mineros no trabajan más de siete u ocho años por el riesgo de silicosis y su esperanza de vida todavía ronda los 55.

“Trabajé en la mina nueve meses cuando tenía quince años,” cuenta Chapu cuando salimos al aire libre. Se fracturó un brazo, tuvo que dejarlo, y su hermano le despachó al ejército. “Entre el cuartel y la mina, volvería a la mina,” confiesa. “Me lanzaron dos veces al Lago Titicaca para que aprendiera a nadar: casi muero por hipotermia.”