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Música

Fui a ver a los Pixies y me pasé vomitando todo el concierto

Esto fue lo que pasó.

El seminal álbum de los Pixies,Doolittle, ligeramente alterado. Ilustración de Jordan Rein.

El plan se concretó en octubre, incluso antes de que sacáramos nuestros abrigos de invierno de debajo de la cama. Mi mejor amiga, la que vive en Nashville, a quien conozco desde que empezáramos a pasarnos notas la una a la otra mediante un cuaderno de Hello Kitty en séptimo curso para aliviar nuestro aburrimiento en el “coro”, me envió un email. Era un mensaje rebotado de Ticketmaster y en el asunto habían unas pocas palabras: “No te pierdas a los Pixies”. Había añadido al email un mensaje propio: “¡El Día de la Marmota! ¿Te apuntas? :)”

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¿Qué si me apuntaba? En la época del instituto y los Pixies eran nuestro grupo. Lo que no quiere decir que no fueran el grupo de muchas otras personas, claro. El caso era que, si bien aparentábamos en todo ser estudiantes de primera pulcramente vestidas, señoritas de sólida crianza y educación, gran potencial y cabello brillante recién peinado, en secreto teníamos espíritus irreverentes. En nuestro interior éramos rebeldes, chicas que salían del campus para comer y regresar 15 minutos más tarde de la hora a la que se suponía que tenían que volver. En las fiestas bebíamos Sprite, claro, pero le poníamos UN CHORRITO DE VODKA. Vale, vale, no éramos muy extremas. Pero por eso nos atraía tanto la sucia sinergia y rabia melódica que era la marca de los Pixies. Nos hablaban a nosotras. Estaban cabreados, a veces. Gritaban. Aunque en la mayoría de las ocasiones nos guardábamos dentro nuestra furia y nuestras rebeliones de tocador, los Pixies aireaban nuestras emociones, fueran cuales fueran. “Hey! Been trying to meet you…” “And the way I feel tonight, I could die and I wouldn’t mind…” “Want to grow… up to be… be a debaser…”

Por supuesto, también eran esa palabra tan maravillosa de los 90, alternativos, más enigmáticos que Pearl Jam o STP, más serios y sólidos que cualquier horterada de grupo de chicos o chicas estrellas del pop que pudiéramos haber escuchado en años anteriores. Parecían llevar una vida mágica, sin las reglas y limitaciones de los adultos, yendo de gira y tocando rock en clubes y en los sótanos de cada uno de ellos, un universo gobernado solo por ellos, al menos así era en nuestra imaginación. Claro que podría parecer que muchos grupos llevaban esa clase de vida, pero, para nosotras, su música también la personificaba: tan armoniosa, lírica y casi siempre tan hermosa como cacofónica, difícil y ensordecedora. Mi camino hasta el gran edificio de ladrillo rojo en el que cada día íbamos a clase, una tierra de profesores conservadores y estudiantes que no se enteraban de nada, tenía a los Pixies como banda sonora, sobre todo los discos Doolittle y Trompe Le Monde, con ocasionales ayudas de Surfer Rosa y Bossanova. Los escuchaba, como lo hacíamos todos, en cintas de cassette, algunas grabadas de las cintas que tenían los amigos. Cuando me llegó el email de mi amiga, esas cintas y cualquier cosa en la que pueda escucharse una cassette hacía mucho que habían desaparecido de mi vida, pero yo seguía escuchando a los Pixies. Nunca había dejado de escuchar a los Pixies.

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Iban a tocar en el Ryman Auditorium de Nashville en el Día de la Marmota. ¿Me apuntaba? ME APUNTABA.

Dado que ya éramos adultas creciditas, planeamos perfectamente nuestra gran noche fuera. El marido de mi amiga se quedaría cuidando al niño. Se nos unieron otras dos amigas. Llamamos a un taxi para poder ir a la fiesta que pronto iba a comenzar, reservamos una mesa en un elegante restaurante de sushi y nos pusimos nuestros mejores jeans.

Ya en el Ryman, mi amiga nos condujo por la que era su sala de conciertos favorita, mostrándonos la memorabilia histórica guardada en marcos y vitrinas de cristal, programas musicales y trajes de Minnie Pearl, Hank Williams y Patsy Cline. Nos pusimos en la cola para comprar productos de los Pixies y luego en la cola para las bebidas. Y entonces sucedió: justo cuando me daban un vaso de plástico lleno hasta arriba de líquido dorado, mi estómago se revolvió. "No creo que me lo pueda beber", dije, sorprendiéndome hasta a mí misma. Todas me miraron intrigadas y yo le pasé el vino a otra amiga. Encontramos nuestros asientos, en el lado opuesto a la entrada del auditorio, largos bancos de madera desde los que teníamos una visión excelente del escenario. Estaba tocando el grupo telonero. Nos sentamos. Mi estómago se revolvió otra vez y apreté los dientes. Algo no iba bien. Decidí que me iría bien un poco de aire fresco. Mientras caminaba, pasando al lado de objetos históricos de actuaciones musicales de mucho tiempo atrás, algo muy del presente empezó, lenta pero inexorablemente, a emerger.

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Caminé más rápido, rezándole a un poder superior. Fui directa hacia el lavabo hasta que dos fans a paso de tortuga me bloquearon. Redirigí mi trayectoria, maniobrando alrededor de ellos, y me dirigí al lavabo de mujeres del lado izquierdo –había dos– pero elegí mal, había una mujer esperando para entrar. Tambaleándome fui hacia el otro lavabo, pero ya era demasiado tarde. El vómito llegó, involuntariamente y como un proyectil, aterrizando en todas partes. Mientras empujaba la puerta intentándola abrir –podía sentir cómo se avecinaba otra ola– una pobre mujer inocente salió del lavabo. “Lo siento”, dije/lloré, las lágrimas corriéndome por la cara. “Acabo de… vomitar”. Ella no dijo nada. Ya en uno de los cubículos del lavabo vomité otra vez. Oí a dos mujeres riéndose. “¡Esta noche tenemos 16 años!", dijeron. "¡Ja, ja, tenemos 16!" Entre arcadas pensé, pero qué putas, ¿se están riendo de mí? Y después pensé que, si yo estuviera en su lugar, asumiría que estaba borracha y también hubiera reído. Volví a vomitar.

Entonces los escuché: ¡los Pixies estaban en el escenario, tocando! De repente me sentí mucho mejor. Recogí mis cosas y volví corriendo al auditorio. Busqué a alguien de la sala para informar del pastel que había montado en el baño, pero al no ver a nadie, volví toda prisa con mis amigas. "¡Has vuelto! ¡Estaba muy preocupada!”, gritó mi amiga, dándome un abrazo. Inmediatamente nos pusimos a bailar. Molaba un montón, sonaron “Wave of Mutilation” –aunque al principio parecía que la estaban tocando en broma– y después “U Mass” y “Head On”. ¡Estaban tocando todas nuestras favoritas! Salté arriba y abajo y puede que no fuera la mejor de las ideas, ya que de repente supe que iba a volver a suceder.

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Esta vez el lavabo estaba vacío o casi vacío y no vomité en la puerta, aunque estaba claro que mi primera visita a los lavabos no había pasado desapercibida. Había una fregona apoyada en una esquina y cerca de ella un cubo. Sentí una arcada, luego otra. Una mujer entró y preguntó, “¿Hay alguien que se sienta mal?”, y yo, culpable y atrapada, abrí el cerrojo de mi cubículo y salí, por alguna razón con el brazo levantado. “Yo”, dije. “Lo siento”. La vomitadora de puertas había sido cogida con las manos en la pota.

“¿Te encuentras bien?”, preguntó. “¿Quieres que llame a un médico?” Otra mujer salió de uno de los cubículos. “¿Quieres caramelos de menta? Te pueden asentar el estómago”. “¡Ni siquiera estoy borracha!”, dije con tono plañidero. Me pareció muy importante que me creyeran. “¡Solo he bebido un poco de vino blanco!” “¿Quieres un poco de agua?”, preguntó la amable mujer de la limpieza. “Sí, por favor”, dije. “Siento mucho que hayas tenido que limpiar la puerta".

Después de eso me dio miedo salir del lavabo, y así, sorbiendo con cautela de una botella de agua mineral, me puse frente al espejo y miré la cara pálida que tenía delante, el pelo sudoroso, la camiseta manchada de vómito. Dios, estaba asquerosa. Recordé otra ocasión en la que vomité. Fue cuando iba al instituto, me emborraché con la misma amiga con la que había venido hoy al concierto. Me puse fatal con una horrible mezcla de bebidas que había robado del botellero de mis padres y con el que había rellenado una botella de plástico que llevé conmigo toda la noche. Vomité por todo el pasillo de entrada de casa de mis padres y mi amiga me llevó escaleras arriba y me metió en la cama. Pasé mucho tiempo hecha polvo, mis padres volvieron y me encontraron borracha perdida. Llamaron a un médico y en un giro muy poco Pixies, tuve que visitar a una psicóloga para averiguar si tenía un potencial problema con la bebida. Para que conste, al final dijo que yo era una adolescente normal.

No me acuerdo de lo que estuvimos escuchando esa noche, pero apostaría los ahorros de las dos a que fue algo de nuestro grupo favorito.

“Esta canción tiene una historia”, se escuchó a través de los altavoces del lavabo. Mi amiga me envió un mensaje de texto. “Tía”, decía. “Supongo que no lo estás pasando muy bien. Si quieres voy contigo. Te echo de menos y lo siento muuuuucho". "¡Puedo oír la música desde el lavabo!", le escribí yo. “Ooooo esta canción me da igual. Quiero estar contigo”, contestó. “Ven al lavabo de la derecha”, escribí. Se encontró conmigo justo cuando empezaba “Monkey Gone to Heaven”. También vino el resto de nuestras amigas y nos fuimos en taxi a casa de mi amiga. “Podemos seguir la fiesta juntas en casa”, dijo ella, pero estábamos cansadas y a mí aún me quedaban por delante varias horas vomitando.

La vida a los treinta y pico años es un poco diferente a como es cuando tienes 16, pero algunas cosas siguen siendo iguales. Nuestro grupo favorito puede que no tenga muchas canciones sobre la amistad, pero ese era el mensaje secreto que contenía cada una de aquellas canciones que solíamos escuchar juntas. Por supuesto, me gustaría haber visto el concierto entero sin virus estomacales, pero esa noche, echada en el suelo del precioso y limpio cuarto de baño de mi amiga, pensé en lo feliz que me sentía de estar allí, en su casa y vomitando del modo menos estrella del rock posible.

Jen Doll ya ha salido del cuarto de baño y su primer libro, Save the Date: The Occasional Mortifications of a Serial Wedding Guest, sale a la venta el 1 de mayo. Lo podéis pedir aquí. También está en Twitter: @thisisjendoll